viernes, 31 de diciembre de 2010

Sobre-nada

Él y su sobretodo negro salieron a la calle a comprar todos los sobres que hallaran (porque antes que nada pensaban despedirse de todos) pero sobre todo, salieron a respirar, a vivir… a que el viento los despeinara y la lluvia los empapara. Aunque también, salieron a recoger lo que a los demás les sobraba porque todo aquello él lo deseaba, lo necesitaba… lo amaba. Aunque más que a nada y por sobre todo, amaba su sobretodo negro porque le hacía sentirse único, le hacía sentir que flotaba, que estaba en el aire, que volaba… que caminaba sobre-nada.

20 de diciembre de 2010

viernes, 24 de diciembre de 2010

El Arte (A ellos)

La hoja en blanco lo atemorizaba

Pedía y reclamaba arte

Y se sentía impotente

Porque frente a otros

(Cortázar, Puig, Arlt, Lemebel…)

No era nadie.

Las palabras ya estaban ahí

Cuando él llegó.

El arte: la literatura, la música y el cine

Se reían al verle desesperar.

Pero él, sin embargo,

Seguía amándolas, seguía admirándolas.

Y soñaba, porque era lo único que sabía hacer.

Soñar: con novelas, con poemas

Con canciones, con artistas, con películas…

Con tantas cosas que le marcaron la vida

Que lo hicieron ser como es.

Lo hicieron Ser.

Y dejó que le invadieran el alma y el cuerpo

Que lo moldearan a su antojo

Porque el arte te hace, te crea

Porque la vida está hecha de arte

Como el arte está hecho de vida.

Su vida fue hecha por un tal Lucas

Con las boquitas pintadas

De los siete locos

Que le contaron crónicas de sidario.

Y le enseñaron tantas cosas, tantos sueños, tantas vidas…

¡Le dieron vida!

Y lo llevaron a sentarse frente a una hoja en blanco

Que exigía arte

Y que él no supo cómo hacerlo

Sin recurrir a los grandes maestros

(Sin robarles un poco a cada uno)

A ellos que le enseñaron a sentir y pensar

A ellos que le enseñaron a vivir y a amar.


18 de diciembre de 2010

viernes, 17 de diciembre de 2010

La mentira y la verdad (¿eso jamás lo sabremos?)

La mentira y la verdad. Lo cerca que estuviste de esa boca, ¿lo negará? Y el miedo a que todo se vuelva real… el miedo a lo que pudiera pasar, a que se volvieran real todos tus sueños… El beso ¿sería húmedo como tus sueños?... El miedo a sufrir, el miedo a ser feliz.

-No, no lo podría negar… Si lo sentí así, fue porque realmente ocurrió.

Y verle sonreír, verle pensar, hablar, mirar y callar. Siempre callaba. ¿Por qué le gustaba callar? ¿Le gustaba callar, realmente? ¿O la vida le obligó a callar, a ocultar? ¿O te hizo creer eso a vos? Porque algo ocultaba, ¿vos lo sabias?

-Sí, yo lo sabía… lo intuía.

Y la mano en la cintura ¿fue real? La erección ¿fue real? ¿O fue un sueño más? ¿La cercanía le asustó o le gustó? ¿Esperaba también ese momento?... ¿Le excitó?

-Eso jamás lo sabremos.

Pero ¿por qué no se alejó? ¿Por qué siguió a tu lado? Mirándote a los ojos, mirando tu boca ¿Sintió tu erección?... Si la sintió ¿le gustó?

-Eso jamás lo sabremos.

¿Y a qué habrían sabido sus besos? Su boca, sus labios, su saliva… ¿a qué habrían sabido en ese momento?

-A alcohol, a un vodka con speed, mezclado con cervezas y el humo de un cigarrillo compartido porque sí, porque quiero compartirlo con vos. Pero vos no fumás. Ya sé, pero quiero que compartamos algo. Y la sonrisa de nuevo, como a lo largo de toda la noche. Y la erección, nuevamente, como a lo largo de toda la noche.

Pero si no fumaba ¿por qué hacer eso? ¿Para calentarte? ¿Le gustaba calentarte?

-No sé.

Y las luces, la música, la gente… ¿No te importó?... Los amigos presentes ¿no te importaban? Y a lo mejor quería compartir ese cigarrillo con vos porque, de alguna forma, quería que sus labios se unieran en un beso, que las bocas se juntaran, se chocaran… explotaran ¿O eso lo pensás vos porque deseás que así fuera? ¿Y bailaron?

-Sí, bailamos… y no había luces, no había música, no había gente… para mi estábamos solos porque nada me importaba de alrededor.

Entonces, ¿estaban solos? No entiendo. Pero, ¿estaban ebrios? Porque eso también puede afectar tu relato, porque ¿hasta qué punto es verdad? Tus emociones, tus sentimientos ¿fueron reales o efectos de la borrachera? Y si bailaban entonces estaban transpirados, húmedos, ¿no? ¿Y olías su transpiración? ¿A qué olía? ¿Te gustaba? ¿O tampoco estabas tan cerca como para oler su transpiración?

-Sí, estábamos cerca, yo tenía mi mano en su cintura. Y sentía que mi mano tocaba su piel, pero en realidad tocaba su remera. Y las peleas, las discusiones sin sentido… Pero esa noche no, esa noche fue distinta… Y… ¿fue ahí que enloquecí? No, nunca enloquecí ¿O sí? ¿Eso nunca lo sabremos?

Pero ¿cómo hablaban con la música tan fuerte? ¿Te le acercabas a su oreja? Entonces se rozaban. ¿Te gustaba? ¿Como terminaron así, cómo llegaron a ese punto?

-Porque me contó todo, me lo dijo todo. Pero ahora no se qué pensar, no sé si realmente sucedió así, ¿o fue en ese momento que enloquecí?... ¿O no enloquecí realmente? No, yo nunca enloquecí. Pero contó todo, creo ¿o contó solo lo que quería que yo sepa y el resto lo guardó para otro momento? ¿Pero hubo otros momentos? No, no los hubo.

Pero cuando llovió y otra vez la ebriedad, ¿No fue otro momento? ¿O eso no cuenta? ¿Por qué te dijo eso, entonces? ¿Por qué te aclaró eso antes de que pudieras hablar? ¿O fue ahí que enloqueciste? ¿Cómo es su voz? ¿A qué suena? ¿Te gusta? Pero por teléfono no vale porque es distinto. Pero cuando te hablaba en la oreja ¿cómo era su voz? ¿Sentías su aliento? ¿Qué te decía?

-No recuerdo todo, solo hay fragmentos en mi mente… ¿Por la borrachera o la locura? ¿Ya estaba loco, entonces? No, no estaba loco, nunca estuve loco… Fragmentos de lo dicho, de lo vivido… Porque hay momentos vividos ¿no? ¿O fue esa vez nomás?

No se, eso lo tendrías que saber vos. Pero ¿y todas las charlas que me contaste? Entonces sí hubo otros momentos. ¿Y las peleas y los reproches de los que hablás siempre? Todo lo que te dijo cuando estaban solos ¿fue verdad? ¿Todo lo vivido fue verdad o mintió en algún momento?

-No sé. No sé si lo que dijo fue verdad o mentira… Y siento enloquecer pero no enloquezco, nunca enloquecí ¿O sí?... La mentira y la verdad siempre están presentes… Pero lo demás… Eso, jamás lo sabremos.

17 de diciembre de 2010

viernes, 10 de diciembre de 2010

Morir/ Nacer

Ya morí cien veces

(Y otras tantas reviví)

Y aún deambulo por estas calles vacías.

La vida,

Esa rutina diaria

De besos fríos y

Caricias con espinas,

No me suelta la mano.

Y pronto

Un nuevo velorio vendrá a mi encuentro

Y pronto

Un nuevo nacimiento surgirá en mí…

Y seré yo

O dejaré de existir

Para dar paso a otro ser…

¿Todo esto para qué?

Para volverte a ver

Y morir… Y nacer…


15 de agosto de 2008

viernes, 3 de diciembre de 2010

La ladrona de musas (el cuento inconcluso)

No podía escribir. Y es que con ella se habían ido todas las musas enredadas en sus pelos. Y era el principio de los quinientos días sin ella, el principio del cansancio y de la muerte. La muerte no era tal pero era muerte igual.

Y es que quería y necesitaba la esponja mágica, la que borraba todo de las paredes (¡incluso la pintura!), la que alguna vez la borró a ella de su mente… Pero era tramposa la esponja, porque la borraba a ella pero no su esencia que perduraba en los recuerdos a los que siempre volvía.

Y ahí estaba ella, borrosa, con su pelo a medio borrar, con una cara distinta, con un cuerpo distinto, pero él sabía que era ella, la de todos los días, la de siempre. Y ahí estaba, una vez más, bailando con su gin-tonic en la mano, (gin-tonic porque lo nombraba el cantante en la canción), ebria, hermosa, dolorosa, cruel y contradictoria, pero por sobretodo, mujer. Y se acercaba y lo envenenaba con el trago y lo hipnotizaba con el baile y lo apuñalaba con las palabras. Y se iba, tambaleándose como si bailara (¿o bailaba?)

O aparecía en otro escenario completamente diferente, con una piedra en la mano y decime qué te imaginás cuando mirás la piedra, y algo de un chicle aplastado, respondía él, y ella iba más lejos, como siempre, y hablaba de extraterrestres y de otras vidas, y de casualidades y causalidades, y sus historias se plagaron de ellas, sus destinos se dieron de casualidades y causalidades. Y de interpretaciones erróneas de Girondo. Y de interpretaciones certeras de Girondo. Y de Girondo.

Cansancio. Cansancio de esperar, de soñarla, de no tenerla pero sabiendo que la podía tener. Cansancio de su cobardía. De la cobardía de ella. Y ahí estaba, con la foto del cantante en el salvapantallas, porque la vida era más compleja de lo que parecía, decía él. Y él ponía cara de conejo o de ratón, ya no lo sabía. Y ella sonreía y él pensaba que ella le mentía. Que se mentía. (Y él, ¿se mentía?) Él no se mentía. Aunque a veces sí, se mentía.

Y cada paso que daban crujía como crujen los pasos en la nieve, como si pisaran pequeños cristales, frágiles, como lo era ella que se mostraba dura y segura ante la vida, pero lo cierto es que era frágil como una niña insegura, como una niña perdida. Y los pasos también eran cansados porque el cansancio estaba en todas partes, porque quinientos días equivalen a un año, cuatro meses y quince días. Y el solo hecho de pensar en lo que aún le faltaba para cumplir los quinientos días sin ella, para que así volvieran las musas a él, lo cansaba. Pensar lo cansaba.

El cansancio invadía su vida (¿y la de ella, no?) Y ya no podía levantar siquiera la lapicera para escribir, para refugiarse en sus cuentos, en sus mundos imaginarios. Y es que en cada uno de ellos, ella volvía a aparecer, porque no había esponja mágica que la borrara, y ella lo tomaba de la mano y lo llevaba, lo envolvía y lo hacía perderse en un mandala esquizofrénico dibujado a lápiz, un mandala que fácilmente podría haber representado su mente esquizofrénica.

Y él buscaba la salida pero sólo se encontraba con puertas que lo conducían a distintos lados, a distintos mundos. Una lo llevaba a una casa abandonada, cerca del mar, en una noche de estrellas fugaces, como ella que aparecía y desaparecía fugazmente de su vida, de sus recuerdos… pero al final siempre estaba.

Otra puerta lo condujo al fondo del mar donde nadaba rodeado de monstruos marinos gigantes y temibles, y él trataba de huir, de salir a la orilla. Y en la mitad del océano, cuando pudo asomar la cabeza, observó en la orilla, a lo lejos, una casa abandonada y oscura, y desde a dentro lo observaba un hombre sonriendo. Y él le pedía ayuda a los gritos, se pedía ayuda pero no se escuchaba, porque de su garganta no salía ningún sonido. Y nadaba hasta el fondo del mar, donde hallaba otra puerta y salía del mar para pasar a otra habitación, pero no podía ver porque le habían vendado los ojos (¿ella le vendó los ojos?)

Y comenzaba a caminar tanteando, con las manos extendidas para no toparse con nada, para no caer. No intentaba quitarse la venda de los ojos porque de alguna forma sabía que era imposible quitarla. Sus manos se encontraban con algo áspero, con una piel sin vellos, una piel agrietada, pero le era imposible reconocer lo que tocaba. Esto no lo atemorizaba. Seguía palpando, luchando con su mente para descifrar el enigma, para lograr formar algo en su mente y poder decir qué es lo que tocaba. Era algo grande, gigante, (¿¡pero qué!?) Necesitaba las manos de ella para que lo ayudaran a reconocer aquello que estaba frente a él. Pero sus manos nunca se hacían presentes en este recuerdo, en este sueño.Y él se iba, resignado, triste, en busca de otra puerta, y el elefante que estaba tocando siempre lo miraba irse, sintiéndose como un enigma sin descifrar. Por fin daba con otra puerta que lo devolvía al centro del mandala que ya comenzaba a borrarse porque la esponja mágica también borraba mandalas.

Y ahí estaba de nuevo él, cansado de haber cruzado los mismos mundos que cruzaría durante el resto de los cuatrocientos noventa y nueve días restantes.

Y el cuento inconcluso, el que nunca se leería porque no encontraba fin y sin el fin, el cuento nunca sería cuento. Y las palabras pedían salir, pedían ser escritas, exigían unirse para formar versos, oraciones, párrafos completos. Las vocales y las consonantes habían logrado mantenerse unidas, pero las palabras que formaron se revolvían en la tinta de aquella lapicera sin que ésta lograra ser recogida por una mano. Y es que la mano también sufría de cansancio. Pero cuando él hacía un esfuerzo por liberar las palabras, por escribir y terminar el cuento, ella volvía a su mente y volvía a susurrarle al oído la locura de aquellas relaciones en las que nadie deja a nadie, sin saber si eran las mejores o las peores relaciones, pero aseguraba que el tiempo siempre estaba presente con todo lo que conllevara.

Pero el tiempo estaba a destiempo, aunque de cierta forma seguían conectados y él podía adivinar cuando a ella la invadía el cansancio, y ella le reprochaba que él tuviera poderes mágicos (¡como la esponja!), y que a ella le encantaba Girondo… Pero que también era su culpa, decía ella. Y él sabía que no, que la culpa siempre fue de él y ahora ella pretendía robársela, como le robó las musas. Y en esto se quedaban pensando, en las culpas y en el porqué de las acciones, pero jamás hablaban de la cobardía, del temor a perderlo todo si se entregaban como se debían entregar, como se entregaría cualquier ser humano que se creyera normal (en el mundo diario de anormales).

El temor a entregar más de la cuenta y no recibir lo mismo de la otra parte y, por lo mismo, salir herido. Jamás hablaban de esto porque esto también los atemorizaba. Y para evitarlo hablaban de cine y de literatura, de música y de arte, pero jamás de amor, porque ella no se dejaba querer y él no supo quererla como ella necesitaba, porque nadie le enseñó a amar, aprendió solo y lo que no supo lo inventó para tratar de hacerla feliz, para mantenerla a su lado. La amó como a él se le ocurrió que se amaba, pero no bastó para mantenerla a su lado.

Nunca sabría el porqué pero, con el tiempo lo dejaría de cuestionar, se resignaría y se consolaría con saber que así se habían dado las cosas y estaba bien. (¿O no lo estaba?)

Y así, distraído como estaba, fue que ella le robó las musas, las enredó en sus cabellos y se las llevó. Y así fue como comenzaron los quinientos días sin la ladrona de las musas. Y vino el cansancio porque la vida siempre fue y siempre sería más compleja de lo que parecía. Y ya no pudo escribir más. Las palabras agonizaron primero, y murieron después, ahogadas en tinta, cansadas de tanto gritar por salir, por recostarse sobre una hoja en blanco para terminar de una vez por todas, el cuento. Y la lapicera también murió de cansancio, de tanto esperar ser recogida por una mano que no estuviese cansada.

Y, finalmente, el cuento murió porque no tuvo fin para vivir.

2 y 3 de diciembre de 2010

viernes, 26 de noviembre de 2010

Mamushka

Carlitos comenzó a hacer imitaciones a los seis años. Un día la mamá lo descubrió frente al televisor imitando a Luisa Delfino en “Te escucho” por ATC. Usaba el control remoto como micrófono e impostaba la voz, tratando de igualar el tono y los gestos de Luisa. Escondida detrás de la puerta de la cocina, la madre lo espió un rato y, al principio se sonreía por la ocurrencia del hijo y se recordó así misma imitando a las actrices del cine. Pero luego, cuando Carlitos logró la voz y los gestos de la locutora en la tv, la madre se tuvo que tapar la boca para no soltar la carcajada que se le acumulaba en la garganta. Carlitos nunca supo de este suceso.

En los siguientes días Carlitos ensayó su imitación de Luisa, en su pieza cuando estaba solo, o en el baño, cuando se bañaba, hasta lograr la perfección de la frase: “Soy Luisa Delfino, te escucho” Ese día, después del último ensayo frente al espejo, Carlitos se preparó para ir a su primer día de clases de su vida. Había esperado ese día con muchas ansias, aunque no sabía bien porqué (como en toda su vida no sabría bien el porqué de tantas cosas) No le tocó con ninguno de sus compañeritos del jardín de infantes y se encontró con 19 caras desconocidas para él. Esperaba encontrarse a alguna de sus señoritas de jardín: Rosita, Margarita o Violeta, pero no, a todas las maestras les veía cara de brujas y sus seños que no aparecían por ningún lado.

Al final le tocó con la señorita Yenni, que igual era linda y parecía la más buena de todas las que vio. Lástima que no olía tan rico como la seño Margarita. El primer día la maestra ordenó como actividad, pasar al frente y presentarse. Los niños, tímidos, pasaban y decían sus nombres completos y se quedaban en silencio hasta que la señorita Yenni le preguntaba la edad, qué juegos les gustaban más, si tenía mascotas o no, con quiénes vivían… entre otras cosas. A Carlitos le parecieron todos tontos sus compañerito, menos Paolita, la nena de trenzas a los costados y de anteojos grandes. Pero todos los demás eran tontos y uno hasta quiso llorar de lo tonto que era, nomás.

Cuando le tocó pasar a Carlitos, él ya se había preparado para no quedar como un tonto más. Pasó al frente con pasos firmes, bien seguro, el guardapolvo dos talles más grande hacía que pareciera mucho más chico de lo que ya era, los pelos revueltos y los cachetes colorados, porque a pesar de todo estaba nervioso, pero trataba de disimularlo, aunque no le salía muy bien que digamos. Se paró derecho y dijo:

-Me llamo Carlitos Gonzalo Morales. Tengo seis años. Tengo un perro que se llama Terri. Vivo con mi mamá y mi papá. Me gusta jugar a la mancha y a las escondidas, pero más me gusta mirar la tele. Y cuando sea grande quiero ser imitador.

- ¿Imitador? ¿Y que te gusta imitar?- preguntó la seño Yenni, entre curiosidad y ternura, mezclado con una carcajada contenida.

- A los personajes de la televisión.

-¿Y sabés imitar a muchos?

- Sí, a un montón. Pero recién empecé por uno y después me voy a saber más.

-¿Y a quién sabés imitar? ¿A ver…?

Y ahí nomás Carlitos entró en trance, su cara se transformó en otra y su voz ya no era suya. Y dijo:

- Hola, soy Luisa Delfino. Te escucho.

Al principio hubo silencio. Después, al unísono, estallaron las carcajadas, incluyendo a la seño Yenni, que ya no era tan linda como pensaba, y a Paolita, que lo señalaba con un dedo acusador mientras se reía y se le desfiguraba la carita, con esos anteojos de vieja y al final era fea nomás, y hasta un poco tonta. Se fue a sentar, avergonzado y cabizbajo. No salió a ninguno de los dos recreos.

La seño habló con la mamá y le aconsejó que Carlitos no debería mirar tele hasta tan tarde, porque el programa de Luisa Delfino lo dan tarde, ¿no?, y menos ese programa que es más bien para grandes, por los temas que tratan, el amor, las parejas… ¿no le parece? Que sí, que no se preocupara, que ella lo iba a vigilar para que no siga viendo ese programa y que estaba de acuerdo, que era para grandes. Carlitos, a un costado escuchaba toda la conversación, mientras miraba al piso y movía un pie en punta.

Cuando llegó a su casa, la mamá le preparó la leche con galletitas y él se sentó en el sillón y prendió el televisor. Mientras tomaba la leche y no apartaba los ojos de la pantalla, la mamá le preguntó qué había pasado en la escuela y por qué la seño le dijo eso de Luisa Delfino. Y Carlitos le contó todo: que la seño era mala y sus compañeritos también y que ni siquiera sabían hablar solos porque la seño los tuvo que ayudar hasta para hablar y eso se aprende desde jardín, ya. Y por eso y por mucho más, sus compañeritos eran todos tontos. Cuando terminó la madre le dijo:

- ¿Y vos por qué crees que se reían?

- Y porque son tontos, nomás ¿no te dije?, ¿por qué más va a ser? Si a mí me sale muy bien hacer de Luisa Delfino y todos los otros que voy a ir aprendiendo a hacer. ¿Querés que te muestre como hace Luisa Delfino?- preguntó entusiasmado, Carlitos.

- Bueno. Dale- dijo la madre, más por compromiso que otra cosa.

Y Carlitos hizo como Luisa Delfino, y le salió muy bien. La mamá se rió y lo aplaudió. Y él se rió con ella y aplaudió también. La mamá lo dejó seguir mirando a Luisa todas las noches, y todos los programas que él quisiera, porque sabía que de todas formas, Carlitos iba a seguir imitando.

En la escuela, sus compañerito lo molestaban y le pedían que hiciera de Luisa Delfino, pero no, porque solamente lo piden para burlarse. Y que me importa que no sepan quién es Luisa y que sea un programa para viejas enamoradas. Y se iba, levantando los hombros, como lo hizo casi toda la primaría. Pero Carlitos creció y algunas cosas fueron cambiando.

Para cuando iba a séptimo grado, Carlitos ya imitaba a cientos de artistas de la televisión. A veces hablaba como Morgado en “Cablín”, como Reina Rech, en “Reina en colores”, imitaba a Francella en “Brigada cola”, a Arturo Puig o María Leal en “Grande pá”, a Susana Giménez, a Fabián Gianolla en “La familia Benbenuto”, a Tinelli conduciendo “Ritmo de la noche”, a Grondona en “Hora Clave”… Todo personaje que aparecía en televisión, el lo estudiaba, observaba cada movimiento, cada gesto, cada latiguillo y los iba almacenando en su cabeza, para luego recordarlos frente al espejo. Y uno a uno le iba saliendo desde dentro para transparentarse en su piel y en todo su cuerpo.

Al final, en la escuela terminaron aceptándolo y en los recreos se acercaban a escuchar sus imitaciones con respeto: se reían con él y no de él. A Paolita se le habían caído las trenzas y se le fueron a posar en el pecho, formando dos montañitas que comenzaban a intrigar a Carlitos, (que de “Carlitos” ya le quedaba muy poco) Paolita siempre le pedía que haga de Gustavo Bermúdez o de Gastón Pauls en “Montaña Rusa” y él siempre la complacía.

Estuvieron de novios por tres meses, en los que Carlitos tuvo que turnarse entre Bermúdez y Pauls. Sobre todo, cuando terminaba de besarla, tenía que decirle una frase con la voz de alguno de los dos actores preferidos de Paolita, que terminaba de lo más feliz al creerse que besaba a sus ídolos. Carlitos se había dado cuenta hace rato de que así era la cosa, pero no le importó, le gustaba dejar feliz a su novia. Porque él también terminaba muy feliz. El problema fue cuando Paolita creyó que lo estaba haciendo con Gastón Pauls, y en pleno acto de su primera vez, le dijo: “Seguí Gastón, seguí” Cosa que enfadó a Carlitos y no pudo seguir. Se vistió y se fue. Al otro día cortó con Paolita, que al final no era gran cosa y hasta seguía siendo tonta porque se creía que besaba a Gastón Pauls o a Gustavo Bermúdez, en vez de a él, que eso ni lo hace una nena de jardín y esta, que es más grandota que no sé qué, se lo cree, la tonta. No sería la única “Paolita” que se le cruzaría en su vida amorosa: al final, todas siempre le pedían que imitara a algún actor, o en su defecto, cantantes (sentía rechazo por imitar cantantes, aunque nunca supo bien porqué). Y así fue su vida amorosa y sexual, entre actores que salían entre medio de besos húmedos y sábanas transpiradas.

Cuando dejó la escuela, (no terminó nunca, le restaba horas para sus ensayos y para ver televisión), se puso a trabajar de albañil, aunque a veces se ganaba unos pesos en algunos bares donde los llamaban cuando les fallaba alguna banda o algún otro número. Jamás fue el artista principal de alguno de estos locales. Y también lo sabía hace rato, pero al fin y al cabo, le pagaban por hacer lo que más le gustaba: imitar. “Es que la gente no sabe que esto también es un arte”- pensaba Carlitos, para consolarse y seguir con el show. La gente lo aplaudía y algunos hasta lo imaginaban en la tele, con su programa propio. Como Gasalla o como Caseros. O él deseaba que ellos lo imaginaran así.

A pesar de que siempre estaba sonriendo y en todas sus charlas, con amigos, con sus novias, con sus padres, con todos, terminaba imitando a alguien, a veces para remediar un comentario desafortunado y a veces, por lo general, porque sí nomás, Carlitos no era feliz. No sabía quién era él, porque siempre se sentía otro, actor, conductor, periodista… cualquiera, menos él. Y no consiguió compañera que lograra descubrir quién era él realmente.

Cuando el padre murió, Carlitos lo despidió hablando como Porcel en una de las tantas películas que le gustaban a su padre. Cuando murió la Madre, la despidió diciéndole: “Soy Luisa Delfino, te escucho” y recordó el día en que la madre le dijo que imitar no estaba mal si era para hacer reír a los demás. Y se quedó con la primera sonrisa de su madre ante su imitación de Luisa Delfino.

Pensaba que las cosas se le habían ido de las manos, y pensaba que fue porque siempre soñó con que iba a llegar lejos con las imitaciones, ¿Quién no querría a una persona que, como una mamushka iba descubriendo a cientos de personajes de la televisión? Y apostó toda su vida a ese sueño. Pero en el pueblo no había lugar para ese tipo de espectáculo. Un año se había ido a probar suerte a la ciudad, pero en menos de un mes volvió porque no se acostumbró al ritmo de la ciudad, aunque también fue porque no lo llamaban muy seguido y, cuando lo hacían, siempre, como en el pueblo, era para suplantar algún otro número.

Carlitos murió en el pueblo, a los 28 años, por cosas de la vida, nomás. Nunca se casó ni tuvo hijos. Lo último que dijo, se lo dijo a una enfermera que pasaba por ahí. Dijo: “Que me entierren junto a mi madre así le digo al oído: “hola, soy Luisa Delfino, te escucho” y junto a mi padre, así imito a quién quiera él. Soy Carlitos Gonzalo Morales. Soy como una mamushka: dentro de mí habitan todos los artistas, todos los personajes de la televisión. Entiérrenme como a un artista más” y se fue siendo tan él que se confundía con tantos otros.

A su entierro fue muy pocas personas. Nunca tuvo amigos fieles. Paolita fue con el nuevo novio, pero igual lo lloró a Carlitos, aunque también lloraba por Gustavo Bermúdez y por Gastón Pauls. Sus tres amores de adolescencia.

25 de noviembre de 2010

viernes, 19 de noviembre de 2010

Pensamientos

Estaba como quería estar: sentado, escuchando música y volando en su imaginación, en la que centraba sus cinco sentidos para que sus pensamientos se le hicieran palpables. Al principio creía que no pensaba en nada específico, pero se encontró con que pensaba en pensar, en preguntarse qué pasa cuando uno está pendiente de sí mismo (no egocéntricamente, sino evaluándose, observándose) todo el tiempo, ¿se creería realmente lo que se es o dudaría, por más que supiera que así era naturalmente, que ya su cuerpo y sus gestos y palabras salían de él, tan natural, tan acostumbrados… eran más bien reflejos, ni siquiera deteniéndose a pensar en lo que se dice y se hace, porque el otro espera e incluso intuye respuestas completas antes ciertas preguntas, y sabe cómo se va a reaccionar, e inevitablemente el otro desea que así ocurra? ¿Dudaría o lo creería?

Y fue ahí que se perdió en otro pensamiento: ya no en pensar en pensar, sino en creer o no creerse a sí mismo dentro de su pensamiento. Y se ponía a prueba ahí dentro, se inventaba escenas completas con diálogos comunes, primero, para después írsela complicando más y más en temas profundos, como el arte, la política, el aborto, la sexualidad, la iglesia, las religiones… Horas completa se puso a prueba dentro de su cabeza, se encerró ahí y se observó.

Y en momentos se creía, sobretodo en los diálogos profundos sobre temas específicos, donde sabía que se detenía a pensar respuestas (en su pensamiento pensaba que pensaba respuestas), y se sorprendía de lo decía en sus pensamientos, y se preguntaba si así era realmente, si así se comportaba en la vida real, fuera de su mundo privado, en el mundo público. Pero en las charlas más cotidianas, más superficiales, se veía como un personaje que actuaba, que tenía ciertos tics, ciertos latiguillos en donde apoyaba sus ideas vanas.

Pero en otros momentos de las largas horas que estuvo ensimismado en sus pensamientos, las cosas se revertían: creía que las charlas cotidianas lo mostraban tal cual él creía ser, porque en esas charlas se entregaba completo, desnudo hasta de pensamiento, y sus reacciones eran naturales, espontáneas y bellas. En cambio en las más profundas se vio poco creíble en las respuestas, incluso hasta las halló rebuscadas con el fin de demostrar saber, y no le gustaba para nada verse así.

Y así, la tarde se volvió noche para dar la bienvenida a una mañana fría y el seguía sentado con la música que sonaba de fondo porque sus sentidos estaban sobre sus pensamientos. Pero ya no quería estar así.

No supo cómo seguir…. Y enloqueció.

8 de noviembre de 2010

viernes, 12 de noviembre de 2010

El de las moneditas

-No tiene una monedita, abuelita.

Las señoronas del pueblo sabían que cuando él las llamaba abuelitas era porque ya peinaban canas. Más de una se ofendió, porque allá también las tenemos en coquetas. A otras, les decía tía y a las más chicas, directamente les decía nena. Pero a todas siempre les pidió lo mismo: moneditas. Con el género masculino nunca fue muy amable, vaya uno a saber porqué.

A Fidel lo vemos todas las tardes, en las esquinas de las calles 12 de Octubre y Don Bosco, de Puerto Deseado, una ciudad en la que se vive como en un pueblo, a lo mejor porque nadie quiere enterarse que ya dejó de serlo. Pero es que del cambio de pueblo a ciudad, nadie nos avisó.

Todos conocemos a Fidel: un hombre-niño grande, gordo, de ojos hundidos que se pierden en unas ojeras de toda la vida y detrás de un par de cachetes regordetes, de andar rengo, por algún problema en la cadera o en la pierna, vaya uno a saber, siempre con los pelos desordenados, y con la dentadura a la miseria, de tantos caramelos, debe ser. Fidel era el nene gigante que pedía monedas a todos los deseadenses que nos cruzábamos en su camino. A veces entendía que no se le podía dar moneditas todos los días y bueno, pero mañana sí, eh. Pero cuando andaba con los mil demonios encima, andá a la mierda, puto, se hace la linda, la fea, esta… Forro, sos malo, eh… No le importaba meterse con nadie: él quería sus moneditas.

Un día vi cuando se cayó en una esquina y no se podía levantar. Fue un tropezón que se convirtió en caída al instante. Allá fue a parar todo ese cuerpo rechoncho, las monedas decorando su caída, y ahí nomás largó el llanto, el nene regordete, el gigante aniñado. Y entre risas lo fueron a levantar los remiseros de enfrente, sus cómplices y amigos. Pero no, el nene quería a la hermana, pedía que venga mi hermanita, quiero a mi hermanita. Y su llanto hizo que los remiseros sintieran un nudo en la garganta, que disimularon entre risas, que somos macho, carajo, y a esta edad, no se llora por cosas como estas. Por más que veamos a un gordo grandote que era un niño más, un hijo más, que ya era un hombre, pero qué mierda importa la edad. Y volvieron y esta vez, sí, lo levantaron y ves que sos boludo, Fidel, por qué no te fijás por dónde andás. Y yo qué sabia, qué. Y se limpiaba los mocos con sus bracitos regordetes. Bueno, tomá dos pesos y andá a comprarte algo, boludo. Y se iba, entre hipos y levantadas de hombros, ante las risas de los muchachos. Todos sabían que a pesar de sus enojos, Fidel volvía siempre a charlar con sus amigos remiseros. No había enojo que los separara. Hasta que la remisería se cambió de lugar y volvió a quedarse solo por las tardes.

Daba ternura verlo moverse, en ese caminar destartalado con su brazo izquierdo levantado hacia un costado para lograr el equilibrio a cada paso, con su ropa de todos los días, cuando se dirigía al Drugtore de la esquina de la Don Bosco y la Brown, a comprarse sus golosinas que tanto le gustaban, con todas las moneditas recaudadas del día en el bolsillo, más el billete de los enojos diarios. Si hasta parecía un sonajero gigante.

Después de la compra, Fidel volvía, con toda su paciencia al lugar de siempre, y se sentaba a comer cada caramelo, cada pochoclo, chocolate, alfajor… todo lo adquirido con sus moneditas. Pero ni con la boca llena dejaba de pedir sus tesoros: las moneditas.

Por las noches era otra cosa, pero sólo los viernes. Los pibes salían del Quinto elemento, el boliche chico del pueblo-ciudad y se lo encontraban en la esquina, a eso de las seis de la madrugada. La juventud perdida salía como querían del boliche, con ganas de pelear, de golpear a alguien o con las ganas de seguirla en casa de alguien o vamos al cabarulo, loco. Pero nadie se metía con Fidel, siempre hubo un gesto amable con el gordito simpaticón, que por más que te puteara, lo aprendías a querer. Dale, tomá un poco de birra, boludo, dale. No, salí de acá que te meto una piña, eh. Dale, Fidel, no seas maricón. ¡Raja de acá, te cago a piñas, eh! Y se iban, cagándose de risa, y Fidel, desde allá los seguía puteando. Pero al otro día se olvidaba de quién había sido el borracho que le ofreció cerveza. Y puteaba por eso, también.

Porque Fidel se dio a querer así, puteando o agradeciendo por cada monedita que le dieran o negaran. Es el personaje que nos quedó del pueblo, el loquito al que todos queremos, aunque nadie sepa nada de su vida. Y si sonríe, con esos pocos dientes negros que le quedan, nos alegra el día. Pero para que esto ocurriera le tenías que dar una monedita, pero de las grandes, ¿eh?, no de las chiquitas. Y la guardaba en su bolsillo.

12 de noviembre de 2010

viernes, 5 de noviembre de 2010

Profezorra

-Buen día, ¿cómo est…

- ¿¡Cómo querés que esté! ¡Si tengo una manga de incompetentes de alumnos!? ¡Y es que después nos quejamos de cómo está la educación! Pero estos pibes vienen sin estudiar, sin hacer los deberes, sin nada. ¿Y los padres? ¿Dónde están? Ni se preocupan. Te lo largan en la escuela y ¡ahí tenés! ¡hacete cargo vos!... ¡Pero cuando al nene no lo aprobás, se acuerdan de que tienen un hijo que va a la escuela!

-Bueno, calmase un po..

- ¿¡Cómo querés que me calme!? Si es así. A una la toman para la chacota. Y es que no entiendo ¡cómo pueden estar en segundo año, caramba! Incompetentes y mediocres: así los podés clasificar en este curso. Miralo a Zapata. Ese pibe, con esa cara… ¡Dios nos libre!, ¡pero ese chico va a terminar preso en cualquier momento!

-¿Por qué lo dice, se enteró de algo?

-No, pero ¿le viste la cara? ¡Es un delincuente en potencia! ¡Qué horror! También, el barrio en el que vive… Por más que te esfuerces y le expliques, es una pérdida de tiempo. ¡Y es que no escuchan ni te dejan hablar!... Y Zapata no va a aprender nunca con esa cara. Y la borreguita esta… ¿Cómo se llama?... ¡Azcurra! Esa, el año que viene, se nos viene preñada, acordate de lo que te digo. ¡Otra que no vale la pena! Yo, sus prácticos, los leo hasta la mitad porque ni escribir sabe, la burra esa. Pero mandala a provocar pibes… ¡Eso sí sabe!

-¡Ay, Señora Mirtha! ¿Le parece?...

- Sí, sí, sí, sí, estoy segura. ¿No viste cómo la miran? Encima, los pibes son todos unos degenerados. Si todo el día están mirando tele o en internet. Y sólo ven culos y pornografía. Y la otra que se le viene con el guardapolvo arriba de la cintura, ¿para qué? ¡Me querés decir vos! Para calentarlos, nomás, ¿¡para qué otra cosa va a ser!?

-Usted exager…

- ¡Exagero! ¡Exagero! ¿Sabés cuántos alumnos tengo en ese curso? ¡Veintisiete! ¿Sabés cuántos aprobaron? ¡Tres! ¡Tres de veintisiete! ¡Y exagero, me decís! No, si es como digo yo: viene de familia. Porque los que aprobaron fueron, el hijo de Dr. Fernández, la nena de Aguirrez, el abogado y la chiquita de García, el del banco. Los demás… ¡Qué se puede esperar!... Lástima lo de este chiquito, Fernández, pobre.

-¿Por qué pobre?...

- ¡Y porque sí, Claudia! ¿No te diste cuenta que le salió… rarito? Es inteligente, eso no lo vamos a negar… Y es que además se le nota, porque si vos me decís que lo es y se puede disimular… bueno, es otra cosa. ¡Pero a este pibe se le nota a la legua! Y los pendejos de ahora lo ven como algo normal, algo natural. ¡Mirá al punto que hemos llegado! ¿¡Te das cuenta!? Antes, en mi época, en mi escuela, ni las mujeres les hablábamos así se daban cuenta ¡solitos! que no estaban bien siendo así. ¡Y funcionaba, eh! Viste el taxista este… ¿Cómo se llamaba?... El de La San Jorge… Sosa o Suazo… no importa. Bueno, ese iba conmigo a la escuela y de chiquito era medio rarito, así, como el hijo de Fernández. Una vez se corrió el rumor de que hacía cosas con el cura de la parroquia, porque yo iba a una escuela privada, ¿viste? Pero bueno, la cuestión es que se decía eso. Yo no lo creo y nunca lo creí, pobre del cura Gregorio, que era tan bueno… ¡decir una cosa así de él!… Nosotros, cuando nos enteramos, lo dejamos de lado al pibe este, por rarito y mentiroso. Y nadie le dirigía la palabra, eh. Hasta que, unos meses después, se apareció con novia y se normalizó. Se casó y todo, ¿eh? Porque a una persona, sea lo que sea, lo peor que le podés hacer es quitarle la palabra, el saludo… Y ahí nomás se enderezan. Bueno, ahora se separó y dejó a la mujer con tres hijos… Viste que ella era una cualquiera también, y él se cansó… Aunque también se corrió el rumor de que a él lo vieron con un amigo medio raro, pero yo no lo creo. En este pueblo inventan muchas pavadas, porque la gente se aburre, parece. Pero bueno, ahora ¡qué querés con estos degenerados! ¡Si hasta invadieron la televisión, se pueden casar y todo! ¡Y quieren adoptar! ¿¡Vos podés creer!? Y los pibes, claro, ven eso, se crían con eso y lo imitan. Y los demás chicos, los que son normales, ya lo ven como algo natural, porque ya se les hizo cotidiano. Yo pienso, ¿no?: ¿y los padres? Me querés decir ¿dónde están los padres?

-Bueno, Señora Mirtha, las cosas cambi…

-¡Pero los valores no! ¡Y la palabra de Dios, menos! ¿Te parece normal que dos hombres, dos mujeres se amen? ¡A mi no! Y la educación es otro descontrol. ¿Sabés lo que pasa? Que se creen más vivos que una. Porque ellos viene a la escuela a provocarnos, a desafiarnos… ¡a jodernos la vida! Quieren demostrar que tiene más poder que una. Pero conmigo se joden, porque saben que no los voy a aprobar así nomás. En mi época jamás te avisaban que te iban a tomar una lección porque una estudiaba todos los días. Ahora, por más que les avises con un mes de anticipación, no te aprueban porque no estudian. Así de simple: son burros, vagos y degenerados. Pero claro, ellos se creen que te hacen una sentada o te toman la escuela, las universidades y así solucionan todo. ¿No viste a la nena esta que salió en televisión, que habían tomado la universidad de Buenos Aires?

- No. ¿En qué can…

- No sé en qué canal, eso no importa. El periodista este, tan gauchito… ¿cómo se llama?... ¿Filman… Fresco…? Algo así, no importa. Lo importante es que él la entrevistó a la borreguita esta, que era la presidenta del Centro de Estudiante (otro lugar donde se juntan degenerados), y le preguntó si había aprobado todas las materias, si estaba en el año que le correspondía y esas cosas. ¿Y adivaná qué? La mocosa era repitente, se llevaba materias y era otra burra más. Y así, todos. Todos una manga de burros que te toman la escuela para reclamar ¿qué?, que se les cae encima. Porque ni siquiera reclaman por mejor educación ni por que se les exija más. No. Reclaman por algo que ellos mismos se encargaron de romper. ¡Y andá a saber hasta cuándo le van a seguir dando manija con ese tema!

- Bueno, pero algo de razón tien…

-¡Ni se te ocurra decirlo! ¿Le vas a dar la razón a los borregos estos? ¿No ves la realidad vos? ¿¡En qué mundo vivís, Claudia!? ¡Informate un poco, querés!... ¡Lo único que me faltaba! Que una colega se ponga de su lado… ¡No, si a mí la vida jamás me va a dejar de sorprender!

-Pero podemos tener pensamientos distin…

- ¡Por supuesto que podemos pensar distinto! Pero vos a mí no me vas a negar la realidad, querida. ¿O me vas a negar que Zapata tiene cara de delincuente? ¿Me vas a negar que la chiquita de Azcurra no es un poco atorrantita, como la madre, que ya todo el pueblo sabe que le mete los cuernos al marido con su compadre? ¿Eh?... Y el pibe este, Fernández, que ¡decí que por lo menos salió educadito!, pero no podés negar que es puto. Si hasta el profesor de gimnasia anda haciendo chistes sobre él y su amiguito, el morochito ese de tercero, que siempre lo espera a la salida y se van juntos… Andá a saber a dónde van y qué hacen. ¡Por favor, Claudia, no seas necia, no niegues lo innegable! Tu problema es que no escuchas, ¡jamás lo hacés! Claro, vos sos mucho más joven que yo, pero, querida, vos estudiaste en una universidad hecha y derecha, yo tuve a tus padres de alumnos y eran muy buenos estudiantes. Ellos te habrán educado bien, supongo… ¡No podés pensar como los demás! Vos no me podés venir a decir que las cosas están bien porque me estás negando una realidad, querida. Y pensar así… No sé, es medio peligroso, ¿viste?

-…

-¿Ves? Te quedás muda, querida, porque sabés que tengo razón. Ustedes, los jóvenes, tendrían que aprender a callarse un poco y escucharnos más a nosotros, los adultos. Porque la vida no se hace solo de estudios ¿eh? No, no, no, no, querida. La vida también son las experiencias vividas, y ustedes ¿qué experiencia de vida pueden tener? Les falta mucho todavía. Ese es el problema de los pibes: quieren quemar etapas en vez de disfrutar de la niñez, de la juventud, que es tan hermosa. No, ustedes quieren tomar el poder, quieren hablar de política ¡como si supieran algo de política! ¡Por favor, no me hagan reír!

- Eso es subestimar a los jóv…

-No. Eso es decirles las cosas tal cual son. Pasa que a ustedes no les gusta mirar la realidad, viven en una nube de pedos, ¡que Dios me libre! Si las cosas se hicieran como ustedes quieren, el mundo ya sería un caos… Pero ustedes, encima son mal agradecidos, porque cuando aparece alguien, como yo, que sólo pretendo corregirlos, advertirles que están equivocados, que las cosas jamás van a poder ser como ustedes lo piensan; se enojan y me atacan. Nos atacan a nosotros que sólo queremos que las cosas estén como siempre estuvieron que tan mal no nos fue, ¡caramba! ¡Mirá a tus padres, querida! Te educaron de la mejor manera posible, y jamás se les ocurrió reclamar nada… Pero bueno, qué te voy a decir a vos, si yo sé que en el fondo pensás como yo y por eso estás acá: para ayudar a los chicos a que terminen sus estudios… por más que muchos de ellos ni siquiera se lo merezcan.

-No, yo no pienso com…

-Hacés bien si no pensás, querida. Hacés muy bien, porque al final… una se mata pensando en cómo ayudarlos y venís acá y te das cuenta de que es una pérdida de tiempo, que ya está, no van a cambiar nunca, está en su naturaleza ser así. Y no es porque una no ponga voluntad, ¿eh?, vos lo sabés mejor que yo. Pero bueno, hay que seguir nomás. Ojalá que algún día recibamos un reconocimiento digno por todo lo que hacemos por la juventud. Aunque ellos no lo crean, estamos trabajando por y para ellos. Te dejo querida, ya es la hora de mi clase. Hoy me vine con todas las energías puestas… Ya van a ver quién soy yo, ¡qué se creen, estos!


4 de noviembre de 2010

domingo, 31 de octubre de 2010

Alivia

Nuestro amigo Agustín, se había levantado temprano ese día, si bien la noche anterior apenas había dormido planeándolo todo para que saliera perfecto.

Hacía dos semanas que le había pedido noviazgo a Camila y ella, por supuesto, había aceptado. (Digo “por supuesto” porque si ella no hubiese aceptado, para qué nombrarla en este relato, ¿no?) Ambos eran jóvenes y lindos, se entendían muy bien y tenían varias cosas en común (No voy a dar detalles de la belleza de cada uno porque, si me detengo en el pelo rizado y la cara perfecta de ella, o en los ojos azules y el cuerpo atlético de él, el relato no va a ser muy creíble. Conformémosno con saber que eran jóvenes y lindos. Ah, y que creían amarse)

Sigo. Ese día, Agustín se bañó (pensó en masturbarse en la ducha, pero lo postergó por las dudas), se perfumó y se vistió con sus mejores ropas: un bóxer blanco y nuevo, un jeans y una remera celeste o verde (no distinguía los colores, era daltónico), y una campera, también de jeans, pero negra. Se miró al espejo y se sonrió. Estaba lindo, se sentía lindo. Tomó su morral azul y salió (En el morral llevaba una botella de esos jugos saborizados espantosos, uno de limón en este caso, un par de carpetas de la universidad y su cámara digital. Los dos últimos no importan pero, atento con el jugo, eh?)

El día también estaba lindo: soleado y caluroso, junto a una brisa que lo hacía más agradable. En la parada del colectivo, esperó unos veinte minutos, cosa que no le importó porque disfrutaba de la música que salía de sus auriculares. Una chica que pasaba por en frente, lo miró y le sonrió. Él se hizo el desentendido (dos semanas atrás, hubiese ido detrás de ella y ambos terminarían en la cama de él), y miró para otro lado. Sólo le importaba Camila.

La joven pareja aun no habían tenido sexo, y Agustín tenía todas las expectativas de que, en ese encuentro, por fin sucediera. Lo había pensado toda la noche (como ya dije antes) Pero no. El encuentro en casa de ella ni merece la pena contarlo (“Qué antipático”, pensará usted, pero es la verdad: sólo un par de besos, ni siquiera caricias, una mano de más… ¡algo! Vamos, son jóvenes, ¡carajo!, ¡tóquense! Pero no. Camila estaba rara esa tarde así que ni vale la pena contar las dos horas y media que estuvo Agustín ahí. Ni siquiera el diálogo que mantuvieron fue interesante. Ya dije: conformemosnó con que son jóvenes y lindos, no les pidamos que, además, sean inteligentes e interesantes. Sería un exceso.)

Lo único rescatable de ese encuentro fue el momento en que Camila se dirigió a la cocina, se sirvió un vaso de yogurt, regresó, le dio un beso y le dijo: “Ahora vuelvo”, dejando el vaso sobre la mesita que estaba junto a los sillones en los que estaban sentados. Agustín, pensando en que la novia se estaba preparando para el primer encuentro sexual, se puso nervioso, tomó el vaso de yogurt, bebió un sorbo bastante largo, y se acomodó en el sillón, mientras, a su vez, acomodaba su entrepierna.

Cuando ella regresó, le dijo que tenía cosas que hacer o que los padres ya estaban por llegar, o cualquier otra cosa. Lo importante es que lo echó muy sutilmente y Agustín no entendía nada (Como usted no debe entender en este momento, porque este relato no va ni para atrás ni para adelante. Pero no desespere) Agustín hizo como que no le importa pero en realidad estaba re caliente (en ambos sentidos) y se despidió muy cordialmente. (Ahí mismo se arrepintió de no haberse masturbado en la ducha antes de salir)

El colectivo de regreso pasó enseguida, para alivio de nuestro protagonista, que aun no conocía bien la ciudad y ese barrio lo atemorizaba un poco. La temperatura había aumentado notoriamente, a pesar de que ya estaba oscureciendo, y Agustín comenzó a transpirar. Tenía media hora de viaje hasta su casa.

Una vez dentro del colectivo, consiguió un asiento individual. Delante de él iba durmiendo un hombre barbudo, mal vestido y con mucho olor a alcohol. (Parecía un linyera pero no lo era) Detrás, una mujer embarazada, con una panza en la que parecía llevar trillizos y hasta cuatrillizos. Apenas se sentó, recibió un mensaje de texto de su amada:

De Cami: Amor, no habrás tomado de mi yogurt, no?,
porque es “Alivia”. Pasa que ando mal de la panza
y no sabía cómo decírtelo. Besos.

“Alivia”, ese yogurt de la tele, que en la publicidad mostraba a las mujeres con la cara arrugada porque no pueden cagar, pero prefieren decir que andan con “tránsito lento”, como si se tratara de una carretera. “Alivia, el yogurt que facilita el tránsito lento. Vos me entendés, gorda”, decía la dientuda en la pantalla. Y Agustín lo recordó una y otra vez, durante el viaje, como una condena.

Su panza hizo un ruido espantoso, pero prefirió ignorarla. Respondió al mensaje, diciendo que no se preocupara, que tomó un poquito pero que estaba bien. Pero no lo estaba. Y comenzó el problema para nuestro amigo.

(Ahora necesitaré de su ayuda, compañero, porque a partir de este momento me gustaría que usted tratara de sentir lo que sintió nuestro amigo Agustín, así entiende por qué hizo lo que hizo y no piense, erróneamente, que fue un hijo de puta. Trate de ponerse en su lugar, pobre, y a medida que vaya leyendo el relato, imagine que es usted mismo el que va en ese colectivo, haciendo los esfuerzos que Agustín hizo. Y después sí, si quiere, juzgue)

Al principio, Agustín, no hallaba cómo sentarse porque su cuerpo comenzó a exigirle expulsar todo. Empezó a contraer las nalgas porque se le querían escapar ventosidades por todos los orificios (Agustín era más bien de “tránsito acelerado” y hacía lo segundo casi diariamente. Había comido fideos con huevos frito, y, supongo que todos sabemos los olores que esto produce; y no había ido al baño en todo el día, desde la noche anterior, así que, imagine usted)

El colectivo tomó su ruta por una calle de tierra, llena de baches, y en cada salto que daba, Agustín apretaba más y más el culo, al punto tal, que comenzaron a dolerle las piernas. Seguía incómodo por no saber como sentarse, y la transpiración salía a chorros por sus poros. (“Alivia, el yogurt que facilita el tránsito lento. Vos me entendés, gorda”) Los minutos se habían detenido y sentía que el colectivo no avanzaba. Se sentía observado, aunque en realidad nadie lo miraba. Sentía ganas de llorar de la impotencia. Temía lo que llegara a suceder si le aflojaba un poco al apriete.

(“¿Por qué no se bajaba del colectivo?”, pensará usted. A lo que debería responder que no se animaba a bajarse porque: primero, sabía que si se movía se le salía todo, y segundo, porque no conocía el barrio y aun faltaba mucho para llegar a su casa.)

Fue un bache, (uno de esos bien grandes que hacen que los colectivos se muevan, que cualquiera se cagaría del mismo susto, pero no fue el caso de mi amigo Agustín, porque todos ya sabemos cuál fue el motivo que lo llevó a hacer eso que, desde chico nos enseñan a que se hace en el baño y no encima de uno mismo… Imagine usted, el trauma que esto puede causarle a un joven de veinticuatro años de edad. Todo por un yogurt, un maldito yogurt “Alivia”) lo que hizo que, nuestro amigo se despidiera casi hasta de su mismo vientre.

El colectivero no había visto el bache y se mandó con todo, a tal punto, que algunos pasajeros gritaron porque se habían asustado, y otros lo putearon. Entre esos sonidos (gritos y puteadas, “Alivia, el yogurt que facilita el tránsito lento. Vos me entendés, gorda”,), fue que Agustín, en un descuidó, aflojó el apriete de las nalgas y salió de dentro de él lo que ya todos sabemos. Pedos y mierdas se encontraron con su bóxer blanco, dejándolo de un color marrón clarito que, fácilmente, podría imponerse como moda. “Si total, las “chicas Alivia” lo usarían con toda seguridad”- pensó, enojado, Agustín.

No pudo evitar decirse que fue un alivio para su cuerpo, pero sólo fueron dos segundos de satisfacción, porque rápidamente lo invadió la culpa, el asco y el miedo a ser descubierto por los demás. Nadie había notado (aun) el accidente de nuestro amigo.

Comenzó a sentir cómo la mierda le iba cayendo por sus piernas y, el roce con los vellos de éstas, le hacía picar y a la vez le daban arcadas. (“Alivia, el yogurt que facilita el tránsito lento. Vos me entendés, gorda”) El olor no se hizo esperar y junto a él llegaron las caras arrugadas de los señores pasajeros, que estiraban el cogote buscando al puerco sucio que había osado largar sus pestilencias ahí, cerca de ellos. Agustín, ni lerdo ni perezoso, también arrugó la nariz, y comenzó a buscar al culpable. (Le salía muy bien hacerse el desentendido, no se lo vamos a negar)

En un momento creyó que todos lo miraban a él, y estuvo a punto de largar el llanto de la vergüenza y la humillación. Pero lo detuvo la voz de un hombre que gritó: “¡Viejo de mierda, encima de borracho, sucio!” y los demás pasajeros asintieron.

A lo mejor por el calor o porque era mucho lo evacuado, o vaya a saber uno por qué, pero lo cierto es que del olor se pasó enseguida a un hedor insoportable, al punto tal que las mujeres comenzaron a hacer arcadas, los niños a llorar y los hombres a putear (lo de siempre) Y las puteadas iban dirigidas al pobre viejo, que ni se enteraba de lo que ocurría, por lo dormido que estaba (y, convengamos que también, un poquito, de la misma borrachera que llevaba encima)

Como ya dije, nuestro protagonista no era ni lerdo ni perezoso, y se le ocurrió la brillante idea que involucra al jugo saborizado espantoso, (el que antes le había dicho, estuviera atento, ¿se acuerda?). En fin, que Agustín vio una oportunidad de salir del paso de tener que pedir disculpa por su cagada, y la aprovechó sin siquiera pensar en lo que podría llegar a ocurrir con el pobre viejo borracho.

No le importó porque él sabía que no iban a sospechar nunca que un chico lindo, como él, bien vestido, perfumado (aunque a esta altura los olores se habían mezclado en su cuerpo) y con cara de buen tipo, se pudiera llegar a cagar encima, a los veinticuatro años. Y haciéndose el disimulado, (merecía aplausos por esta actuación), sacó de su morral el jugo amarillo chillón y espantoso, y poco a poco, muy lentamente y evitando que lo vieran, fue desenroscando la tapa. Luego, aprovechando el siguiente bache, que también hizo que la gente puteara, arrojó el contenido liquido de la botella sobre la entrepierna del viejo que iba durmiendo delante de él. Nadie se había percatado de esta maniobra, (y eso que el colectivo iba bastante lleno).

Los niños, ante un nuevo susto por el bache, comenzaron a llorar más fuerte (una nena, de unos cuatro años, más o menos, rubiecita y trenzuda lloraba y decía- “Mamá, caca, mamá, caca”, y Agustín no sabía si se refería al olor o si realmente la nena se estaba por cagar. Pero por primera vez en el viaje se sintió acompañado), las mujeres aumentaron sus ganas de vomitar y sus arcadas comenzaron a oírse en cada rincón del colectivo, y los hombres, al ver al pobre borracho con el pantalón mojado, empezaron a putera más enérgicamente. Entre tanto alboroto, Agustín se relajó y permitió que saliera un poco más de ese caldo jugoso y oloroso, pero enseguida volvió a contraer las posaderas. La panza largó un rugido de queja.

La señora embarazada que venía detrás de Agustín, soltó un chillido y vomitó, (había comido alguna legumbre, por lo visto) salpicando a los pasajeros más cercanos a ella. Algunos pasajeros tenían la nariz dentro de sus remeras y pulóveres, para evitar respirar el aire fétido. Agustín los imitó, pero dentro de se remera olía mucho peor, y volvió a tener arcadas.

Uno de los pasajeros le gritó al chofer: “-Eh, loco, ¿por qué no frenás y bajás a este viejo de mierda? ¿No olés, no sentís el olor a mierda, vos? ¿No ves que las mujeres están vomitando y los nenes lloran, boludo?”
-¡Sí, bajalo!- gritaron, otros, de más allá.

Y empezaron a empujar al viejo, insultándolo y golpeándolo. El viejo se despertó asustado, y no entendiendo nada (¡Cómo hacerlo!, pobre), entró a tirar manotazos para todos lados, tratando de defenderse de los insultos y los primeros golpes recibidos. Uno de los manotazos fue a dar de lleno en la cabeza de la nena rubiecita y trenzuda, excusa para seguir a los gritos, pero esta vez, sí, desaforados. Todo esto no hizo más que enfurecer al género masculino, que sentían tener un motivo más que justo para hacer lo que le hicieron al pobre tipo.

Entre cuatro, le agarraron los brazos y piernas, mientras otros más le golpeaban el rostro y la panza, escupiéndole los peores insultos que se les ocurrían. El viejo cayó al piso y, como acto reflejo, encogió todo el cuerpo, que los demás patearon sin consideración. Agustín observaba todo esto con ojos llorosos. El colectivo era un caos y sabía que lo había provocado él, pero era al viejo borracho a quien golpeaban, y eso era lo que más le preocupaba y lamentaba.

Tenía ganas de gritar que pararan, que él era el que se había cagado, que la novia era una imbécil más que, por no cagar un día, iba y se compraba yogurt “Alivia” como hacían las mujeres que él consideraba huecas, superficiales y consumistas, ganas de gritar que él había sido el imbécil que tomó del yogurt de ella, y se había cagado sentado, porque no lo pudo evitar, porque por un momento su cuerpo, su mente y todo él, habían olvidado que se caga en el inodoro, en un tacho, detrás de un arbusto, o en cualquier otra parte, pero nunca, jamás de los jamases, uno se debía cagar encima. Y menos en un colectivo.

Y envuelto en estos pensamientos, Agustín trató de levantarse y tocar el timbre para bajar. Ya no le importaba si el barrio era peligroso o no, quería bajar, ¡necesitaba bajar! Pero antes de lograr estar en pie, sintió como un líquido pastoso le entraba desde la nuca y se deslizaba por su espalda: la mujer embarazada le había vomitado encima. Entre llantos, la mujer le pidió disculpas, pero Agustín no se animó a decir nada. La mujer lo miró, puso los ojos en blanco y cayó desmayada a un costado, encima de su propio vómito.

Agustín se sentía miserable, se tuvo lástima, y no aguantando más, largó el llanto ahogado y reprimido que venía conteniendo hacía quince minutos. (La nena rubiecita y trenzuda, era un poroto al lado de este, ¡imagine! Y vea usted, entonces, sino era un buen pibe, que no le importó llorar en público a los veinticuatro años… Claro, ya se había cagado en público, pero es distinto, porque nadie sabía que había sido él, en cambio el llanto, las lágrimas, eran visibles y delataban su tristeza, que eso también es algo íntimo, si se quiere, algo que uno trata de no mostrar ante los demás. Aunque nunca, nadie le había dicho que llorar estuviera mal, pero Agustín así lo creía, eso lo había incorporado de la vida misma y por eso evitaba llorar, porque también lo avergonzaba.)

Por fin el colectivo se detuvo. Los hombres empujaron al señor borracho hasta la puerta trasera del colectivo y de ahí lo arrojaron a la calle, sin dejar de insultarlo. El colectivo siguió su recorrido, como si nada. Los pasajeros intentaban abrir las ventanas, pero estaban selladas. Una muchacha levantó a la mujer embarazada y le daba aire con un cuaderno que tenía en la mano. Los padres calmaron a las criaturas, (incluso a la rubiecita, pero fue la última en aflojarle al llanto. Apasionada, la borreguita) Agustín seguía llorando en su asiento, pero silenciosamente.

De a poco la gente fue abandonando el colectivo, de a grupos o individualmente iban bajando en cada parada. Agustín no se animó a bajar en su parada porque en la misma bajó un grupo de seis personas, entre ellos la mujer embarazada.

El colectivo terminó su recorrido, en un lugar descampado, sin luces. El chofer le avisó a Agustín que debía bajarse. Estaba lejos de su casa. Ni siquiera sabía a cuántos kilómetros estaba, pero decidió bajarse igual. No se animó a pedirle ayuda al chofer. Se dirigió a la puerta trasera, que ya estaba abierta, y caminó a paso lento, con las piernas abiertas. En el interior de su ropa, la mierda se había secado y se le había pegado al cuerpo. Por fuera, y a la vista de todos, se notaba el jeans y parte de la campera con una mancha y pegadas al cuerpo. En fin, era evidente que se había cagado.

El chofer lo vio por el espejo retrovisor y solo atinó a gritar: “-¡¡Pendejo hijo de puta!!”

Agustín corrió. Corrió lo más rápido que pudo y no paró hasta llegar a su casa. Entró, y se tiró al piso a llorar de bronca, de impotencia, de asco, de vergüenza… Lloró por media hora, más o menos, y luego se metió a la ducha, con ropa y todo (esta vez, ni se le cruzó por la mente la idea de masturbarse)

Cuando salió del baño, tiró toda la ropa que había llevado a la cita con Camila y después prendió el televisor: “Alivia, el yogurt que facilita el tránsito lento. Vos me entendés, gorda”- decía la dientona en la pantalla, y el la puteó, le gritó al televisor, le arrojó el control remoto y comenzó a llorar nuevamente (Bueno, sí, era medio llorón el pobre Agustín). En medio del llanto recibió un mensaje de la novia:

“De Cami: Amor, ya estoy bien de la pancita =)
Ya llegaste a tu casita?
Si querés nos vemos mañana de nuevo, en casa.
Avisame cuando estés en tu casa así no me preocupo.
Te amo”

Agustín sonrió y, impulsivamente le contestó:

“De Tín: ¡¡Andá a la mierda, puta!!”

(Ahora sí, si quiere, juzgue a nuestro amigo, Agustín)


31 de octubre de 2010

viernes, 22 de octubre de 2010

La muerte de Fabricio

  Fabricio tomó su campera negra de cuero que colgaba de una silla muerta, se la puso y se dirigió a la puerta.
  Miró su habitación como despidiéndose. Todo estaba desordenado: posters de Ramones y Pappo y otras bandas por el estilo, era lo único que estaba en su lugar, el resto yacía en el piso o en cualquier otra parte, pero menos en el lugar que les debería corresponder. El despelote era tal, y estaba tan acostumbrado a vivir así, que ya lo había naturalizado y creía que todo estaba donde debería estar. Él era así: despelotado. Hasta en su forma de caminar, zancada tras zancada que parecía desarticularse.
  Abrió la puerta, volvió a mirar su habitación, gris, olorosa y envuelta en un aura de soledad y triste agonía. Y salió sabiendo que ese día alguien moriría. Lo sabía bien.
  Tenía una imagen que mantener. Sus amigos le decían El Renegado por su constante mal carácter, su voz gruesa y tronante y su vestimenta. Ese día, además de su campera negra, llevaba un jeans roto y mugriento, borceguíes estropeados y gastados, sus muñequeras   con tachas y su remera preferida, la que tenía estampada a El Padrino, de la película de Francis Ford Coppola. El pelo largo lo llevaba revuelto y desalineado, como él sólo lograba tenerlo. Sí, tenía una imagen que mantener.
  En el barrio lo conocían todos y cuando él pasaba, no volaba una mosca. Había un respeto hacia él que nació naturalmente. Nunca nadie lo propuso pero era como si todo el barrio se habría puesto de acuerdo y era lo que se debía hacer: silencio y sólo silencio ante su paso. Tampoco nadie hablaba del por qué de este ritual, pero todos sentían un manto oscuro, un halo de misterio e inquietud ante él. Caminaba seguro por las calles, se sentía importante, siempre con un cigarrillo entre los dedos.
  Pero esa tarde no le importaba todo eso. Esa tarde se dirigía a la disquería del barrio, dispuesto a comprar ese cd que tanto había mirado y soñado. Podía ser lo último que comprara y lo presentía. Pero iba sin miedo, ya no le importaba nada, ni siquiera lo que Cacho, el pibe de la disquería, pudiera llegar a pensar. Ya tendría una excusa a mano para dar. Él sabía de excusas.
  En una esquina se encontró con los muchachos, sus amigos de toda la vida. Ellos también lo respetaban pero no le temían. Lo respetaban más por sus silencios y porque, las pocas veces que emitía opinión, eran respuestas inteligentes y profundas. Fabricio no era un hablador, y a lo mejor sus silencios eran los que infundían temor en los demás, los que no lo conocían. No se detuvo a charlar, sólo saludo y pasó de largo, pero a nadie le sorprendió. Él era así, siempre fue así.
  El trayecto hasta la disquería se le hacía interminable y el día no acompañaba en nada: el sol le quemaba la nuca, el calor se tornaba insoportable y la campera se le pegaba al cuerpo transpirado y, zancada tras zancada, se le hacía más pesada. Estaba incómodo con la ropa que llevaba, pero era su fachada, la que debía mantener, y no era la primera vez que estaba incómodo. Sabía disimularlo, siempre lo hizo.
  Por fin llegó a la disquería. Fue directo al cd, miró el precio sólo por costumbre porque a él no le importaba cuánto tendría que pagar. Sea lo que sea, lo valía. Se acercó a la caja y le dijo a Cacho que se llevaba ese cd. Le clavó los ojos en busca de algún gesto que demostrara sorpresa, sarcasmo o lo que fuera. No lo encontró.
  Cacho le cobró y le preguntó si debía envolverlo para regalo. Dio una respuesta afirmativa. Mientras envolvían el cd, Fabricio esperó incómodo y sorprendido por la poca atención que recibió por parte del vendedor. No estaba acostumbrado a que lo ignoren. Pero era mejor así, pensó, aunque se sintió casi un fantasma. Cuando tuvo el cd entre sus manos, salió apresurado pero sonriendo, victorioso.
  Volver a casa fue más difícil, aun. Si bien el sol se había ocultado y había dejado paso a una brisa un tanto helada, pero agradable, Fabricio deseaba estar ya, en ese mismo momento en su casa. Su cuerpo era un manojo de nervios y a la vez, estaba invadido por una emoción y una excitación que jamás había experimentado. Lo que más lo impacientaba era escuchar ese cd. No era una compra más. Su vida toda dependía de ese objeto. Él lo sentía así, y de eso nunca dudó.
  Por fin en su casa, desenvolvió el cd, lo abrió y olió el booklet: olor a nuevo que trató de retener con los ojos cerrados. Y mientras lo olía, creyó enloquecer y sentía que su cuerpo respondía a ese olor y cómo su miembro iba endureciéndose con cada aspiración que daba… Fue entonces cuando decidió hacerlo y ya no hubo vuelta atrás.
  Se arrancó esa campera que tanto odiaba y toda su vestimenta fue a parar al piso de la habitación. Toda, menos su remera de El Padrino. Una vez desnudo, se duchó, se sentía sucio, asqueado de sí mismo, se sentía débil y avergonzado de tanta falsedad. El agua se encargaría de limpiarlo. Y lo logró. La ducha le hizo bien, y mientras se secaba, pensó y supo que estaba haciendo lo correcto.
  Se dirigió al espejo de cuerpo entero que tenía junto a su cama, y así, desnudo como llegó a este mundo, se observó. Le gustó lo que el espejo reflejaba: un tipo de treinta años que aparentaba muchos menos, alto, con el pelo hasta los hombro, un cuerpo bien formado, sin muchos músculos pero sin excesos de grasas… Un tipo bien parecido, pensó. Poseía un rostro duro y masculino, pero que si se lo miraba detenidamente, tenía algo de aniñado, de un niño triste y solitario. Se sonrió así mismo.
  Así, desnudo como estaba, buscó la caja que tenía debajo de su cama. La miró unos segundos, dubitativo, suspiró y la abrió. Le llevó exactamente sesenta y ocho minutos para terminar con él mismo.
  Una vez listo, colocó el cd y puso el volumen al máximo. El reproductor marcaba el track cuatro del disco. Apretó play, y de los parlantes salieron los sonidos de unos tambores que se mezclaban con ritmos de música disco. Se hicieron oír los primeros versos de la canción:

“Primero una muñeca vestida de largo,
Que camina y habla, y hada por tus manos,
Después, al hacerme tuya,
Muñeca de trapo que soporta todo,
Hasta el amor ingrato…”

  Y nuevamente, frente al espejo, se observaba, pero esta vez se enamoró de lo que veía: una chica de treinta años, que aparentaba muchísimos menos, alta, una melena rubia y larga, un vestido turquesa que se ajustaba a su cuerpo, uñas largas y pintadas del mismo color del vestido, ojos grandes con pestañas interminables, bañadas en rímel negro, labios rojos, y unas botas negras y largas, que realzaban sus piernas.
  La mujer del espejo cantaba y abría la boca exageradamente, logrando no emitir sonido alguno, solo gesticulaciones, y así y todo, seguía la letra de la canción: “Muñeca rota” de Valeria Lynch. Y al pronunciar la frase: “Tratando de armarme paso las horas, juntando mis trozos entre las sombras…”, la mujer estalló en un llanto sin consuelo, sus mejillas se tiñeron de negro y se dejó caer al suelo, junto a todo lo que ya había en él.
  Esa mujer lloraba la muerte de Fabricio y le daba la bienvenida a Francisca Corleone… Lloraba porque moría y nacía al mismo tiempo. Y en la muerte como en el nacimiento, hay llanto. En el medio, la vida. Y más llantos.

  Hoy, Francisca Corleone presenta su show en el teatro: “La primera Dragqueen del pueblo presenta: Tributo a Valeria Lynch” dicen los carteles que la muestran sonriente y orgullosa. Desafiante. Las primeras cinco funciones ya están agotadas.
  Compró tres copias más del mismo disco porque el primero se rayó de tanto escucharlo en los ensayos para su show. Camina por las calles y sigue siendo respetada, pero la gente habla y susurra cuando pasa ella. Los muchachos, los amigos de toda la vida, desaparecieron. No sabe dónde están pero tampoco los busca. Sigue teniendo una imagen que mantener, y ahora más que nunca.
  Su habitación huele a sahumerio de canela. Los posters son de Madonna, Marilyn Monroe y, por supuesto, Valeria Lynch.
  Cada tanto, sobre todo por las mañanas, se encuentra con el fantasma de Fabricio, pero lo ignora. Sabe ignorar.
  En la caja guardó la campera de Fabricio y sus demás cosas, pero la remera de El Padrino la tiene a mano, de vez en cuando la usa. Le debe mucho más que el nombre.

8 de enero de 2008

domingo, 17 de octubre de 2010

Pececitos en la garganta

  “¡¡¡Gran baile infantil!!! ¡¡¡Con juegos, música y sorpresas!!! ¡¡¡No te lo pierdas!!! “: decían los carteles de todo el pueblo. Y ahí los llevaría la hermana mayor, que tenía catorce años, por ese entonces. Los otros tres hermanitos tenían, diez, ocho y seis años. El de ocho años es el protagonista de esta historia.
  No era el primer año que no recibirían regalos por el día del niño, de hecho ya estaban acostumbrados a ver cómo todos los demás se paseaban con sus juguetes nuevos y ellos nada. Pero los niños se acostumbran a todo, aunque después, de grande, no lo puedan olvidar.
  El hecho es que la hermana mayor los llevó a los tres, caminando, así se ahorraban algunos australes para comprar golosinas. Sí, era época de australes. Los bañó, peinó y les puso sus mejores ropas. Salieron rumbo al Gran baile, que prometía ser inolvidable. Y de hecho lo fue, sobre todo para uno de ellos. O a lo mejor para los cuatro.
  La fiesta se realizaba en un salón gigante, con un escenario de madera en donde estaban todos los premios que se sortearían casi al final de lo programado. Y todo el pueblo estaba presente.
  Comenzaron bien porque, por equivocación, la señora les cobró tres en vez de cuatro entradas, así que tenían más plata para gastar. Esto los alegró  y entraron sonrientes. Se sentaron en una mesa, cerca de la barra y pidieron dos vasos de gaseosas grande y cuatro panchos, que devoraron entre risas cómplices por su buena suerte y porque les seguía sobrando plata.
  Pero, en un momento se acercó una amiga de la hermana mayor, y ésta le contó, como algo anecdótico y demostrándole confianza, lo que había pasado respecto a las entradas.  La borrega, haciéndose la estúpida y diciendo que iba al baño, se dirigió a la puerta principal y le comunicó a la señora de su error. Resulta que la borrega era la hija de la que cobraba la entrada, y no iba a permitir que cuatro mocosos mal vestidos (si bien se habían puesto lo mejor que tenían) se aprovecharan de su madre. Regresó con su fea y gorda madre a cuesta y con un dedo acusador dijo: “Ellos fueron”. La hermana mayor trató de hacerse la desentendida todo lo que pudo, pero al final tuvo que pagar la cuarta entrada. Y ya no hubo para comprar ni panchos ni gaseosas ni nada. Y así de rápido se terminó la amistad con la hija de su madre.
  ¡Pero aquí no ha pasado nada, a seguir con el Gran baile, que prometía muchos regalos para todos los niños, nadie iba a salir con las manos vacías así que, a seguir disfrutando!
  Los cuatro hermanitos quedaron parados en un rincón, mirando cómo los demás jugaban y corrían. Los payasos trataban de ser divertidos aunque daban ganas de patearlos porque eran insoportables. El salón estaba adornado con guirnaldas y globos de todos los colores, y en el centro, colgado del techo, había una piñata gigante, la más grande que habían visto en su vida. Y el nene se imaginaba que de ahí iban a caer todas las golosinas: caramelos, chocolates, chicles…todos los juguetes del mundo. Si hasta veía bicicletas y patinetas cayendo, sin que dañaran a nadie, y cajas de rompecabezas, y muñecas para su hermanita más chica, y pelotas y robots para su hermanito… Y para él, el juego ese de los pececitos que tenía un imán en la boca y había que atraparlos con una cañita de pescar, que también tenía un imán en la punta. Ese que veía en la tele todos los días y que siempre soñó tener… Todo eso cabía ahí, en su imaginación.
   Las madres obesas y mal pintadas, que habían acompañado a sus hijos, también miraban la gran piñata y no se alejaban del centro del salón. Ellas causarían todo el revuelo.
  El niño, pongamos que se llamaba Sergio, aunque el nombre no importa, era el más tímido de los hermanitos, por ende era el más observador. A lo mejor esto fue lo que hizo que, a pesar de que los años pasaron, no pudiera olvidar esa fiesta y, capaz que todo lo que vivió no tenía gran relevancia para los demás, pero lo cierto es que a él lo marcó de por vida.
  A pesar de su timidez, bailó por primera vez con una chica. No recuerda quién sacó a bailar a quién, (lo más probable es que haya sido ella quien lo buscó. Él no se hubiese animado) pero sí recuerda que bailaron La lambada, que era furor ese año. Él trataba de imitar los pasos del videoclip  que había visto por televisión, y hasta por un momento se sintió el heredero de Michael Jackson. Cuando terminó la canción, la nena fue a la barra a comprar una gaseosa y él la esperó a un costado, tímidamente. Sentía que ella le pertenecía. Y ella volvió, con gaseosa en mano y se quedó a su lado, aunque no hablaron nada y ni siquiera le convidó un sorbo al bailarín. Nunca supo su nombre, pero sí recuerda su cara regordeta y su pelo lacio y negro.
  La bailarina terminó su gaseosa y le tomó la mano. Lo llevó a la pista y comenzó a moverse. Él no sabía cómo debía mover los pies porque, si bien conocía la canción, nunca había visto el videoclip, sólo la había escuchado en la radio y, por lo mismo, no sabía cómo se bailaba. Trató de imitar a los demás niños, pero sus pies no le respondían. Así que la bailarina se impacientó y lo dejó plantado en la mitad de la pista. Nunca más la volvió a ver.
  Regresó con sus hermanitos y éstos se le reían y se burlaban de él. Pero, aunque se puso colorado, no le importó demasiado. Estaba feliz por su primer baile con una linda niña, aunque, como siempre, todo había terminado mal.
  “¡Momento de la piñata, niños y niñas!” – anunció el animador, que era más insoportable que los payasos. “Hacemos un circulo en el medio. No se golpeen que hay sorpresas para todos”- decía en vano, el imbécil, porque las madres obesas junto a sus hijas, también obesas, empujaban a cada niño que trataba de acercarse al centro en busca de golosinas y juguetes.
  Sergio se acercó lo más que pudo junto a su hermano, mientras las dos hermanas, la mayor y la chiquita, se quedaron esperando a un costado. No recuerda  cómo reventaron la piñata, pero lo cierto es que dejó un revuelo total. Todos se abalanzaron al centro del piso, se aplastaban entre sí, se empujaban y golpeaban en busca del contenido tan prometedor de semejante piñata. Pero para decepción de todos, no era más que harina y más harina, y sólo un puñado de caramelos y juguetes de plástico barato, de esos que te ponen en las bolsitas- sorpresas de los cumpleaños.
  Sergio había logrado meterse en el medio, pero huyó horrorizado cuando casi muere asfixiado por dos culos del tamaño de la misma piñata, que lo estaban aplastando. “Madre e hija obesas matan por asfixiar con sus culos enormes a un niño en fiesta infantil”, diría la crónica, si hubiese ocurrido la tragedia. Y se imaginaba una fotografía grotesca de su cara entre esas nalgotas. Pero Sergio salió, tomó aire y miró sus manos: tres caramelos y un autito de plástico verde. Volvió con sus hermanas.
  El hermanito seguía en el tumulto de gente buscando tesoros para los demás. Él era mucho más ágil que Sergio y salió casi airoso de esa situación. Volvió con muchos caramelos y más juguetitos de plástico, pero su cara era más blanca que la que, años después, tendría Michael Jackson. Y le faltaba uno de sus zapatos.
  Por todos lados se veían secuelas de lo ocurrido con la maldita piñata: acá, un niño llorando porque no encontraba a la mamá, allá, otro con la nariz sangrando, más allá, uno que no podía abrir los ojos porque se le metió harina… Y es que ¿¡a quién corno se le ocurre semejante disparate!? ¡Una piñata repleta de harina que revienta en la cabeza y en las caras de los niños!
  El animador trataba de poner un poco de orden: “Se encontró esta zapatilla”- y ahí iba un padre a buscar la zapatilla del hijo. “Se encontró este nene”, y faltaba que lo levantara de un brazo, no vaya a ser cosa que el padre o la madre no lo reconozca, y el nene a los gritos pelados. Pero no llegaba nadie a reclamar a la pobre criatura. “¿Cómo te llamás?”- preguntaba el muy infeliz, que recibió por respuesta un grito de llanto que no cesó hasta que apareció la madre a retirarlo, sonriente pero avergonzada. “Se encontró este zapato marrón”, y ahí fue el hermanito de Sergio, el heroico que los llenó de caramelos y juguetes, los cuales perderían en menos de dos días. Subió al escenario a retirar su zapato, riendo de los mismos nervios y la vergüenza. Cuando volvió junto a sus hermanos, los cuatros se rieron de la situación, mientras masticaban sus caramelos.
  A lo mejor fue el revuelo que causó la gran piñata o la fiesta estaba programada así, pero lo cierto es que enseguida se pasó al sorteo de los regalos. Y Sergio, nuevamente, estaba esperanzado. Quería el juego de los pececitos.
  El premio mayor era la bicicleta y la patineta, pero a él no le importaba. Esperaba que eso se los ganara alguno de sus hermanitos. Él sólo quería los pececitos. Y ya se veía jugando con la más chica de sus hermanas, y seguro le ganaba, pero también se iba a dejar ganar así ella quedaba contenta. Y capaz que su hermano también quisiera jugar en algún momento con él. Y la más grande seguro que lo haría, porque siempre le hizo todas las mañas.
  Tenía el número 84, y sus hermanos tenían los números siguientes o anteriores, eso no importa, lo que importa es que tenían cuatro números en total, así que seguro algo ganaban. No les podía salir todas mal. Estaba con la mirada perdida en el escenario. Veía la bicicleta y la patineta y alrededor de estas, había muchas cajas envueltas en papel de regalos. Cajas de todos los tamaños.
  Comenzó el sorteo y veía como cada niño subía con una sonrisa en busca de su premio. Y en una de esas subió uno de los Fernández. ¿¡Qué mierda hacían los Fernández ahí!? Ellos ya tenían regalos, siempre los tenían: para el día del niño, para los cumpleaños, para el día del animal, para el día de los boludos… ¡ellos siempre tenían regalos!
  Y  ahí va el más odioso de ellos, en busca de su premio, con su cara sonriendo como un imbécil, con su forma de caminar, que Sergio tanto detestaba y toma su regalo, y no se le borra la sonrisa de la cara. Sergio imagina que corre y se le tira encima y lo golpea, y aun así el otro sonríe, con la cara ensangrentada pero sonríe. Porque Sergio sabe que los Fernández realmente eran felices.
  Y en eso estaba, disfrutando una vez más de su imaginación y de los golpes que recibía, dentro de ella, el mayor de los Fernández, cuando el animador, con su mejor voz de pelotudo, anunció el siguiente número: “¡84!”
  ¡Sí, era él! ¡Él era el ganador! Y miraba atontado el escenario, y veía el tamaño del premio: una caja rectangular y bastante grande, envuelta en un papel de regalo plateado con un moño azul. Una caja en la que fácilmente entraba el juego de los pececitos. Las luces del escenario hacían que el papel brillara, y a Sergio le temblaron sus dos piernitas flacas. ¡Él había ganado, señoras y señores! ¡Él y sólo él! Pero de la emoción no podía caminar, y el animador preguntaba si estaba presente el ganador o sino sacarían otro número. Y miró a sus hermanitos, emocionado, buscando ayuda porque no podía avanzar hasta el escenario, necesita que ellos le confirmaran que realmente había ganado.
  Sus hermanitos lo empujaron, y lo alentaron para que subiera a retirar su premio. Y ahí fue él, obediente y feliz, en busca de esa caja que seguro contenía una gran sorpresa. ¿Estarían los pececitos ahí, esperándolo?
  Sergio tomo la caja, con sus manitos temblorosas, y se retiró sonriendo. Sentía que todo sucedía como en cámara lenta, sentía todas las miradas sobre él: algunas transmitían alegría y otras envidia. Pero le importaba muy poco. Quería llegar hasta donde estaban sus hermanos así abrían juntos el premio.
  Y llegó, sonriente, y ellos lo esperaban sonrientes también, y orgullosos. Se apartaron a un costado para abrir el regalo tranquilos, lejos de las miradas envidiosas de los demás. Cuidaron de no romper el papel, porque era muy lindo y lo guardarían para darle algún otro uso. Y de a poco se fue revelando el regalo. Sí, fue una sorpresa para todos: un par de patas de ranas de goma negras.
  La decepción fue total, pero sobretodo para Sergio. Sus hermanos sólo atinaron a reírse, a lo mejor de los nervios o porque la situación realmente era cómica. Sintió muchas ganas de llorar, de romper todo, mucha bronca e impotencia. Le dolía su garganta, porque estaba reprimiendo el llanto.
   ¿¡A quién mierda se le ocurre regalarle semejante estupidez a un niño!? ¿¡Qué uso se le podía dar a eso, que ni siquiera era lindo a la vista!? A los ocho años apenas si lo dejaban chapotear en la playa, y casi nunca iban. ¿¡Quién era el subnormal que organizaba este tipo de eventos sin siquiera detenerse a pensar en las consecuencias!?
  Decidieron irse, abandonar esa fiesta de mierda. No les importó que los sorteos continuaran. Los cuatro sabían que no iban a ganar nada más. Sergio sentía que le habían tomado el pelo. Y para colmo de males, el pendejo de los Fernández se paseaba con el robot con luces que había ganado, delante de sus narices.
  Metió su premio en la caja pero no hizo dos pasos cuando la caja se abrió toda y las patas de ranas cayeron al suelo. La caja no sirvió más y tuvo que llevar una pata en cada mano. La humillación fue completa.
  La hermana mayor trató de levantarle el ánimo y los llevó a la casa de la tía, en donde los esperaba la mamá. El día era soleado y los primos tenían una piletita en la que siempre se metían para refrescarse. Cuando llegaron, la mamá y la tía lo vieron con las patas de rana en las manos y sólo atinaron a reírse. Él se unió a las risas, ¿qué más podía hacer? Pero le seguía doliendo su garganta. Sentía que los pececitos se le habían quedado ahí, trabados, y le hacían doler, y le humedecían los ojitos.
  Junto a sus hermanitos y sus primos decidieron meterse al agua, y él, decidió ponerse las patas de ranas, para hacerles creer que realmente le gustaba su premio. Se sentó en el sillón, se sacó sus zapatillas e intentó ponerse una de las patas de rana. Nadie le había preguntado cuánto calzaba, y su pie largo y flaco no entraba en esa goma negra. Forzó y la pata de rana se rajó en un costado. No sirvió más.
  Terminó rompiendo la otra, con toda la furia que su pequeño cuerpo le permitía. La mamá lo miraba, sonriendo, pero era una sonrisa triste. “No importa, hijo” le dijo. Y él hubiese preferido que no dijera nada porque eso reavivó a los pececitos en su garganta. Y dolía más que nunca.
  Al final hizo como que estaba todo bien. Jugó con sus hermanitos y sus primos. Y después tomaron el té y comieron pan con mermelada de ciruela.
  A la noche, en su cama, repasó el día, como siempre le hacía, y una vez más volvieron los pececitos a su garganta, y le hicieron daño. Y lloró. Lloró toda la noche, hasta quedarse dormido. No sabía que la mamá escuchaba el llanto y desde su cama ella también lloraba.
  Sergio creció y nunca, jamás jugo al juego de los pececitos. Pero nunca, jamás los pudo olvidar.

13 de octubre de 2010

domingo, 10 de octubre de 2010

La novia… (Cosquillosa)

  -Mirá, ponete en mi lugar. Pero ponete en mi lugar en serio eh? No quiero que me digas: “Sí, te entiendo”, sólo para quedar bien. Vos escuchame y después me decís, ¿sí?
  A los trece años, mamá me llamó así por primera vez. En realidad me lo gritó. Lo recuerdo como si fuera ayer. Yo ya sabía lo que significaba porque siempre fui  inteligente, pero nunca me había detenido a pensar en eso. Era como que en el fondo, para mí, era una palabra obvia.
  Y obvio que me dolió. Yo era chica en ese entonces, si hasta jugaba a las muñecas con Cecilia. Las peinábamos y todo. Me dolió mucho y lloré, incluso, pero no delante de ella, porque así como soy de inteligente soy de orgullosa.
  Cuando me lo dijo, la miré sorprendida y desafiante. Igual, eran sus cosas: una minifalda negra con brillitos, divina, unos zapatos haciendo juego con la minifalda, con unos tacos altos, impresionantes, sus pulseras, sus aros a presión, su pintalabios rojo y su cartera chiquita. Todo era de ella. Igual la entiendo. Soy una persona justa y yo también, a lo mejor me enojaría si me usaran mis cosas.
  Y aclaro que eran sus cosas porque, como ya te dije, yo siempre fui  inteligente, ¿viste?, y entonces si yo, por usar sus cosas era eso, entonces ella ¿qué era? ¿Eh?... ¡Era lo mismo! ¿No? ¡Porque eran sus cosas! ¿Viste que desde chica era viva, yo?
  Fue todo idea de Marcelo, mi primito. Desde ese día dejó de ir a casa. Él me dijo que me disfrazara así para jugar a la mamá y el papá. Siempre jugábamos y a mí me gustaba mucho. No te olvides que era una niña de trece años.
  -…
  No, él ya tenía dieciséis para diecisiete, pero igual jugaba conmigo. Pero solamente cuando estábamos solos. Era muy bueno, él. Lo hacía más por mí que por él, porque decía que me veía aburrida.
  -…
  No, no me tocaba, sólo me decía: “mi amor esto, mi amor lo otro…” Bah! Lo que dicen los matrimonios, ¿no?
  ¿Me seguís? ¿Te aburro?... ¿No? Bueno, sigo entonces.
  Después fue mi hermana la que me lo dijo. Ella salía con un chico, su primer novio creo que era. No me acuerdo bien. Me acurdo que se llamaba Esteban. Era lindo pero no era mi tipo. Bueno, la cosa es que él un día llegó a buscarla y mi hermana no estaba. Lo invité a pasar y, como siempre fui muy social y atenta, comencé a hacerle cosquillas en la panza. Siempre jugábamos así.
  Cuando mi hermana llegó, nos encontró en el sillón. Él encima de mí, haciéndome cosquillas en la panza. Yo reía a carcajadas, era divertidísimo. Me gustaba ese juego porque era un juego inocente y yo siempre fui un poco inocente.
  Bueno, mi hermana se puso como loca, le empezó a gritar, le decía: “¿¡no te da vergüenza!? ¡Mirá cómo estás! ¡Pero mirá cómo estás! ¡Me das asco!”  Y no sé qué más le habrá dicho, porque ella siempre fue media exagerada, le gustaba llamar la atención y por todo te hacía un teatro. Pobre. Claro, él estaba todo transpirado y colorado. De tanto forcejeo en el juego, supongo yo. Si hasta recuerdo que estaba agitado, el pobre. Y mi hermana, siempre tan pulcra, odiaba la transpiración.
  Igual la re entiendo. A los novios hay que cuidarlos. Pero ella nunca reconoció que tuvo suerte que él jugara así conmigo y no con otras. Yo soy su hermana y por mí no tenía de qué preocuparse. Además, yo era chica, ¿qué daño podía causar?
  Mucho no me importó porque yo jugaba así con mi profesor de gimnasia. Es que, debido a que era muy inteligente, también era la preferida, sobre todo de los profesores.
  Eso fue lo que les dio envidia a Camila y las demás chicas. Incluso Cecilia me dejó de hablar, y un día me llamó así delante de todo el colegio. Pobre, yo sé lo que es la envidia. Es algo muy feo, porque un día sentí envidia  cuando mamá le regaló una de sus pulseras a mi hermana. Pero ahí nomás me dije: “esto está muy mal”, y nunca más tuve envidia de nada ni de nadie. Porque yo, cuando me propongo algo lo cumplo. Así como soy de inteligente, de orgullosa y de justa, soy de decidida.
  Bueno, pero eso no importa. Lo importante es que un buen día el profesor de gimnasia me llamó así. Él se llamaba Ignacio o Ismael, no me acuerdo bien. Era bastante joven al lado de los demás profesores, ¿qué te diré?, tendría veintiocho para veintinueve, o veintinueve para treinta, más o menos. La cosa es que un día se enojó conmigo.
  Estábamos  jugando a “las cosquillas”, así le decía él, y me pidió que le hiciera cosquillas más debajo de la panza, entonces le hice cosquillas en el ombligo, por ahí. Igual, mucho no se reía. Creo que estaba cansado porque estaba agitado y me hablaba con voz entrecortada. Me decía: “más abajo, por favor…” Entonces, no sé por qué, pero me quiso besar. Por supuesto que yo lo rechacé, y se enojó. Me dijo un montón de barbaridades que yo no comprendía. Me acusaba de provocadora, y yo no entendía a qué se refería. Así que, como soy decidida, corté por lo sano y le dije que no jugaba nunca más con él. Ahí fue que me lo gritó.
  Mucho no me importó porque yo ya jugaba a las cosquillas con Andrés, mi primer noviecito. ¡Él sí que era lindo! Era muy bueno, también. Era tan bueno que jugaba el mismo juego con su amigo, Javier…
  -…
  Sí, ya era grandecito. Diecisiete para dieciocho. Yo tenía por entonces quince… No, catorce para quince. Y ya sabía que la amistad lo es todo, y más para los hombres, ¿o me equivoco?... Sí, catorce, porque él me dejó justo para mi fiesta de quince. Vino junto con Javier, su amigo, y me dijo que lo nuestro no iba más. Fueron cuatro meses hermosos, casi cinco. Se fueron abrazados. Me despertaba tanta ternura esa amistad…. En fin…
  A mi fiesta de quince vinieron mi familia y mis primos. Igual a mamá y a mi hermana las vi poco. Seguían ofendidas conmigo, después de años. ¿A vos te parece?... Mis compañeras no fueron y nunca fui de tener amigas, así que eran muy pocas chicas. Lo que hace la envidia, ¿viste? Es difícil ser la preferida de los profes y de tus compañeros. Ellos sí, fueron todos. Incluso llevaron a amigos de ellos que yo apenas si los conocía.
  Ya termino. Prepará unos matecitos mientras yo sigo, ¿dale? Dulces, por favor. Bueno, ¿en qué estaba?... Ah!, sí.
  Siempre me llevé mejor con los chicos. En el pueblo todos me conocían. Bah! Casi todos. Siempre fui popular. Eso me pasaba por ser tan buena y tan sociable. Igual, el pueblo no era muy grande.
  -…
  ¡No, con todos no! ¿Qué te diré?... con el setenta por ciento, más o menos, por decirte algo. ¡Pero es que era un juego tan divertido! Sin dudas, era mi juego favorito. Para ese entonces ya había olvidado las muñecas. Maduré, bah! Además, la risa es salud. Lo leí por ahí. Leía mucho yo, pero más que nada revistas de moda. No importa.
  -…
  ¡Te digo que no tenía nada de malo! ¡Te lo juro! Vas a ver cuando lleguemos al pueblo. Preguntale a cualquiera. Pero no le preguntes a ninguna vecina porque esas son unas envidiosas de mierda, andá a saber lo que te inventan. Pero yo estoy tranquila, sé lo que soy. Y soy una persona sumamente inteligente que sabe diferenciar lo blanco de lo negro.
  -…
  Y… Sí… Besos hubo con más de uno, pero nada importante… ¡Pero te estoy diciendo la verdad, no te enojés!
  -…
  …¿Por qué ahora?... No sé, supuse que, como vas a ser mi marido, tendrías que saber un poco de mi infancia…
  -…
  …¿Una mano de más?... No, creo que no. No te digo que nunca porque te mentiría, pero por lo general no.
  -…
  Bueno, te enojaste. Si querés no te cuento más. Yo sólo quería que sepas un poco más de mí.
  -…
  A los veintiuno, cuando ya era mayor…
  -…
  Con un novio, ¿con quién más va a ser?
  -…
  Sí, fue amor en su momento. Yo no tenía experiencia en el amor… Con los demás fue solo sexo, pero no con todos ¿eh? ¿¡Qué te creés que soy!?
  ¡No me mires así! Conozco esa mirada y a vos no te voy a permitir que me llames así. Esa mirada viene acompañada de esa palabra, ¡y no te lo voy a permitir!
  Me tenés que entender. Una cosa lleva a la otra, pero nada más. Igual no fue con todos… ¿qué te diré?... con un para largo. No, tampoco largo, exagero… En fin, no llevé la cuenta, porque no fue nada importante para mí. Era como parte del juego… Total, eso es parte de mi pasado. Todos tenemos un muerto en el placard, ¿no?... Vos también tendrás el tuyo y yo no pienso juzgarte, mi amor.
  Tengo sueño, vamos a dormir. Mañana volvemos a mi pueblo. Espero no te sorprendas si me gritan en la calle. Seguro es una envidiosa de esas. Allá está plagado de envidiosas. Además, los mates ya están fríos y lavados. Pero estaban ricos, ¿eh?
  -…
  ¿Qué? ¿Te vas a quedar un ratito?... ¡Ah, ya sé! Estás nervioso porque mañana volvemos a mi pueblo y vas a conocer a mi familia, ¿no?... Sí, supongo que no debe ser fácil conocer a la familia de la novia, ¿no?

Escrito el 23 y 24 de diciembre de 2007