viernes, 24 de junio de 2011

Lo que no ocurrió (“Chau”)


Charlaban de cómo las sombras de cada uno a veces parecieran adelantarse, como si huyeran de algo, de alguien. También dijeron que las sombras de los árboles siempre proyectaban imágenes tétricas. Silencio. Los dos sentados en la garita, esperando el colectivo. Pasó un perro de pelaje marrón claro, como el café con leche que Francisca le daba a su hermanita antes de llevarla al jardín de infantes. El perro le olió el pie a Gerardo, y se fue. Rieron. Francisca un poco más que Gerardo. Él la observó y le dijo que se parecía a una actriz, pero que no sabía el nombre de la misma. “¿En qué películas trabajó?”, preguntó interesada, Francisca. “Uh, soy malísimo con los nombres de películas”, dijo Gerardo, avergonzado porque en realidad nunca le había prestado atención al cine y sabía que a ella sí le importaba el tema. “Bueno, pero contame más o menos de qué se trataba la película en que la viste”, insistió ella. Y Gerardo no encontró otra salida que mentir, que inventarse un argumento, una mezcla entre un drama y thriller, olvidándose por completo que no sabía mentir y mucho menos inventarse una historia. Francisca se dio cuenta que lo estaba inventando porque no era muy coherente el argumento, pero lo dejó seguir un rato más, hasta que se cansó y dijo: “No, ni  idea de quien puede ser la actriz”. Gerardo prendió un cigarrillo y asomó la cabeza afuera de la garita para ver si aparecía algún colectivo que lo sacara de esa situación. La tarde había sido fresca así que los planes que había hecho de invitarla a la plaza fueron descartados y en remplazo estuvieron toda la tarde en la casa de él, mientras la madre dormía la siesta. Se la oyó toser un par de veces y él tuvo que explicar que andaba mal de salud. Tomaron mates mientras hablaban de cosas sin sentidos y callaron tantas otras. La radio estuvo encendida todo el tiempo e hizo que los silencios tuvieran música, lo cual alivió a Gerardo, pero no le prestaron mayor atención salvo cuando sonó la canción que a los dos les gustaba. Hablaron un poco del cantante aquel. Francisca dijo tener casi toda la discografía. Gerardo dijo que él igual pero que en la computadora. Ella hizo un gesto que él no supo descifrar pero no le gustó ni un poquito. Aunque eso también se lo cayó. Estuvieron casi dos horas charlando. Hubo risas, silencios (con música), preguntas, respuestas… Gerardo esperaba la despedida para “pasar a otro nivel”, como le decía a sus amigos. A Francisca le molestaba la espera, deseaba estar en su casa, tenía que llegar a cocinar, quería leer un poco antes de acostarse. La tarde le fue agradable pero Gerardo comenzaba a aburrirla, a ponerla fastidiosa. “Che, no pasa más el cole” dijo Gerardo, solo por decir algo, desconociendo que a veces es mejor callar. Pero es que a él le incomodaban los silencios, nunca los supo disfrutar. “Chocolate por la noticia”, pensó adolescente, Francisca. El colectivo tenía un retraso de veinte minutos. El perro volvió a la garita y se acercó a Gerardo “¿Qué pasa, chiquito? ¿Estás solito?”, preguntó aniñado, Gerardo, mientras le acariciaba el lomo y las orejas. El perro movía la cola e intentaba saltarle encima. Francisca los observó y sonrió. Le pareció una escena tierna y Gerardo se le antojó más interesante, solo por ese gesto y por la voz impostada, la voz aniñada. “Allá viene uno”, comentó Gerardo y se puso de pie. El perro lo observaba, esperando a que él volviera a acariciarlo, no entendiendo por qué se detuvo. Francisca se puso en pie en el momento que él le hacía señas al colectivero para que se detuviera. Ambos se pusieron nerviosos ante la despedida. Ella estaba convencida de que él no se animaría a besarla. Él pensó que ella lo rechazaría, pero bueno, que con intentarlo no perdía nada, de última pediría disculpas si fuera necesario. “Chau”, dijo Francisca y rozó su mejilla con la mejilla de Gerardo. “Chau” dijo Gerardo, más por costumbre a responder con la misma palabra en una despedida, que consciente  de la despedida misma, el momento que esperaba, el “otro nivel” que le pasó por enfrente y se lo llevó el colectivo. No ocurrió lo que esperaba, no sintió los labios, ni siquiera en la mejilla y él sólo había dicho “Chau”. Miró al colectivo irse. Leyó que en la parte de atrás había un número de teléfono para quejas, emergencias y demás. Se rió al pensar que debería llamar quejándose por lo que no ocurrió con Francisca, y pensando en esto abandonó la garita y se fue caminando a su casa que quedaba a dos cuadras nomás, acompañado del perro marrón clarito al que le puso de nombre “Chau”.

17 y 19 de junio de 2011

viernes, 17 de junio de 2011

Amar(se)


Amar(se)

La mala leche de la gente
La leche cuajada
 Rancia, vomitada,
Abortada
En la mano, en el piso, en el pantalón
En la piel, en el azulejo, en la tela

El miedo y el placer mezclado en el cuerpo
El asco y la lujuria
Lo desconocido y lo anhelado
Mezclado en el cuerpo
En las tripas, en los huesos y el corazón
Mezclado en el cuerpo
En las manos calvas
Que luego peinaría canas invisibles
 Sin culpas…

Manos que ya conocen otras pieles
Que tocan sin miedo, seguras,
Sin complejos ni dudas…
Sin miedo a amar(se)
 Sin culpas
A amar(se)


7 de junio de 2011

viernes, 10 de junio de 2011

La carta


La casa era humilde. El techo de chapa había dejado filtrar la lluvia de la noche anterior que humedeció las paredes de bloques sin revocar y creó goteras por todos lados. Una mesa de madera rústica donde Julia gravó su nombre con un cuchillo serrucho. Un sillón con la pata caída, cubierto por una frazada para ocultar lo estropeado del tapizado, adornado con unos almohadones hechos por las mismísimas manos de Doña Teresa, la madre de Julia y de Mercedes, “La Chola”. La cocina era a garrafa y otra a leña. El televisor estaba sobre el mueble más grande y más nuevo de la casa. En el mismo mueble se encontraba una radio vieja y algunos adornos y fotos de Don Ubaldo Suazo, Dios lo tenga en la gloria. “Él mismo levantó la casita toda, con sus propias dos mano, ¡vieras vos!”-, sabía decir Doña Teresa a quien quisiera escuchar, orgullosa de su hombre. Por fuera, la casa mostraba una puerta blanca mal pintada, donde en ciertas partes dejaba ver que alguna vez fue azul. Los dos perros que estaban atados a un costado de la puerta, junto a sus cuchas hechas con chapas y sostenidas con bloques, con piso de cartón y trapos viejos o trapos que el viejo dejó y que no le hallaron otro uso; los dos perro estaban encerrados por una tranquera que se sostenía por un alambrado, de un lado, y unas redes del otro. Con este panorama se encontró Beatriz cuando golpeó las manos detrás de la tranquera. “Pata floja”, tal era el nombre que recibía el ovejero alemán negro, el más viejo y el más querido por la familia, pero también el que más visitas mordió, ladró y corrió violentamente hasta lo que le permitió la cadena que lo ataba, mostraba los dientes filosos estirando los labios y arrugando el hocico. Beatriz se puso nerviosa y estiraba el cuello tratando de ver a alguien. La tranquera estaba a unos pasos de la puerta blanca. Doña Teresa, que en ese momento ponía a calentar la grasa que tenían en una lata de dulce de membrillo, escuchó el ladrido de Pata floja y la voz de una mujer. Salió a ver qué ocurría.

-¿A quién busca?- preguntó secamente, Doña Teresa

-¡Teresa, ¿no me reconocés?! Soy yo, Beatriz, la mujer del Tarta Jiménez.

 “¡La mujer del Tarta Jiménez!, ¿¡quién no la va a conocer!?”-pensó Doña Teresa, pero se lo calló así como se calló todas las veces que vio que Don Ubaldo le tocaba la pierna y un poco más , a la mujer del Tarta y la muy desgraciada se dejaba tocar… Estos pensamientos pasaban por la cabeza de Doña Teresa mientras iba hasta la tranquera a abrirle a la mujer del Tarta Jiménez.

-¡Beatriz, qué cambiada estás! ¡Casi no te reconozco!

-Tenía miedo de entrar por los perros. Me enteré que uno mordió a la nena de la Marta, ¿es verdad?

-¡Ah, callate, Beatriz! No me hagás recordar a esa pobre criatura. El Pata nos salió bravo, pero en realidad es bueno. Se puso nervioso nomás. Y ahora la Marta me quitó el saludo, vieras vos- dijo Doña Teresa, con los ojos tristes y mirando el suelo pero enseguida se repuso y agregó- Pero pasá, Beatriz, si no hacen nada. ¡Pata, vaya pa`ya, carajo!

-No quería molestarte, pasaba a saludarte nomás. Hace un montón que no te veo. Ya no vas más a lo de Juana a comprar las verduras.

Doña Teresa no escuchó nada de todo lo dicho por Beatriz. Estaba concentrada en la tranquera, que tenía sus mañas.

-Perá que te abro la tranquera que tiene sus mañas, perá- y tiró con fuerza para adentro hasta lograr abrirla- Los hombres hacen las cosas pesadas y que sólo ellos pueden manejar. La Julia y yo tenemos el mesmo problema con la tranquera, pero La Chola le sabe todas las mañas, vieras vos como abre la tranquera esa chica. Ahí tá, ve. Pasá. 

-¿Cómo andás, querida? ¡Tanto tiempo!

-Lo mesmo digo. Hasta que te acordaste de los pobres- dijo Doña Teresa mientras conducía a Beatriz hasta la puerta, evitando que el Pata se le acercara y puteándolo al pasar.

-¿No te enteraste? Anduve por Buenos Aires- dijo Beatriz, mirando el interior de la casa.

-Algo escuché yo, pero no presté mucha atención. ¿Y a qué te juiste?

-Fui a conocer el departamento de la Vero, que está estudiando allá, ¿te acordás? 

-¿Y qué es lo que anda estudiando?- preguntó la dueña de casa y enseguida puso agua para el mate- Llegaste justo para las tortas fritas. Yo preparo el mate y vos lo cebás así frito las tortas.

-Yo preferiría un cafecito o un tecito, si no es mucha molestia. Es que ando mal del estómago. No se si fue el avión o qué, pero desde que llegué que ando así, media mala. 

-Tecito va tener que ser porque café no me quedó y en todavía no cobró La Chola, y eso que ya vamos para el quince de mes.

-¿Y dónde está trabajando La Chola?- preguntó ojeriza Beatriz y Doña Teresa, que de chinita se despertaba antes que cualquier gallo se percató de la sarna en la pregunta de la visita. Ella estaba al tanto de los rumores que se corrieron sobre La Chola después que tuvo al Gringuito. Pero ella era la madre de La Chola y ella la crió muy bien, por lo tanto sabía que su hija trabajaba en un bar nocturno pero, a no confundirse,  La Chola era moza. Fue la Miriam la que inventó aquello de “otros servicios”. Pero todos saben que la Miriam le tiene pica a La Chola, porque el Gringo la eligió a ella, a La chola, la marimacho, la varonera, la camorrera del barrio, y bien lindo y buenito que le salió el nieto a Doña Teresa, quien respondió mirando desafiante a su visita:

-Trabaja en la Santa Helena, la pesquera. Ahora está de supervisora de planta. Gana bien, gracias a Dios- dijo y se persignó- Ella me regaló el mueble. Me salió trabajadora La Chola y eso no lo puede negar nadie.

-No no, nadie- respondió avergonzada, Beatriz.

-Y contame vo, ¿que es lo que hace tu hija en Guenos Aires? 

-Está estudiando para letras y para filosofía. Va a ser licenciada.

-Mira, ve. ¿Y de hace cuánto que se jué? 

-Ya va a ser tres años, ya. Pero está contenta porque este año ya puede dar clase en la escuela, porque la licenciada es más que la profesora, ¿sabías vos?

-Mira, ve. No, no sabía nada. Yo de eso no entiendo mucho. La que me salió estudiosa acá, jué la Julia. Cada dos por tres sabe andar con los libros bajo el brazo, y después yo le pido que me cuente lo que lee y si vieras vos, Beatriz, lo lindo que lo cuenta si hasta parece que lo veo como en la tele, cuando teníamos el cable, porque ahora lo cortaron, si no te digo yo que a La Chola en todavía no le pagan y ya estamos a quince del mes.

-Si, por eso yo le digo a Vero que tiene que terminar, porque a veces extraña mucho si por eso fui yo para allá, para que no se sintiera tan sola. Vos vieras lo que es la ciudad, no te lo podés imaginar. Pero no conocí mucho porque nos tocó días malos, de mucha lluvia, así que nos quedamos en el departamento de Vale. Me mostró todo lo que tiene para estudiar, vos vieras. Pero se hace un tiempo y trabaja también.

-Mira, ve. En cambio a la Julia no la puedo mandar a hacer nada que se queja. Esa si que salió vaga. Solo el estudio y la lectura nomás.

-Pero está bien, Teresa, ella piensa en su futuro. Si podés mandala a estudiar y que se reciba de algo, lo que sea, pero que tenga un título. Sino ¿qué? ¡Se va a morir limpiándole la casa a los Rodríguez!

-Su madre limpió la casa de los Rodríguez y bien en pie que está. Vos sabés, Beatriz, que si yo pudiera les daría todo a mis hijas y mi nieto…

-Sí, lo sé.

Doña Teresa le dio la espalda con la excusa de poner las primeras tortas a la grasa que hervía. El ruido que produjo el contacto de la masa y el aceite, tapó el pequeño gemido que soltó Teresa para no llorar. Sabía que Julia nunca iba a poder estudiar. Sirvió el té para Beatriz y puso otra pava al fuego para cebarse mates sola. 

-Por suerte a la Vale le va bien en la universidad y en un año se recibe. Está vendiendo perfumes también. Pero de esos caros, no de los catálogos que se venden acá. Traje algunos para mostrarte- dijo Beatriz mientras buscaba apresurada su bolso. No notó que al sacar el muestrario de perfumes cayó un sobre de su cartera y fue a parar debajo del sillón al que le faltaba una pata. Una semana estuvo el sobre hasta que lo encontró La Chola, una tarde, limpiando.

-Mirá, este es un Carolina Herrara original. Es el perfume que usan las modelos y las actrices, me dijo Vale. Y es el más caro. Mirá, olé que rico huele.

Y Doña Teresa Olió y recordó su juventud, cuando Don Ubaldo la comenzó a cortejar en el Ferro, el bar al  que ahora iba su hija, La Chola los fines de semana. Y recordó el día que Don Ubaldo se acercó hasta la casa a pedirle permiso a Don Guzmán, para que La Teresita lo acompañe a la bailanta, y ahí nomás se lo ganó al viejo y hablaron del futuro. Pero el presente la encontraba sola a Doña Teresa, que decía:

-Mmh, qué rico, huele como a flores, ¿no? Pero yo ya no estoy pa´ esas cosas. Eso es pa´ la juventú- dijo, resignada y se cebó el primer mate.

-Pero a lo mejor a La Chola y a La Julia les gusta y compran uno. Yo se lo dejo y paso otro día a ver si encargaron algo. Sin compromiso, eh. Mi hija me va a mandar los perfumes de Buenos Aires y yo los reparto y después le envío la platita. Ella tiene un montón de clientas en la universidad.

-Mira, ve. Los jóvenes se adatan muy rápidos a los cambios de la vida. En cambio a una le cuesta tanto olvidar y adatarse a los cambios. Si parece ayer que mi Ubaldo estaba sentado ahí- dice, y señala con la cabeza la silla de Don Ubaldo. Y larga un suspiro para evitar las lágrimas, que hace seis años amenazan con salir en todo momento.

-Era tan bueno tu marido… Pero una tiene que estar de pie por las hijas, Teresa. Por suerte mi hija me salió bien agradecida y cuando se reciba nos va ayudar con una platita mensual, porque, no sé si te enteraste, pero el Tarta está muy mal de la sangre parece, pero para mi que es el vino. Él toma mucho y no me hace caso. Se enoja si le digo algo. Y esto la nena no lo sabe porque es capaz de dejar todo por el padre.

Teresa asiente, como si la escuchara, pero en realidad está pensando en que ya van a ser las siete y media, tendría que estar calentando el agua de la olla para que La Chola se llegue a bañar. Y la Julia debe estar viniendo para acá, ya habrá pasado a buscar al Gringuito por el jardín. Espero no les haga tanto frio. Por suerte La Chola cortó leña para toda la semana. Y toma otro mate. Las tortas fritas salieron calientes pero a la invitada no le importó y agarró una del plato. A las ocho menos cuarto, Beatriz decidió dar por terminada su visita. Se despidió de Doña Teresa y volvió a pasar el jueves a retirar el muestrario de perfumes que nadie le compró: “Y esta se piensa que acá viven ricos. Ni la Carolina Herrera me va a traer pa´darle de comer al Gringuito si no cobro”, se oyó decir una noche a La Chola.

El día que apareció la carta, La Chola había faltado al trabajo y decidió limpiar la casa. Dio vuelta todos los muebles y los cambió de lugar así parecía un lugar nuevo en un mismo espacio viejo, triste y frio. El sobre tenía escrito el nombre completo de Beatriz con una letra torpe pero clara. “Ah de ser de la Julia que ya anda noviando”, pensó La Chola, que no sabía leer y recogió el sobre que dejó en la mesa hasta que llegó la Julia, que traía de la plaza al Gringuito. Esa noche, después del estofado que se mandó la dueña de casa, La Chola se acordó de la carta y se la entregó, delante de la madre, a Julia. 

-Tomá. No andés perdiendo tus cosas.

Julia la miró sorprendida y tomó el sobre.

-Tiene el nombre de Doña Beatriz, la mujer del Tarta Jiménez. Lo manda la Vale, parece.

-¿Ve, y eso, que hace acá?- preguntó intrigada Doña Teresa

-Pero leela, tonta, a ver que dice la otra sonsa de la Vale. ¡Leela te digo!- dijo impaciente, La Chola, que no hallaba como sentarse ya.

Y la Julia leyó, y lo hizo muy bien, deteniéndose para aclarar y burlarse de algunos fragmentos de la carta, algunos errores que cometía la futura licencia en letras:

“… y cuando venda algunos de los perfumes, mándeme la plata, mamita, porque usted sabe lo que me cuesta esta pensión… la vieja mañosa de la pensión me hace apagar la luz a las dies de la noche, viera usted mamita, y ahí es cuando más lloro yo, cuando más extraño al Tomás (…) y todavía no pude ingresar a la unibersidad , como usted sabrá, madre, trabajo todo el día limpiando la casa de la patrona, que es buena conmigo y me regaló un pulóver de lana porque se le había corrido un punto(…) y el pulóver se lo voy a regalar para cuando vuelva a venir, y vaya una a saber cuando la volverán a traer los vientos a la ciudá (…) y en cuanto pueda mándeme la platita así pago la pensión que sino me corren a la calle y la calle está brava por acá (…) y que usted sabe, madre, que papá no se tiene que enterar que en todavía no ingresé a la universidad porque se va a malear más de su problema en la sangre(…)”

Las tres mujeres se rieron toda la noche y le pedían una y otra vez a la Julia que leyera la carta “de la licenciada de las letras y de la filosofía”, decía Doña Teresa, que en realidad lo pedía porque disfrutaba ver a la Julia leyendo, tan clara, tan correcta, burlándose de esa carta mal escrita, “porque la Julia escribe las mejores cartas, vieras vos lo bien que escribe esa chica”, comentaba donde podía Doña Teresa, orgullosa de sus hijas. 

Beatriz dio vuelta su casa buscando la carta de la Vero, pero el sobre ya había sido consumido por el fuego de la estufa a leña de Doña Teresa. La carta quedó olvidada en una de las cajas donde la Julia guardaba sus poemas y novelas. 

9 y 10 de junio de 2011

viernes, 3 de junio de 2011

Humedad


Fue con Gladys la bomba Tucumana que arrancó el baile. Ese “Negrito cuando yo bailo, si bailo de noche y día, a todos los vuelvo locos con mi pollera amarrilla…” cumplió lo dicho y enloqueció a todos. “Noche de recuerdos y cumbia”, decía la publicidad en la radio, y Marcela sabía que esa era su noche, y estaba dispuesta a hacer todo para que sea inolvidable… Y comenzaron los roces entre Esteban y Marcela, en ese boliche al que todos los viernes, religiosamente iban. Él ya le había tirado algunas indirectas que ellas las sintió bien directas pero no se hizo cargo.

 Pero esa noche sí tenía ganas de hacerse cargo y de mucho más.

Marcela disfrutaba de la cumbia. Sus primeros recuerdos son de cuando la bailaba en los asados y cumpleaños familiares y en las fiestas de fin de año. Siempre disfrutaba de “La Tetamantis” cantando “qué  bello cuando me amas así, y muerdes cada parte de mí… “, aunque cuando era chica no sabía bien a qué se refería la canción. Pero ahora, Marcela había crecido y sabía lo que podía provocar una canción así, cantada al oído de un muchacho que ya iba por el cuarto vaso de Fernet con Coca. Vaso de litro que compartía con Marcela y los amigos.

Esteban sintió el roce de los labios de ella en su oreja, sintió el vaho tibio que ella dejó escapar cuando pronunció la palabra “muerdes”, sintió una corriente que le recorrió toda la espalda, que erizó todos los vellos del cuerpo, hasta los más imperceptibles, y desembocó  en su entrepierna, que inevitablemente rozaba  la cintura de ella. Esteban se sintió incómodo, pero animado a avanzar un poco más. El Fernet lo envalentonó.

Bailaron toda la noche y a medida que el alcohol aumentaba su efecto, aumentaba la excitación. En un momento se acercó Sonia, la amiga y le pidió que la acompañara al baño. Esteban odió por dos segundos a Sonia, pero casi ni se percató de ello. Buscó a Julio y con la mirada le comunicó que estaba todo bien con la minita. Julio sonrió y movió la cabeza. Después se acercaron y Esteban trató de explicarle lo que le estaba pasando, pero sus palabras no traducían lo que él sentía. Julio, como siempre intentó hacerle  creer que lo entendía por completo, aunque Esteban ya sabía que no lo entendía. Pero esto nunca se lo hizo notar a Julio. No quería herirlo. 

En el baño, Marcela le advirtió a Sonia que si no la encontraba a la salida, que volviera al barrio   porque ella a lo mejor se iba con Esteban. Dijo “a lo mejor” cuando ya sabía que no volvería a casa con su amiga. A Sonia no le gustó la idea, pero decidió callárselo. Conocía a su amiga. Ambas se mojaron el pelo antes de volver a la pista. Las gotas fueron humedeciendo la espalda de ella. No sería lo único húmedo esa noche.
La noche, como prometió, trajo recuerdos. Recuerdos que hicieron llorar a Marcela, quien terminó llorando en el hombro de Esteban. Fue Gilda quien logró robarle algunas lágrimas a la joven. Gilda y la borrachera que dominaba su cuerpo. De una forma u otra, Marcela siempre terminaba ebria, aunque esta vez se controló. Hubo veces en que era peligrosa, o eso se decía.

Quisiera no decir adiós pero debo marcharme…”, cantaba Gilda, y Marcela se emocionaba. Pensó en el padre, que no supo quererla sin tocarla. Pensó en la madre, que nunca dijo nada aunque siempre lo supo. Pensó en el hermano “¿qué será de él?”, se preguntó Marcela, pero Gilda dijo aquello de  “…no llores, por favor, no llores, porque vas a matarme…”, y ella no obedeció, al contrario, el llanto le invadió el cuerpo, y Esteban no tuvo más remedio que besarla, para calmarla. Olvidó al hermano al instante. Al hermano, al padre, a la madre, a Gilda. Sus sentidos se centraron en esa lengua húmeda así como en aquello que rozaba su cintura.

A Esteban no le terminaba de gustar la música, pero tampoco le interesaba mucho lo que sonara. Él estaba pendiente del escote de la morocha que bailaba con él. Sus manos agarraban firme la cintura de ella y los roces ya eran intencionados. Él sabía que ella también lo disfrutaba, aunque no entendía por qué ella seguía llorando. Optó por besarla aunque sintió miedo al rechazo. Esteban se pasó la vida siendo rechazado por todos. Pero Marcela recibió su lengua, que sabía a Fernet y a humo de cigarrillo, y el se sintió, después de muchos años, aceptado. Y excitado. Pensaba que el jeans iba a explotar. Pero Esteban no sabía que él era exagerado.

Cuando Gilda iba por aquello de “yo por ti volveré, tú por mí, espérame…”, la pareja se franeleaban frente a todos, aunque nadie les prestaba mayor atención. Escenas así se daban todos los viernes. Esteban propuso salir de ahí, buscar otro lugar y Marcela aceptó. La remera se le pegaba al cuerpo por la transpiración. La humedad en todo el cuerpo….

La humedad en las paredes, en las frazadas… La casa se llovía. La humedad siempre estuvo presente. Cuando el padre se metía a la cama de ella, ebrio: la humedad. Cuando la madre la golpeaba con odio: la humedad. Cuando el hermano se fue para no regresar: la humedad.

Y ahora la humedad se hacía presente de nuevo, pero ya no hacía doler los huesos ni el orgullo. 

Salieron del boliche rumbo a la casa de Esteban. Se detenían en algunas esquinas para seguir disfrutándose. La noche se iba haciendo día, el rocío humedecía la ciudad. Marcela se dejó querer porque quería querer ella también. Quería sentirse querida esa noche. Solo esa noche.

Sin saber porqué y mientras Esteban invadía su cuerpo, su sexo, Marcela recordó cuando el hermano le pedía que se disfrazara de Lía Crucet o de Gilda y le interpretara alguna canción. Ella obedecía gustosa, porque sabía que el hermano reiría con ella. Y no pudo evitar la humedad en sus ojos como no pudo evitar la de su sexo. Aferró la cintura de Esteban con sus piernas, sintió sus vellos rozando los de él y oyó el sonido que producían sus sexos. Lloró, una vez más pensando en el hermano. No volvió a ver a Esteban después de aquella noche aunque él insistió.

Al otro día, encerrada en su habitación, a los veintidós años, Marcela volvió a disfrazarse de Lía Crucet y frente al espejo cantó y actuó para el hermano ausente: “En tu pelo tengo yo el cielo, en tus brazos el calor del sol, en tus ojos tengo luz de luna, en tus y en tus lágrimas sabor del mar, en tu boca hay un panal de mieles y en el cielo escucho ya tu voz, por tu pelo y por tus brazos, por tu ojos y tu boca, por tus lágrimas y voz, me muero…”, y se sintió niña nuevamente, se sintió inocente, pura... Seca.





20 de mayo- 3 de junio de 2011