viernes, 26 de agosto de 2011

Un cementerio de eso.

En mitad de la charla sonó el celular, y nunca más volvieron a hablar del tema. Arturo atendió el llamado y Alicia se guardó para siempre aquella confesión. Nunca más intentó siquiera hablarlo con otra persona, porque hay cosas que se nos mueren dentro. La mente, tan maestra y tan siniestra, le permitió olvidarlo. Alicia miró la hora mientras Arturo hablaba de números y estadísticas, de carpetas de colores: "En la roja, no... Fijate si está en la azul", del "gerente forro del banco" y de el Señor Torres. Siempre el Señor Torres. Alicia comenzaba a sospechar que Arturo era lame-culo del jefe, pero no se terminaba de convencer. Y ya dio por terminada la charla. Sabía que se había terminado ahí. Y por un momento pensó que era  mejor que así fuese. Siempre había algo que los interrumpia, que rompía esa conexión que tanto le había costado lograr a ella. Hacía ocho años que vivían juntos y sabía lo que vendría a continuación: él pediría que cambie el la yerba y el agua de los mates o se excusaría con algún preoblma de la oficina. Arturo dijo: "¿Se terminaron los mates? Cambiale la yerba que en un rato me voy a la oficina. Pasa que el Señor Torres..." Y Alicia no quiso escuchar más. Al rato, Arturo se fue. Alicia quedó sola. Limpió las migas de la mesa, vació el mate y lo enjuagó con agua fría. Dejó que el agua mojaran sus manos. La sintió fresca, limpia, pura. Lastimosa para esa piel. Llevó sus manos mojadas hacía su rostro y se refrescó. Puso la cabeza debajo de la canilla y el agua empapó el pelo, se escurrió por el cuello y bajó por la espalda. El agua también acarició el rostro de Alicia y se llevó al pasar lo que de sus ojos escapaba. Y lo dejó ir. Cuando Arturo vovlió, al rededor de las siete de la tarde, la encontró sentada en el living, fumando un cigarrillo y haciendo como que miraba la televisión. Simulando. Silenciando los hechos ocurridos durante la ausencia del hombre con el que vivía. Porque hay cosas que se nos mueren dentro. Y Alicia era un cementerio de eso.

26 de agosto de 2011

viernes, 19 de agosto de 2011

La Pregunta

La pregunta fue clara y directa:“Papá, ¿qué es coger?” El padre se atragantó con el café y la madre se quemó con la tostada. Julito los miraba, con esos ojos grandes y el pelo revuelto, metido en un guardapolvo con los puños gastados y sucios. Dio un sorbo sonoro a su leche y agregó: “Porque la seño me dijo que te lo tenía que preguntar a vos" Los padres se miraron, nerviosos y culpables, como si el hijo los hubiera encontrado en pleno acto sexual. “¿Y dónde aprendiste esa palabra, vos?”, dijo la madre, untando la tostada con manteca y quebrándola por la mitad de los mismos nervios. “En la escuela, en la calle, en la tele… en todos lados hablan de coger. ¿Ustedes nunca escucharon nada?”- dijo Julito, detrás de la taza que tapaba su pequeño rostro. “¿Se lo preguntaste a tu seño?... ¿Y qué te dijo?”- preguntó, intrigado, el padre. La madre se acomodó en la silla, miró al marido y le dijo: “Dejá de preguntar pavadas, vos, y respondele a tu hijo”, quitándose toda responsabilidad de encima y dispuesta a observar esa charla de hombres. El padre de Julito también se acomodó sobre su silla, y Julito, imitándolo, hizo lo propio en su lugar. “Bueno…”- dijo el padre, y fue el principio de una explicación que Julito no iba a poder olvidar nunca. “… es cuando… Viste que yo duermo con tu mamá, en la misma cama… Y eso es porque nos amamos y porque ella me quiere y yo la quiero a ella y esas cosas… cuando seas grande vas a querer a una chica así, como yo quiero a tu mamá… Aunque si no la querés tanto…”, la madre de Julito lo pateó por debajo de la mesa y el padre dio un respingo, ”Pero no. La tenés que querer y amar mucho y querer pasar toda la vida con ella y con nadie más que ella… porque mujeres hay mucha, pero vas a encontrar una con la que vas a sentir cosas especiales… y bueno… y eso…” El padre no sabía cómo seguir. Miraba a su mujer en busca de ayuda, pero como respuesta, ésta se levantó y se puso a desordenar cosas para volver a ordenarlas a los minutos. “Entonces ¿coger es querer?”- preguntó inocentemente sabio, Julito. La madre dio un taconazo con el pie derecho. “No, no, no… Bah, más o menos en realidad”- dijo el padre. “¿¡Cómo más o menos!?”-preguntó, casi histérica, la madre. “Bueno, Gabi… me estoy esforzando, ¿no?”, “Sí, pero tampoco le digas pavadas” “Bueno… ¡explicale vos, entonces, explicale vos, a ver si es tan fácil!””¡Bueno, no me grites!” “No te grito, pero explicale vos qué es coger sin caer en la pelotudez de“– y el padre de Julito se puso de pie e impostando la voz y volviéndola aflautada, contrayendo los hombros y torciendo la boca y abriendo los ojos, dejando la cara en una mueca ridícula, una cara que persiguió a Julito hasta en los sueños, dijo: “las nenas tienen chochitos y los nenes pitito, y cuando son grandes y se dan besitos, él planta una semillita en el chochito de ella…” Y volviendo a componer su rostro, agregó: “y todas esas mierdas, cuando vos y yo sabemos lo que es coger… Porque el pibe no se va a olvidar de la explicación y cuando sea grande y sepa lo que es coger, nos va a juzgar por cómo se lo explicamos… ¡y yo no quiero que piense que su padre es un boludo!, ¿¡entendés, Gabi!? ¿¡Podés entender eso si quiera!?...” Gabi lo miraba con los ojos desorbitados y la boca entreabierta. Mirando a Julito que los miraba pálido y con los ojos llorosos, Gabi frunció los labios, tomó aire por la nariz y lo largó. Volviendo a mirar a su marido, dijo: “Tampoco exageremos, Roberto, ¡tampoco exageremos! Ahora estás quedando como un boludo, ¿no te das cuenta?... Este pibe con ocho año viene a preguntarnos ¿qué es coger?... ¡Mocoso atrevido! Dejá que yo lo arreglo” Y arremangándose, se acercó a Julito, lo tomó de un brazo y lo acostó boca abajo sobre sus piernas. Por cada palabras que dijo le dio un chirlo en el culo: “Yo (chirlo) te (chirlo) voy (chirlo) a (chirlo) dar (chirlo) a (chirlo) vos (chirlo) qué (chirlo) es (chirlo) coger (chirlo)…” Rojo le quedó el culito a Julito. Y así se fue a la escuela: caminando con el culito colorado, sin terminar de entender el porqué del enojo de sus padres pero llegando a la conclusión de que: coger tiene algo que ver con querer, con chochitos y pititos, con algo de una semilla, pero también con el enojo y con gritos y con chirlos. Muchos chirlos en la cola. ¿Quién sabe si Julito no tiene razón?...


17 de junio – 19 de agosto de 2011

viernes, 12 de agosto de 2011

Como la de Sabina


“¡La puta madre que me parió!”, gritó Hugo a la habitación vacía, ese lunes de julio  a las 06:30 de la mañana, cuando el dedo gordo del pie derecho dio de lleno contra la pata de la cama. El dolor le recorrió todo el cuerpo y quiso escupirlo, pero en su lugar salió la puteada. Comenzó a dar saltos en una pata mientras colocaba el pie golpeado sobre la cama. Frotó el dedo gordo tratando de aminorar el sufrimiento, pero comenzó a sentir que le latía como en los dibujos animados. Después de unos minutos y otras puteadas al pasar, el dolor mermó un poco. Se colocó las ojotas negras y rengueando, se dirigió a la cocina. Era su primer día como acomodador de productos en un nuevo supermercado ubicado en la concha de la lora, al decir de Hugo. Tenía  45 minutos de viaje en colectivo pero él estaba decidido a salir una hora antes, por las dudas. Decidió desayunar algo rápido antes de bañarse. Tenía media hora si quería tomar el colectivo de las ocho. Abrió el primer cajón de la mesada donde se encontraban los fósforos. Siempre dejaba la pava en la hornalla para que se calentara mientras se higienizaba en el baño. Abrió la caja de fósforos y, a lo mejor porque el dedo le seguía latiendo o simplemente porque era medio torpe, la mitad de los fósforos fueron a parar al piso. Ciento once para ser más exacto.  Algunos se colaron entre los dedos y la ojota del pie golpeado. “¡La puta madre, conchalalora…!”, dijo, pero no pudo terminar la puteada. Dio vuelta la caja de fósforos y prendió la hornalla. Decidió no recoger los fósforos del piso, no había tiempo, pero sí lo hubo para agitar el pie y sacar los que ahí se habían posado. Puso la pava al mínimo para darse una ducha rápida antes del hervor. En el baño, Hugo abrió la canilla del agua caliente y la dejó correr un rato, lo que duró en mirarse al espejo y encontrarse con una cara de culo terrible. El golpe y los fósforos le cagaron la mañana, pero esperaba que la cosa mejorara para el mediodía. La barba de dos días no le sentaba tan mal, pero el padre no lo aprobaría, lo había instruido en ir siempre afeitado. Una pequeña barba era dejadez. Una barba completa era peligrosa. Hugo no sabía si estaba del todo de acuerdo con esto, pero nunca se animó a cuestionar al viejo. No tenía tiempo para afeitarse y además el padre ya no estaba ahí, ni en ningún lado. Dejó correr el agua fría y se desnudó. El agua tibia fue lo que terminó de calmar el dedo, pero decidió no enjabonar ese pie por las dudas. Fue un baño apurado: un poco de jabón por ahí arriba y un poco más, abajo. Colocó un poco de shampoo  en su mano derecha y lo llevó a su cabeza. En el trayecto, un hilo del líquido entró directo al ojo izquierdo y, cerrarlo y frotarlo, empeoró todo. “¡Ay!”, dijo Hugo, casi aniñado. Picaba. Ardía. Puso el ojo debajo del agua y logró limpiarlo aunque al pestañear le irritaba un poco. Cuando se estaba secando el cuerpo oyó que la pava silbaba. Era una pava silbadora. Se envolvió en el toallón, y fue a la cocina a servirse una taza de té. Volvió al baño a cepillarse los dientes y a peinarse. El espejo estaba empañado y lo limpió con la toalla de manos. El ojo izquierdo estaba rojo, como aquella noche en que no hizo otra cosa más que fumar. Pero a diferencia de aquella, esta vez era solo un ojo: el izquierdo.  “Parezco Cuasimodo”, se dijo al espejo. Se peinó, cepilló, perfumó y vistió en menos de ocho minutos. Pero esos casi ocho minutos se sumaron a otros y entre todos daban las 06: 49 de la mañana. No había tiempo para el desayuno y el té murió helado flotando en el agua oscura que había teñido su pequeño cuerpo. Hugo se puso la bufanda, primero, y la campera, después. Y salió de su casa. Llegando a la parada vio el colectivo y comenzó a correr. No lo alcanzó. “¡Chofer de mierda, si me vio corriendo, el muy hijo de puta!” Pero ni puteando frenó el colectivo. Miró la hora en el celular: 06:59. “¿Desde cuándo tan puntuales estos?”, pensó Hugo. Diecisiete minutos tuvo que esperar hasta que pasó el siguiente colectivo. En esos diecisiete minutos de espera, Hugo se cagó de frío. El invierno estaba bravo. También se dio cuenta, en esos diecisiete minutos, de que el dedo gordo volvía a latir por la presión de las zapatillas y que el ojo le picaba. Al ojo lo calmó frotándoselo. Pero no hubo caso con el dedo gordo. A las 07:16, tomó la línea trece y consiguió asiento en las primeras filas. Ni bien se sentó, las tripas rugieron pidiendo atención, exigiendo que se las tengan presentes y se les arrojara aunque sea un pan duro, algo con qué entretenerse, pero no había nada para mantenerlas engañadas. La protesta de sus tripas lo acompañó durante las tres primeras paradas, pero después, diez u once minutos más tarde, cederían el protagonismo al grito del dedo gordo del pie derecho y al ojo izquierdo. Cinco paradas más allá, Hugo cedió su asiento a una anciana que moriría tres días después, pero de esto él nunca se enteraría. Igual, entre dientes había puteado el hecho de tener que cederle el lugar a la vieja. Entre las cinco paradas subieron un total de veintitrés  personas, de las cuales, Hugo se dedicó a segregarlas en: a) –Mujeres trabajadoras-ama de casas con carteras grandes o bolsas de compras vacías prontas a llenarse, b) -Hombres-trabajadores con rostros somnolientos y/o de ojos ligeros para con los de las siguientes categorías, c)- Jóvenes-estudiantes y/o trabajadores escuchando música en auriculares y con cara de autismo, y d)- Niños-adolescentes-estudiantes y/o acompañantes de madres, estos se dedicaban a compartir la música de sus celulares a todos los presentes, a hablar fuerte y reír enérgicamente. Hugo notó que, en algunos casos, los del grupo “a” iban acompañados por uno del grupo “d”, sobretodo las del grupo “a” que llevaban bolsas de compras. En un caso notó que una del “a” iba acompañada de un “c” y dos “d”: uno acompañante y el otro estudiante. No estaba de humor para continuar con el juego y lo dejó.  El humor de Hugo empeoró con el viaje. Un “acompañante de madres” no dejaba de mirarle el ojo izquierdo a Hugo. Lo miraba casi horrorizado, lo que hizo que éste se sintiera incómodo y furioso. “¿Qué mirás, pendejo de mierda?”, pensó Hugo, quien desconocía el estado de su ojo irrigado de sangre y crecido. Porque eso había ocurrido: el ojo creció y parecía querer salirse de su órbita, quedando grotesco en comparación a su compañero-ojo. Cuando el colectivo frenó en una nueva parada, Hugo decidió salir del radar visual del pendejo mirón y en el camino, una joven estudiante de sonrisa radiante, cabellos rizados con olor a shampoo de manzana, de piel suave y blanca que Hugo pudo apreciar por el sutil pero hermoso escote y de piernas largas y firmes que terminaban en unos zapatos de mierda con tacos, en unos zapatos que la joven posó, con todo el peso de ese hermoso cuerpo, en el dedo gordo del pie derecho de Hugo. “Disculpá”, fue la palabra que la salvó de la puteada monumental que Hugo tuvo que reprimir así como reprimió el grito de dolor. Y el reprimir le causó un nuevo dolor, esta vez en el pecho, un malestar que le duró todo el trayecto al trabajo. El viaje se le hacía insoportable pero no tenía más alternativas. Más de cinco meses buscando trabajo hasta que dio con él. Hugo se debía bajar tres parada más allá pero el colectivo se encontró con un corte de ruta que retrasó más de media hora el viaje. En esa más de media hora de espera, a Hugo se le ocurrieron dos alternativas: la primera era bajarse y seguir su camino a pie, pero tenía un pie jodido y estaba seguro de que iba a renguear, con lo cual el dolor podría aumentar y dudaba poder soportar un dolor más fuerte, y la segunda era quedarse ahí, parado, agarrado del pasamanos, apretado entre adolecentes inquietos y charlatanes, entre hombres y mujeres puteando, quedarse ahí, entre “qué barbaridades” y “vagos de mierdas, vayan a trabajar”, entre las canciones mueve-culos que salían de los celulares de los adolescentes , entre el autismo de los jóvenes con auriculares, con caras de nada, mirando a la nada. Hugo sentía impotencia, bronca, desprecio por la sociedad toda y por él mismo. Pero lo que más sentía era dolor en el dedo y ya, en todo el pie. Y el ojo, para no ser menos, también comenzó a latirle. Trató de aliviarlo pero solo logró que se le nublara la vista. El colectivo retomó su viaje a las 08: 11. Once minutos de retraso el primer día de trabajo. “¿A vos te parece, pibe?”, le preguntó su padre en su cabeza, con voz de ultratumba y todo. Llegó a las 08: 27 a su primer día de trabajo. Llegó rengueando y con el ojo fuera de órbita. El supervisor lo retó por el retraso y le dio todo un discurso: le habló de la política del trabajo, de responsabilidad, de compañerismo, de ética, de la imagen y de muchas otras mierdas más. Hugo quiso putearlo, mandar todo a la mierda y volver a su casa a comer algo, a fumar algo para aliviar el dolor, para calmar su cabeza, para olvidar al padre, para olvidar a la madre… Para olvidar el mundo. Hugo asentía y pedía disculpas pero al encargado el personaje lo devoró y continuó con el discurso al que le agregó el rol de la empresa en la sociedad, de la imagen de familiaridad que debían dar y sentir “…porque nos tenemos que sentir orgullosos de formar parte de esta familia, de esta cadena de bienes a la sociedad, porque es una responsabilidad que muchos no ven, no aprecian…”, y parecía que tenía un cable enchufado en el orto que le hacía reproducir todo ese mensaje asqueroso, sin sentido, tortuoso y diabólico. Sobre todo diabólico. En mitad de una frase, Hugo se levantó y dijo “¡Andá a la mierda vos, la empresa, tu jefe, el jefe de tu jefe y la sociedad toda! ¡Boludo de mierda!”. Y se fue rengueando y mirando con un solo ojo. Solo quería volver a su casa. Otro día se preocuparía por buscar un nuevo trabajo. A las 23:49 de ese lunes frío de julio, entre cervezas y marihuana, Hugo terminaba de narrarle su día a tres de sus amigos, que ya le habían hecho bromas sobre el ojo y la cojera. Y al finalizar el relato rieron a carcajadas, exagerados, como adolescentes  en colectivo. Y se sintieron vivos, unidos, hermanados con la bronca y los insultos de Hugo al encargado-jefe. Bromearon con que a Hugo le iban a poner un parche en el ojo: “Como un pirata”, dijo Francisco. Y también con que iba a quedar rengo para toda la vida: “Cojo”, agregó Fabián, con doble sentido. “¡Bueeenaaa: La del pirata cojo! Como la de Sabina”, dijo Francisco, y del absurdo del comentario nació la carcajada, y ya no hubo quien los frenase. “Como la de Sabina”, repitió Ruth. Volvieron a reír. A las 23:59 del final de ese día, Hugo sintió que vivía.

11 y 12 de agosto de 2011

viernes, 5 de agosto de 2011

Cassette


“… y la soledad… no es fácil poder decir… buscándote… no te quiero perder… como la luz… encender… late cada vez con menos… soñando qué… buscándote…”  

El cassette que cayó de la caja, dio de lleno con la frente de Manuel y fue como si el golpe hubiese abierto una grieta por donde espiar los recuerdos. Manuel la había nombrado tantas veces que sentía que ya había perdido su significado, ya había olvidado su esencia, y sabía que  no hubo quién la haya nombrado más que él. Como si eso cambiara las cosas, como si eso la hubiese traído de nuevo a su lado, con reproches, caprichos y demás cosas que ya había olvidado de ella: Camila. La caja contenía los libros que ella le había devuelto y que él, alguna vez, le narró a su manera. Ella se mostraba entusiasmada con cada relato. Se había llevado varios pero no leyó ninguno., aunque en conversaciones con amigas, Camila decía estar leyendo y narraba un poco del argumento recordando el relato de Manuel, incluso tratando de poner énfasis en las partes donde él lo había hecho. Camila nunca se cuestionó porqué hacía esto, pero disfrutaba ver a sus amigas crédulas. La caja también contenía algunas cartas de amor que ella escribió con palabras de adolescente, hablando de cuánto lo amaba y de todo lo que él lograba sobre ella. Pero no las releyó. No se atrevió. Temía a los recuerdos. El cassette que lo había golpeado era el que él le había regalado con canciones  de esa cantante que a ella tanto le gustaba, y de tanto  escucharla cantar, le terminó gustando a él también. El cassette donde Manuel le había grabado aquella canción que cantaron los dos una noche, borrachos, como adolescentes enamorados hasta el ridículo. Y así se sintió Manuel los primeros meses sin Camila. Así: al borde de la locura, como en la canción. Pero la muy hija de puta se había encargado de ir borrando cada diez segundo parte de la canción. El casete no le sirvió más pero sin embargo lo guardó en una caja junto a las cartas y a aquellos libros de hojas amarillentas que escondió para olvidar a Camila. ¿Cuántas veces usó ese cassette como excusa para llorar? “… y la soledad… no es fácil poder decir… buscándote… no te quiero perder… como la luz… encender… late cada vez con menos… soñando qué… buscándote…”  El recuerdo era patético por donde se lo mirara, y Manuel se desconocía aunque más se avergonzaba. Recogió el cassette del suelo y lo metió dentro de la caja, junto al resto de historias que no quiso mirar. Lo dejó en el compartimiento más alto del ropero viejo. Miró por última vez su habitación y se cerró la puerta al salir. Esa fue la última vez que vio esa caja aunque Manuel desconocía que esto iba a ser así. Al salir de la habitación, en su cabeza tarareaba la maldita canción de amor que Camila le enseñó y luego borró. Esa noche Manuel comenzaba a vivir junto a Ximena, en un departamento que alquilaron cerca del centro. Mientras Ximena preparaba unas hamburguesas con ensalada mixta, oía a Manuel en el baño tarareando una canción de frases inconclusas, pero que comenzaba a gustarle a ella también.

17 de junio- 5 de agosto de 2011