viernes, 6 de mayo de 2011

La última sesión

Mi psicóloga no me quiso atender más después de la última sesión en la que le hablé de ellos. Canceló todas mis citas, cinco creo que me quedaban, y no me atendió más el teléfono: uno cuatro dos uno nueve ocho cuatro. Me lo sé de memoria. De atrás para adelante también: cuatro ocho nueve uno dos cuatro uno. Ella se lo pierde, un caso como el mío no se encuentra todos los días. Ella pensaba que yo le mentía, pero nunca supo que yo solo mentí dos veces en mi vida: una a mamá, sobre algo que sé que hizo papá, y otra a papá sobre algo que sé que hizo mamá. Pensaba que le tomaba el pelo. Pero no me importa. Si quiere puede catalogarme como mentiroso, loco, paranoico o de mil manera más, porque a mi me importa un carajo lo que digan de mí. Yo se que las cosas fueron, son y serán así.

-Ella también tiene la culpa. Ella también te la tiene que pagar – dijo el Gorgelo más viejo. Y supe que iba ha hacerle a la psicóloga, lo mismo que le hice a Gabriela.

Desde hace dos mes, más o menos, porque en realidad no sé cuándo comenzó todo esto pero, sí, calculo que hace dos meses, aunque el tiempo no importa. Digo dos como podría decir, tres meses, tres semanas, treinta y tres días… y así podría seguir con todos los números para, al fin y al cabo, llegar a un mismo fin: los duendecitos. Los cuatro duendecitos.

Yo le digo duendecitos pero ellos me dijeron que no, que no son duendes sino Gorgelos y que viven dentro mío, en mi cabeza. Al principio no les creí, pensé que estaba soñando. Pero después las visitas se hicieron diarias y nocturnas. La primera vez que los vi me asusté, pero después los fui conociendo y tuvimos largas charlas. Hablamos de todo y a ellos parecía gustarle lo mismo que a mí: los números, porque no hay nada más exacto que dos y dos dan cuatro acá, en la China y en cualquier otra parte del mundo, el fútbol y las películas de Cantinflas los sábados por la mañana, en el canal cincuenta y seis. Aunque en algunas cosas no coincidíamos. Por ejemplo, en Gabriela. Ellos me decían que se vestía muy provocativa para salir y que siempre se despedía con una sonrisa en los labios, en cambio en casa siempre estaba de mal humor y ya casi ni teníamos relaciones sexuales. “¿Hace cuánto ya?”- preguntaba el Gorgelo más viejo. Su voz era parecida a la mía, pero más nasal. Tenían razón en todo lo que me fueron diciendo. Cosas que yo no veía antes, ellos me las hicieron visibles. Y ahí comenzamos a estar de acuerdo en absolutamente todo. Especialmente en Gabriela.

Los Gorgelos son bastante feos: sus narices son largas y gordas, los ojos diminutos, la boca grande y las orejas pequeñas. Huelen bastante feo, pero es un olor que no logro relacionar con nada. Se sientan en mi cama o en la mesa y después trepan por mis brazos, hasta llegar a mis hombros, se cuelgan de mi oreja y entran a mi cabeza. Cualquiera pensaría que es una locura, pero ¿qué sabe cualquiera de los Gorgelos? La gente cree que todo el mundo está loco menos ellos mismos.
Si van a ser mis huéspedes, quiero que todos se sientan bien. No me gustan los conflictos, por eso estoy medio obsesionado con los hisopos y me limpio los oídos tres veces por día, sobre todo antes de acostarme, a eso de las doce treinta que es cuando aparecen, por lo general. Muy pocas veces aparecieron por la tarde, a la hora del mate, es decir, entre las cuatro treinta, cinco. Pero esos fueron momentos claves. Aparecían agitados, como apresurados y temerosos y me decían que buscara entre las cosas de Gaby, que buscara alguna pista, algo, “siempre quedan rastros”- decían. Pero ellos me ayudaron a que yo no dejara rastros. Ni uno. Porque yo la maté pero también hice la denuncia de su desaparición.

A veces pienso que fue por culpa de ellos, de los Gorgelos, que maté a Gaby. Porque la verdad es que todavía no encontré ni una sola cosa que me demuestre que me era infiel, y ya hace un mes que me deshice del cuerpo. Costó, pero lo logré. Si hubiese sido todo el cuerpo de una sola vez hubiese sido más fácil, pero los Gorgelos me aconsejaron que la descuartizara y que repartiera el cuerpo por todos lados: el mar, el basurero, una tumba vieja del cementerio… En siete viajes tiré las siete partes de ese cuerpo que tantas veces lo sentí mío. Siete hermosas partes: sus dos brazos, con los que miles de veces me abrazó. Sus dos piernas con las que me rodeaba la cintura para tenerme más adentro de su cuerpo, de su vida. Su cabeza tan de ella, con su pelo largo, lacio y negro como sus ojos, su boca pequeña, diminuta, sabrosa, sus dos orejas grandes que siempre ocultó detrás del pelo, su cara hermosa como nunca voy a ver otra igual. Y el torso partido en dos: por un lado sus pechos redondos, pequeños, rosados y, por el otro, la cintura, con el ombligo diminuto, casi invisible y lo demás oculto bajo vellos, sabrosa, hermosa, misteriosa… única.

Me dolió mutilarla. Sólo me consuela saber que ella no sintió nada porque ya estaba muerta. Los Gorgelos me decían que la mutilara estando viva porque se merecía eso. Pero yo no estaba de acuerdo. Así que, primero la maté y después la mutilé. Las dos piernas y los dos brazos fueron muy fáciles de separar. Me costó más con la cabeza y el torso, pero los Gorgelos me fueron susurrando en el oído cómo debía hacerlo. Y salió perfecto.

Los cuatro Gorgelos dejaron de venir el día que me deshice de la cabeza de Gaby, que fue lo último que me deshice de ella. Primero le di un lavado a su pelo con su champú de hierbas naturales y el acondicionador, que le dejaba el pelo brilloso y fortalecido, o eso decía ella que decía la publicidad, pero que era verdad, aunque yo nunca lo noté. La maquillé lo mejor que pude, porque el pinta labios se quebró así que terminé pintándola con los dedos. Quedó bastante bien. La cabeza la enterré en el cementerio, en una tumba ya ocupada, aunque el pozo no llega a tocar el cajón del otro muerto. Volví dos veces a desenterrarla para traerla a casa y lavarle el cabello y maquillarlas, pero la última vez ya no era ella, así que no volví más.

Hace dos semanas, o tres, no importa, aparecieron de nuevo los Gorgelos y me recordaron que la única otra persona que sabía de su existencia era la psicóloga, porque yo me había encargado de que así fuera. “Si ella te hubiese creído a lo mejor Gaby no se hubiera ido. Es culpa de ella”- dijo el Gorgelo más viejo. Y tiene razón.

Conseguí una cita para dentro de cuatro días. Los Gorgelos prometieron venir conmigo así me dicen qué hacer. Pero primero le voy a contar todo lo que pasó después de la última sesión, así se siente un poquito culpable antes de morir.

4 de mayo de 2011

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