viernes, 12 de agosto de 2011

Como la de Sabina


“¡La puta madre que me parió!”, gritó Hugo a la habitación vacía, ese lunes de julio  a las 06:30 de la mañana, cuando el dedo gordo del pie derecho dio de lleno contra la pata de la cama. El dolor le recorrió todo el cuerpo y quiso escupirlo, pero en su lugar salió la puteada. Comenzó a dar saltos en una pata mientras colocaba el pie golpeado sobre la cama. Frotó el dedo gordo tratando de aminorar el sufrimiento, pero comenzó a sentir que le latía como en los dibujos animados. Después de unos minutos y otras puteadas al pasar, el dolor mermó un poco. Se colocó las ojotas negras y rengueando, se dirigió a la cocina. Era su primer día como acomodador de productos en un nuevo supermercado ubicado en la concha de la lora, al decir de Hugo. Tenía  45 minutos de viaje en colectivo pero él estaba decidido a salir una hora antes, por las dudas. Decidió desayunar algo rápido antes de bañarse. Tenía media hora si quería tomar el colectivo de las ocho. Abrió el primer cajón de la mesada donde se encontraban los fósforos. Siempre dejaba la pava en la hornalla para que se calentara mientras se higienizaba en el baño. Abrió la caja de fósforos y, a lo mejor porque el dedo le seguía latiendo o simplemente porque era medio torpe, la mitad de los fósforos fueron a parar al piso. Ciento once para ser más exacto.  Algunos se colaron entre los dedos y la ojota del pie golpeado. “¡La puta madre, conchalalora…!”, dijo, pero no pudo terminar la puteada. Dio vuelta la caja de fósforos y prendió la hornalla. Decidió no recoger los fósforos del piso, no había tiempo, pero sí lo hubo para agitar el pie y sacar los que ahí se habían posado. Puso la pava al mínimo para darse una ducha rápida antes del hervor. En el baño, Hugo abrió la canilla del agua caliente y la dejó correr un rato, lo que duró en mirarse al espejo y encontrarse con una cara de culo terrible. El golpe y los fósforos le cagaron la mañana, pero esperaba que la cosa mejorara para el mediodía. La barba de dos días no le sentaba tan mal, pero el padre no lo aprobaría, lo había instruido en ir siempre afeitado. Una pequeña barba era dejadez. Una barba completa era peligrosa. Hugo no sabía si estaba del todo de acuerdo con esto, pero nunca se animó a cuestionar al viejo. No tenía tiempo para afeitarse y además el padre ya no estaba ahí, ni en ningún lado. Dejó correr el agua fría y se desnudó. El agua tibia fue lo que terminó de calmar el dedo, pero decidió no enjabonar ese pie por las dudas. Fue un baño apurado: un poco de jabón por ahí arriba y un poco más, abajo. Colocó un poco de shampoo  en su mano derecha y lo llevó a su cabeza. En el trayecto, un hilo del líquido entró directo al ojo izquierdo y, cerrarlo y frotarlo, empeoró todo. “¡Ay!”, dijo Hugo, casi aniñado. Picaba. Ardía. Puso el ojo debajo del agua y logró limpiarlo aunque al pestañear le irritaba un poco. Cuando se estaba secando el cuerpo oyó que la pava silbaba. Era una pava silbadora. Se envolvió en el toallón, y fue a la cocina a servirse una taza de té. Volvió al baño a cepillarse los dientes y a peinarse. El espejo estaba empañado y lo limpió con la toalla de manos. El ojo izquierdo estaba rojo, como aquella noche en que no hizo otra cosa más que fumar. Pero a diferencia de aquella, esta vez era solo un ojo: el izquierdo.  “Parezco Cuasimodo”, se dijo al espejo. Se peinó, cepilló, perfumó y vistió en menos de ocho minutos. Pero esos casi ocho minutos se sumaron a otros y entre todos daban las 06: 49 de la mañana. No había tiempo para el desayuno y el té murió helado flotando en el agua oscura que había teñido su pequeño cuerpo. Hugo se puso la bufanda, primero, y la campera, después. Y salió de su casa. Llegando a la parada vio el colectivo y comenzó a correr. No lo alcanzó. “¡Chofer de mierda, si me vio corriendo, el muy hijo de puta!” Pero ni puteando frenó el colectivo. Miró la hora en el celular: 06:59. “¿Desde cuándo tan puntuales estos?”, pensó Hugo. Diecisiete minutos tuvo que esperar hasta que pasó el siguiente colectivo. En esos diecisiete minutos de espera, Hugo se cagó de frío. El invierno estaba bravo. También se dio cuenta, en esos diecisiete minutos, de que el dedo gordo volvía a latir por la presión de las zapatillas y que el ojo le picaba. Al ojo lo calmó frotándoselo. Pero no hubo caso con el dedo gordo. A las 07:16, tomó la línea trece y consiguió asiento en las primeras filas. Ni bien se sentó, las tripas rugieron pidiendo atención, exigiendo que se las tengan presentes y se les arrojara aunque sea un pan duro, algo con qué entretenerse, pero no había nada para mantenerlas engañadas. La protesta de sus tripas lo acompañó durante las tres primeras paradas, pero después, diez u once minutos más tarde, cederían el protagonismo al grito del dedo gordo del pie derecho y al ojo izquierdo. Cinco paradas más allá, Hugo cedió su asiento a una anciana que moriría tres días después, pero de esto él nunca se enteraría. Igual, entre dientes había puteado el hecho de tener que cederle el lugar a la vieja. Entre las cinco paradas subieron un total de veintitrés  personas, de las cuales, Hugo se dedicó a segregarlas en: a) –Mujeres trabajadoras-ama de casas con carteras grandes o bolsas de compras vacías prontas a llenarse, b) -Hombres-trabajadores con rostros somnolientos y/o de ojos ligeros para con los de las siguientes categorías, c)- Jóvenes-estudiantes y/o trabajadores escuchando música en auriculares y con cara de autismo, y d)- Niños-adolescentes-estudiantes y/o acompañantes de madres, estos se dedicaban a compartir la música de sus celulares a todos los presentes, a hablar fuerte y reír enérgicamente. Hugo notó que, en algunos casos, los del grupo “a” iban acompañados por uno del grupo “d”, sobretodo las del grupo “a” que llevaban bolsas de compras. En un caso notó que una del “a” iba acompañada de un “c” y dos “d”: uno acompañante y el otro estudiante. No estaba de humor para continuar con el juego y lo dejó.  El humor de Hugo empeoró con el viaje. Un “acompañante de madres” no dejaba de mirarle el ojo izquierdo a Hugo. Lo miraba casi horrorizado, lo que hizo que éste se sintiera incómodo y furioso. “¿Qué mirás, pendejo de mierda?”, pensó Hugo, quien desconocía el estado de su ojo irrigado de sangre y crecido. Porque eso había ocurrido: el ojo creció y parecía querer salirse de su órbita, quedando grotesco en comparación a su compañero-ojo. Cuando el colectivo frenó en una nueva parada, Hugo decidió salir del radar visual del pendejo mirón y en el camino, una joven estudiante de sonrisa radiante, cabellos rizados con olor a shampoo de manzana, de piel suave y blanca que Hugo pudo apreciar por el sutil pero hermoso escote y de piernas largas y firmes que terminaban en unos zapatos de mierda con tacos, en unos zapatos que la joven posó, con todo el peso de ese hermoso cuerpo, en el dedo gordo del pie derecho de Hugo. “Disculpá”, fue la palabra que la salvó de la puteada monumental que Hugo tuvo que reprimir así como reprimió el grito de dolor. Y el reprimir le causó un nuevo dolor, esta vez en el pecho, un malestar que le duró todo el trayecto al trabajo. El viaje se le hacía insoportable pero no tenía más alternativas. Más de cinco meses buscando trabajo hasta que dio con él. Hugo se debía bajar tres parada más allá pero el colectivo se encontró con un corte de ruta que retrasó más de media hora el viaje. En esa más de media hora de espera, a Hugo se le ocurrieron dos alternativas: la primera era bajarse y seguir su camino a pie, pero tenía un pie jodido y estaba seguro de que iba a renguear, con lo cual el dolor podría aumentar y dudaba poder soportar un dolor más fuerte, y la segunda era quedarse ahí, parado, agarrado del pasamanos, apretado entre adolecentes inquietos y charlatanes, entre hombres y mujeres puteando, quedarse ahí, entre “qué barbaridades” y “vagos de mierdas, vayan a trabajar”, entre las canciones mueve-culos que salían de los celulares de los adolescentes , entre el autismo de los jóvenes con auriculares, con caras de nada, mirando a la nada. Hugo sentía impotencia, bronca, desprecio por la sociedad toda y por él mismo. Pero lo que más sentía era dolor en el dedo y ya, en todo el pie. Y el ojo, para no ser menos, también comenzó a latirle. Trató de aliviarlo pero solo logró que se le nublara la vista. El colectivo retomó su viaje a las 08: 11. Once minutos de retraso el primer día de trabajo. “¿A vos te parece, pibe?”, le preguntó su padre en su cabeza, con voz de ultratumba y todo. Llegó a las 08: 27 a su primer día de trabajo. Llegó rengueando y con el ojo fuera de órbita. El supervisor lo retó por el retraso y le dio todo un discurso: le habló de la política del trabajo, de responsabilidad, de compañerismo, de ética, de la imagen y de muchas otras mierdas más. Hugo quiso putearlo, mandar todo a la mierda y volver a su casa a comer algo, a fumar algo para aliviar el dolor, para calmar su cabeza, para olvidar al padre, para olvidar a la madre… Para olvidar el mundo. Hugo asentía y pedía disculpas pero al encargado el personaje lo devoró y continuó con el discurso al que le agregó el rol de la empresa en la sociedad, de la imagen de familiaridad que debían dar y sentir “…porque nos tenemos que sentir orgullosos de formar parte de esta familia, de esta cadena de bienes a la sociedad, porque es una responsabilidad que muchos no ven, no aprecian…”, y parecía que tenía un cable enchufado en el orto que le hacía reproducir todo ese mensaje asqueroso, sin sentido, tortuoso y diabólico. Sobre todo diabólico. En mitad de una frase, Hugo se levantó y dijo “¡Andá a la mierda vos, la empresa, tu jefe, el jefe de tu jefe y la sociedad toda! ¡Boludo de mierda!”. Y se fue rengueando y mirando con un solo ojo. Solo quería volver a su casa. Otro día se preocuparía por buscar un nuevo trabajo. A las 23:49 de ese lunes frío de julio, entre cervezas y marihuana, Hugo terminaba de narrarle su día a tres de sus amigos, que ya le habían hecho bromas sobre el ojo y la cojera. Y al finalizar el relato rieron a carcajadas, exagerados, como adolescentes  en colectivo. Y se sintieron vivos, unidos, hermanados con la bronca y los insultos de Hugo al encargado-jefe. Bromearon con que a Hugo le iban a poner un parche en el ojo: “Como un pirata”, dijo Francisco. Y también con que iba a quedar rengo para toda la vida: “Cojo”, agregó Fabián, con doble sentido. “¡Bueeenaaa: La del pirata cojo! Como la de Sabina”, dijo Francisco, y del absurdo del comentario nació la carcajada, y ya no hubo quien los frenase. “Como la de Sabina”, repitió Ruth. Volvieron a reír. A las 23:59 del final de ese día, Hugo sintió que vivía.

11 y 12 de agosto de 2011

2 comentarios:

  1. Una genilidad! No tiene desperdicio, todos tuvimos al menos una vez en nuestras vidas un día "Hugo" jajajaja te mando un beso!

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  2. Gracias, Alexia. Me alegra que te guste. Nos leemos =) Besos.

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