viernes, 27 de mayo de 2011

La habitación de mamá

Alexis se levantó temprano y así como estaba, con el piyama puesto y sin lavarse la cara, se fue al living de la casa a mirar televisión. Le gustaba mirar a solas Cartoon Network; casi toda la programación de ese canal le gustaba y lo entusiasmaba. Estuvo más de dos horas frente al televisor cuando cayó en la cuenta que ni la madre ni Alejandro, su hermanito, se habían levantado aun.

Primero fue a despertar a Alejandro así miraban un poco más de televisión antes que se levantara la madre: “Ale, levantate. Están dando “Don Gato y su pandilla”. Dale, levantate”- dijo Alexis, pensando en que era el hermano mayor y, por lo mismo, Ale se tenía que levantar. Ale se levantó enseguida y dijo: “Bueno, pero me preparás la leche” “Bueno, dale”- respondió Alexis, entusiasmado. Y fueron los dos a mirar televisión.

Cuando se aburrieron, después de que ambos tomaran una taza de leche con galletitas y un par de alfajores que Alexis sacó de la alacena donde la mamá los escondía, Alejandro, que era dos años más chico que Alexis, le dijo que despertaran a la madre así cocinaba. Alexis fue hasta la habitación de la madre y entró sin pedir permiso. La madre yacía sobre la cama, con el camisón de todas las noches, el pelo suelto, la cara pálida, los labios morados y los ojos cerrados. Parecía dormir pero no dormía. No vivía.

Alexis lo supo apenas la vio, pero no sintió nada especial. Se acercó a su madre y le tocó el rostro. Fría, casi helada. La tapó con la frazada, hasta los hombros. Le dio un besó en la frente y salió de la habitación. “Mamá dice que hay hamburguesas en el freezer. Que las metamos al horno y comamos nosotros. Le duele la cabeza y va a dormir un rato más, así que no entres a despertarla ni a molestarla, ¿entendiste?”- interrogó Alexis, poniendo cara seria. Alejandro asintió y sonrió: “Bueno, pero si cocinás vos

La madre comenzó a dejarlos solos desde que Alexis tenía siete años. Le enseñó a calentarse la leche y a prepararle la mamadera a Alejandro, a ir a comprar al almacén y cruzar la calle solo, a prender la cocina: hornallas y horno. La madre los educó bien. El padre nunca estuvo y Alexis creció sabiéndolo. La madre, todos los días, antes de irse, le explicaba al hijo por qué mamá tenía que salir a trabajar y él la tenía que ayudar cuidando bien al hermanito. Y Alexis fue en lo primero que pensó cuando vio a la madre en la cama: en Alejandro, que se quedó sin mamá. Sin caer en la cuenta de que él también había quedado huérfano.

Como a las cinco de la tarde Alejandro volvió a preguntar por la madre y Alexis se levantó del sillón, fue a la cocina y sirvió agua en un vaso, “Mamá me pidió un vaso de agua y dijo que ahora me daba plata para comprar algo para comer a la noche. Ella no se va a levantar, se siente muy mal”- mintió Alexis. Y Alejandro le creyó.

Así logró mantener a Alejandro todo el día alejado de la habitación de la madre. Fueron juntos al almacén de los Quiroga, compraron pan, papas, leche, huevos y una caja de té. Don Quiroga preguntó por la madre y Alejandro se adelantó a decirle que estaba enferma. “Pero ya se siente mejor”- agregó Alexis, dándole un codazo al hermano más chico mientras medio que lo arrastraba hasta la puerta del almacén.

Pasaron tres días y Alejandro comenzó a preguntar más seguido por la mamá.Cuestionó el por qué de la negativa de entrar a la habitación de la madre. “Porque ella me dijo que te podía contagiar. Al final tiene sarampión, ¿te acordás que yo tuve?, bueno, vos no lo tuviste y te podés contagiar, por eso no podés entrar”- respondió Alexis, que ya no sabía qué excusas darle al hermano. “Pero la extraño”, dijo Alejandro y no pudo evitar que le temblara el labio inferior y mucho menos, evitar el llanto. Alexis lo abrazó. Quiso llorar pero no pudo.

La primera semana sólo había llamado por teléfono la vecina del frente preguntando por la mamá, porque hacía días que no la veía. “Es que está descansando porque esta es la última semana de vacaciones. El lunes ya arranca con el trabajo por la mañana y la tarde”- dijo Alexis, con la voz más natural que pudo poner. La vecina no volvió a llamar y se enteró de los hechos cuando vio la ambulancia en la puerta de sus vecinos, unas semanas después.

A la semana siguiente, Alexis volvió a atender el teléfono y esta vez llamaba el encargado de la planta del sector “B” de la pescadería “Pespasa”, sector en donde trabajaba la madre. Alexis dijo que la madre había conseguido otro trabajo y que no había tenido tiempo para presentar la renuncia, pero que en los próximos días lo haría. El encargado le creyó y se despidió secamente. Alexis se rió de su mentira.

Alejandro no volvió a preguntar por la madre. Lo que había comenzado a sospechar unos días atrás lo terminaron llevando hasta la habitación. Cuando la vio, le dio miedo pero enseguida lo invadió el llanto, la pena, la soledad… la falta de la madre. Alexis, que lo había visto levantarse de la cama, apareció por atrás y dijo: “Si alguien se entera se la llevan, Ale. No dejemos que nos quiten a mamá” Y esta vez, los dos hermanitos lloraron abrazados. Después se metieron a la cama, a dormir abrazados con la madre. Alejandro lloró unas horas más hasta quedarse dormido, con el pelo castaño sobre el pecho muerto de la madre y el brazo de ella, abrazando el cuello del hijo. Alexis se durmió enseguida, dándole la espalda al cadáver de la madre.

A partir de ese día, los dos hermanos comenzaron a dormir con la madre. Alexis lo hacía más para ver tranquilo a su hermanito. A él no le interesaba estar cerca de la madre. Él siempre la quiso, por eso no entendía porqué no le afectaba la muerte de ella. Algunas noches llevaban el televisor hasta la habitación de mamá y miraban dibujitos o alguna película de Disney, con sus mundos fantásticos y perfectos hasta la arcada. A veces lo apagaban, pero descubrieron que el silencio los ponía nervioso y les daba miedo, así que optaron por dejar el televisor prendido todo el día, con el volumen alto. Así pasaron unas semanas más. Así los encontraron.

Los hermanitos se habían refugiado en la casa por unos cuantos días. Sólo salía por la mañana a comprar al almacén de los Quiroga. Fue Carla, la vecina de la casa contigua quién se acercó a golpear la puerta y al no recibir respuesta, se atrevió a agarrar el picaporte y entrar. Encontró todo en orden, aunque su nariz captó un breve olor nauseabundo que fue acrecentando mientras se acercaba a la habitación de la madre. De la puerta colgaba un cartel hecho por algún niño con cartón, diario y pegamento. Lo había pintado de verde y las letras con marcador rojo decían: “La habitación de mamá”, y dos huellas de las manitos de un niño decoraban el comienzo y final de la oración. Dos manitos rojas que parecían chorrear sangre, pero era pintura nomás. Carla encontró a Alexis y a Alejandro durmiendo con un cadáver que algunas semanas atrás había sido su madre. Sintió que las piernas se le aflojaban pero logró sostenerse del picaporte. Cuando las sintió firmes de nuevo, huyó y dio aviso a todos los que quisieron y a los que no quisieron escuchar también, de que los nenes de la esquina habían matado a la madre.

En Deseado, algunos siguen afirmando que los hermanitos mataron a la madre. Otros hablan de una versión parecida a esta, aunque con el final cambiado: dicen que el hermanito mayor mató al más chico y pensaba suicidarse. Dicen que ahora está en un loquero. Pero en Deseado siempre dicen y dicen y todas las historias tienen distintas versiones, porque somos bastantes imaginativos… o porque nos aburrimos y nos gusta más nuestras propias versiones. ¿Quién sabe? Lo cierto es que esto ocurrió de alguna manera y todas las versiones conducen a lo mismo: a la habitación de mamá, a la historia de los hermanitos.

11 y 27 de mayo de 2011

viernes, 20 de mayo de 2011

“MuerTiemedad”

…….,......Y……………………al…………………;…………….argumento
….el viento…………!…………. voló…………y se perdió………¡……

Al otro día se encontraron algunas
Palabras desparramadas
Por el patio.
“Hielo” se derritió a la luz del sol,
Dejando un rastro húmedo
Señal de la muerte lenta que sufrió.
“Amor” fue pisoteado por el perro
Que mordió la O hasta desinflarlo,
La R, espantada, fue a parar bajo el tronco de un árbol
Que dejó caer algunas hojas para cubrirla
Pero la muerte llegó hasta por debajo de las hojas
….y más.
Irónicamente, “Juntos” terminó separado,
Partido por la mitad.
“Humo”, milagrosamente no se evaporó,
Pero terminó junto a su fiel amigo “Fuego”,
Ahogados en el charquito que la lluvia dejó.

…….,......Y……………………al…………………;…………….argumento
….el viento…………!…………. voló…………y se perdió………¡……

Tres palabras quedaron enredadas
En uno de los arboles:
“Muerte”, “Tiempo” y “Soledad”,
Que, de enredadas, parecían una sola:
“MuerTiemedad”,
Lo que llevó a pensar
Que el relato no era bueno
Y que el viento lo deshizo…
Porque era más sabio que su autor…

19 de mayo de 2011

viernes, 13 de mayo de 2011

El diálogo

A la luz de una vela se dio el diálogo. El viento comodorense estaba más bravo que nunca esa noche, y recién comenzaba otoño.”El invierno va a ser bravo”, pensó Horacio. El cielo gris cubierto por nubes rojizas y la tierra que el viento le tiraba a la cara, a los ojos de Horacio, quien no pudo evitar que le robaran un par de lágrimas. Esa noche, el tiempo pareció detenerse y la luz se tomó unas horas de descanso. Horacio quedó aislado en su casa: sin televisión ni radio, sin internet ni celular que funcionen.

Llegó a su casa a las diez y veinte de la noche. Sus amigos lo acercaron porque a fuera no se podía caminar, el viento arrasaba con todo. En el trayecto bromearon sobre la situación, a la que compararon con la película Twister o con el escenario de una mala película de terror yankee. Sabía que en su casa iba a estar solo, una vez más. Pero no le importó, estaba cansado y solo pensaba en dormir.

Entró y fue directo al primer cajón de la mesada donde sabía, estaban las velas: dos pedazos por la mitad. Prendió ambas pero a los segundos decidió apagar una por si hacía falta más a delante. Armó uno y lo fumó a la luz de la vela. Después sí, prendió un cigarrillo.

Fue con el reflejo del encendedor que se dio cuenta que, otra vez, no estaba tan solo como creía. Horacio miró la silla que tenía frente suyo y la vio. Esta vez no se asustó tanto. De a poco se le fue haciendo costumbre su visita. La primera vez fue cuando él tenía once años. Ahora tenía veinticinco. Sabía que no venía por él.

Vestida de negro, como siempre, con el pelo largo y lacio que le tapaba el rostro (¿tenía rostro?). Parecía un bulto de ropa sucia y negra, como si alguien lo hubiese olvidado en la silla. Pero hablaba. Y dijo:

-Van a ser once, esta vez- Su voz era helada y distante, sin embargo atraía. Horacio se preguntó si era por eso que todos irremediablemente, iban a su encuentro. Aunque muchos ni lo pensaban.

-¿Por qué once?- peguntó Horacio, sabiendo que muchas de sus preguntas nunca tenían respuestas. Sin embargo esta vez ella respondió.

-Porque es el momento. Porque la noche se presta para un show- dijo y rió. Un escalofrío recorrió todo el cuerpo de Horacio.- Además, porque estoy aburrida. Podrían ser más, pero me gusta el número once.


-¿Los conozco?

-No. Pero uno de tus amigos conoce a la número seis.

-Es una mujer.

-Lo es- confirmó ella.

Horacio no supo cómo seguir el diálogo y optó por el silencio, que era lo que más le gustaba a ella: un show en silencio y, en lo posible, sin espectadores. Si los hubiese, ella prefería que el show fuera inolvidable y era cuando más se esmeraba. Le gustaba que se hablara de ella. Era vanidosa y lo reconocía: “Antes muerta que sencilla”- decía siempre, irónicamente. Horacio la fue conociendo de apoco. La odiaba pero a la vez le había tomado cierto cariño, algo que nunca pudo comprender. Lo aliviaba saber que al otro día sus amigos iban a seguir con él.

-¿Puedo saber por qué elegiste a esos once?- preguntó finalmente Horacio.

La vela reflejaba sobre la pared blanca, los libros que estaban en la mesa, los cigarrillos y el cenicero. Ella no se reflejaba, pero a eso también se había acostumbrado Horacio.

-Me aburren las explicaciones- dijo y suspiró- Pero voy a hacer un esfuerzo porque todavía me faltan quince minutos para el show- dijo, y volvió a reír.

Horacio se acomodó en la silla. Por algún motivo que desconocía, le gustaba llegar a esa parte del dialogo. A veces ella no explicaba nada y cuando lo hacía no era muy detallista y él se imaginaba el resto. Se sentía sádico por disfrutar de los diálogos con ella, aunque también los padecía.

-Número tres. Siete meses…

-¿¡Por qué tan pronto!?- interrumpió Horacio.

No interrumpas! Y no es tan pronto, es el tiempo que le tocó. Yo sólo recibo ordenes.

-¿De quién?

-Sabés que no estoy autorizada a responder eso. Pero le ahorro un gran sufrimiento a la criatura. Hay cosas que ustedes no ven porque no las pueden entender.

-¿No hay forma de evitarlo?-- preguntó nervioso, Horacio.

-Hay cosas que no dependen de mí.

Horacio pensó en preguntarle de quién dependía, pero sabía que solo lograría enfadarla.

-Número nueve. Veintisiete años- prosiguió ella- Bien vividos y la mayor parte fue feliz: linda infancia, una familia atenta, amigas fieles, hombres que la supieron amar así como ella los amó. Vivió bien, por eso merece morir mejor- y esta vez su risa fue más fría que nunca.

Horacio intuyó que ella daría todo un show y sabía que ella esperaba con ansias ese momento. Incluso podía afirmar que ella deseaba que él le preguntara cómo iba a ser ese momento. Pero Horacio no lo preguntó.

-¿Y la número seis?... ¿Puedo saber quién es ella?- dijo, casi escupió, Horacio.

-No la conocés.

-Eso ya lo sé. Pero… no sé… decime algo más… lo que sea.

-No va a sufrir…

-¡Ella no me importa! ¡Quiero saber a cuál de mis amigos va a afectarle y qué va a pasar con él, con mi amigo!!-dijo desesperado.

-Es la abuela de Gabriel. Ella no va sentir nada, no te preocupes… Y a él le va a afectar mucho… pero lo va a sufrir poco… después vendré a buscarlo y me lo llevaré conmigo.

Horacio sintió impotencia. Quiso no haber sabido lo que supo. Quiso retroceder el tiempo para evitar esa pregunta… Pero eso, sabía, era algo absurdo, algo imposible. Gabriel, su amigo de toda la vida, con quién compartió grandes momentos, charlas, risas, silencios, secretos… Gabriel, con quien vivió su primera borrachera, a los dieciocho; el que estuvo cuando Mónica lo dejó, el que lo vio llorar tantas veces, el que se rió de sus ocurrencias, el cómplice de todas las bromas a los demás compañeros… Porque los demás eran compañeros… Solo Gabriel era su amigo. Horacio no pudo evitar llorar, pero para ella, eso era natural… Horacio siempre terminaba el diálogo con lágrimas.

-Me voy. Ya es la hora- dijo ella, entre los sollozos de Horacio.

-¿Por qué? ¿Por qué siempre me contás lo que va a ocurrir?- preguntó Horacio, mientras secaba las últimas lágrimas.

Ella se levantó de la silla. La vela, casi consumida, no pudo reflejarla contra la pared blanca.

-No puedo responderte eso, Horacio. No estoy autorizada…

-¡Entonces no quiero volver a verte ni a escucharte!

-Nuestras despedidas nunca van a cambiar- dijo ella y… ¿sonreía?- Esta es la última vez que dialogamos… la próxima…

-¿Cuándo?

-Falta poco… No te preocupes, sólo va a ser un abrazo… un dulce y frio abrazo- dijo ella, antes de desaparecer, y esta vez Horacio estaba seguro que la vio sonreír.

Apagó la vela al pasar.

A fuera, el viento agitaba todo Comodoro Rivadavia. Horacio decidió ir a dormir. El sueño lo venció sin que él se diera cuenta.

A unos kilómetros, once personas se iban, como si el viento las llevara.

6 de mayo- 13 de mayo de 2011

viernes, 6 de mayo de 2011

La última sesión

Mi psicóloga no me quiso atender más después de la última sesión en la que le hablé de ellos. Canceló todas mis citas, cinco creo que me quedaban, y no me atendió más el teléfono: uno cuatro dos uno nueve ocho cuatro. Me lo sé de memoria. De atrás para adelante también: cuatro ocho nueve uno dos cuatro uno. Ella se lo pierde, un caso como el mío no se encuentra todos los días. Ella pensaba que yo le mentía, pero nunca supo que yo solo mentí dos veces en mi vida: una a mamá, sobre algo que sé que hizo papá, y otra a papá sobre algo que sé que hizo mamá. Pensaba que le tomaba el pelo. Pero no me importa. Si quiere puede catalogarme como mentiroso, loco, paranoico o de mil manera más, porque a mi me importa un carajo lo que digan de mí. Yo se que las cosas fueron, son y serán así.

-Ella también tiene la culpa. Ella también te la tiene que pagar – dijo el Gorgelo más viejo. Y supe que iba ha hacerle a la psicóloga, lo mismo que le hice a Gabriela.

Desde hace dos mes, más o menos, porque en realidad no sé cuándo comenzó todo esto pero, sí, calculo que hace dos meses, aunque el tiempo no importa. Digo dos como podría decir, tres meses, tres semanas, treinta y tres días… y así podría seguir con todos los números para, al fin y al cabo, llegar a un mismo fin: los duendecitos. Los cuatro duendecitos.

Yo le digo duendecitos pero ellos me dijeron que no, que no son duendes sino Gorgelos y que viven dentro mío, en mi cabeza. Al principio no les creí, pensé que estaba soñando. Pero después las visitas se hicieron diarias y nocturnas. La primera vez que los vi me asusté, pero después los fui conociendo y tuvimos largas charlas. Hablamos de todo y a ellos parecía gustarle lo mismo que a mí: los números, porque no hay nada más exacto que dos y dos dan cuatro acá, en la China y en cualquier otra parte del mundo, el fútbol y las películas de Cantinflas los sábados por la mañana, en el canal cincuenta y seis. Aunque en algunas cosas no coincidíamos. Por ejemplo, en Gabriela. Ellos me decían que se vestía muy provocativa para salir y que siempre se despedía con una sonrisa en los labios, en cambio en casa siempre estaba de mal humor y ya casi ni teníamos relaciones sexuales. “¿Hace cuánto ya?”- preguntaba el Gorgelo más viejo. Su voz era parecida a la mía, pero más nasal. Tenían razón en todo lo que me fueron diciendo. Cosas que yo no veía antes, ellos me las hicieron visibles. Y ahí comenzamos a estar de acuerdo en absolutamente todo. Especialmente en Gabriela.

Los Gorgelos son bastante feos: sus narices son largas y gordas, los ojos diminutos, la boca grande y las orejas pequeñas. Huelen bastante feo, pero es un olor que no logro relacionar con nada. Se sientan en mi cama o en la mesa y después trepan por mis brazos, hasta llegar a mis hombros, se cuelgan de mi oreja y entran a mi cabeza. Cualquiera pensaría que es una locura, pero ¿qué sabe cualquiera de los Gorgelos? La gente cree que todo el mundo está loco menos ellos mismos.
Si van a ser mis huéspedes, quiero que todos se sientan bien. No me gustan los conflictos, por eso estoy medio obsesionado con los hisopos y me limpio los oídos tres veces por día, sobre todo antes de acostarme, a eso de las doce treinta que es cuando aparecen, por lo general. Muy pocas veces aparecieron por la tarde, a la hora del mate, es decir, entre las cuatro treinta, cinco. Pero esos fueron momentos claves. Aparecían agitados, como apresurados y temerosos y me decían que buscara entre las cosas de Gaby, que buscara alguna pista, algo, “siempre quedan rastros”- decían. Pero ellos me ayudaron a que yo no dejara rastros. Ni uno. Porque yo la maté pero también hice la denuncia de su desaparición.

A veces pienso que fue por culpa de ellos, de los Gorgelos, que maté a Gaby. Porque la verdad es que todavía no encontré ni una sola cosa que me demuestre que me era infiel, y ya hace un mes que me deshice del cuerpo. Costó, pero lo logré. Si hubiese sido todo el cuerpo de una sola vez hubiese sido más fácil, pero los Gorgelos me aconsejaron que la descuartizara y que repartiera el cuerpo por todos lados: el mar, el basurero, una tumba vieja del cementerio… En siete viajes tiré las siete partes de ese cuerpo que tantas veces lo sentí mío. Siete hermosas partes: sus dos brazos, con los que miles de veces me abrazó. Sus dos piernas con las que me rodeaba la cintura para tenerme más adentro de su cuerpo, de su vida. Su cabeza tan de ella, con su pelo largo, lacio y negro como sus ojos, su boca pequeña, diminuta, sabrosa, sus dos orejas grandes que siempre ocultó detrás del pelo, su cara hermosa como nunca voy a ver otra igual. Y el torso partido en dos: por un lado sus pechos redondos, pequeños, rosados y, por el otro, la cintura, con el ombligo diminuto, casi invisible y lo demás oculto bajo vellos, sabrosa, hermosa, misteriosa… única.

Me dolió mutilarla. Sólo me consuela saber que ella no sintió nada porque ya estaba muerta. Los Gorgelos me decían que la mutilara estando viva porque se merecía eso. Pero yo no estaba de acuerdo. Así que, primero la maté y después la mutilé. Las dos piernas y los dos brazos fueron muy fáciles de separar. Me costó más con la cabeza y el torso, pero los Gorgelos me fueron susurrando en el oído cómo debía hacerlo. Y salió perfecto.

Los cuatro Gorgelos dejaron de venir el día que me deshice de la cabeza de Gaby, que fue lo último que me deshice de ella. Primero le di un lavado a su pelo con su champú de hierbas naturales y el acondicionador, que le dejaba el pelo brilloso y fortalecido, o eso decía ella que decía la publicidad, pero que era verdad, aunque yo nunca lo noté. La maquillé lo mejor que pude, porque el pinta labios se quebró así que terminé pintándola con los dedos. Quedó bastante bien. La cabeza la enterré en el cementerio, en una tumba ya ocupada, aunque el pozo no llega a tocar el cajón del otro muerto. Volví dos veces a desenterrarla para traerla a casa y lavarle el cabello y maquillarlas, pero la última vez ya no era ella, así que no volví más.

Hace dos semanas, o tres, no importa, aparecieron de nuevo los Gorgelos y me recordaron que la única otra persona que sabía de su existencia era la psicóloga, porque yo me había encargado de que así fuera. “Si ella te hubiese creído a lo mejor Gaby no se hubiera ido. Es culpa de ella”- dijo el Gorgelo más viejo. Y tiene razón.

Conseguí una cita para dentro de cuatro días. Los Gorgelos prometieron venir conmigo así me dicen qué hacer. Pero primero le voy a contar todo lo que pasó después de la última sesión, así se siente un poquito culpable antes de morir.

4 de mayo de 2011