viernes, 30 de marzo de 2012

Matando lo que quiero


Era un marcianito. ¿Cómo que no existen? Sí que existen, yo lo vi. Yo viví con él unas semanas. Era un marcianito chiquito. No, no era verde. Era marrón con manchas azules, como lunares pero eran manchas. De ojos grandes y boca ancha. Su piel era fría, pero no como la de los anfibios. Fría, fresca y rara. Y dientes filosos. Lo sé porque el día que lo encontré me arrancó un dedo, el primero de muchos. Casi veinte. No hablaba pero se hacía entender. Cuando decía “Driiiz” era porque estaba contento, afirmativo. Y cuando decía “Glodg”, estaba enojado, negativo. Por las vocales de cada palabra no era muy difícil saberlo. Cualquiera lo hubiese notado. Él me entendía, ¿Qué cómo sé que era masculino? Por sus olores y sonidos. Un ser femenino, sea de la raza que sea, nunca va a comportarse así ni despedir esos sonidos y olores. Eso lo hacen los hombres. Lo encontré a fuera de casa, tirado en el césped. Lloraba como cualquier criatura indefensa. Por eso supe que era un marcianito y no me refiero a los cuarenta centímetros de estatura, sino que era un niño, una criaturita. Me miró, con los ojos mojados y su boca ancha haciendo un pucherito, como los niños. Y ahí me arrancó el índice derecho. Me asusté, pero no me dolió. De hecho no sangré. Simplemente el dedo desapareció. Y me reí. Marcianito también rió. “Driiiz, Driiiz, Driiiz” se puso de pié y entró a casa. No, no le puse nombre. O sí, Marcianito. Lo llamé así y él respondió a ese nombre sin cuestionarlo, desde el primer momento. Es feo pero simpático. Y me encariñé enseguida. La primera semana nos llevamos bien. Un día, el tercero, se me ocurrió enseñarle  escuchar música y se enamoró. Bailó toda la noche, nueve horas seguidas, hasta que se durmió. No pude hacer nada, cuando intenté apagarla, a eso de las tres de la madrugada, me arrancó el segundo dedo. Pero no pasó a mayores, esa semana.

La segunda semana ya no lo toleraba más. Todo el día contento, con sus “Driiiz” por acá y “Driiiz” por allá. Y hielo, mucho hielo. Un día, una tarde calurosa, se me acabaron los cubitos así que opté con hacerle un “raspado de escarcha” del freezer. Le encantó así que cada tanto le preparo uno. Sobre todo cuando nos peleamos y quiero reconciliarme solo para que deje de llorar como un niño, y dejé de decir “Glodg, Glodg, Glodg” cada tres segundos. “Marcianito pelotudo” le dije una vez, y me corrió por toda la casa. Al principio me reía mientras corría, pero después tuve miedo y me reía del mismo miedo. Me alcanzó y me arrancó dos dedos más de la mano izquierda. Solo me quedaba el dedo gordo y el pequeño en esa mano. Y grité “¡Raspado de escarcha!” “Driiiz, Driiiz, Driiz” dijo, y se sentó, con las patitas colgando esperando su raspado. Me costó prepararlo sin mis dedos recién arrancados. ¿Cómo le voy a pegar? Si te digo que parecía una criaturita. Solo lo reté, y se largó a llorar de nuevo, mientras comíamos nuestros raspados. “Bueno, ya está, no llores más Marcianito”, le dije y le agregué unos cubitos a su raspado. Y puse música. Al otro día tuve que ponerme guantes. A los dedos faltantes los rellené con algodón. En la oficina nadie lo notó. No hablo con nadie. Una noche discutimos y me comió dos dedos de la mano derecha, lo reté y se largó a llorar. Se atragantó con su mismo llanto y terminó vomitando mis dedos que flotaron en un líquido entre naranja y verde. Tuve que barrer mis propios dedos y los arrojé en el tacho de basura. Cuando me fui a dormir, Marcianito se paseaba con uno de mis dedos, al que se comía como quien come una oblea y la saborea de a poco. Me dormí al tercer “Driiz”

No sé qué imagen mental tendrán de Marcianito pero les advierto que no se parece a ningún marciano interpretado en la televisión. Creo que por eso la aborrecía. Siempre le tiraba el control remoto. No se parecía a Alf, aunque los dos eran marrones, pero Marcianito era más clarito. No se parecía a Mercano, ni a Kang o Codos. Ni siquiera a los marcianitos de los videos de Moby. Ni a un Gremlins o un Critter. Aunque cuando se enojaba mostraba los dientes como un Critter. Pero ningún extraterrestre o marciano, como quieran llamarlo, se le parece. Marcianito fue único, pero lo tuve que matar. Sobre el brazo izquierdo ya solo tenía un muñón. Y de la derecha solo me quedaron dos dedos. Los dedos de los pies los perdí todos en distintas discusiones con Marcianito. Me despidieron del trabajo, Marcianito no quería que lo dejara solo. La computadora se rompió. De un día para el otro no pudimos escuchar más música. La casa se volvió silenciosa. Salvo por los “Glodg” continuos y los “Driiz”, cada vez más esporádicos. El televisor tenía la pantalla trizada de tantos golpes con el control remoto que le fue arrojando Marcianito, cada vez que yo la prendía.  La heladera se quemó el mismo día que lo maté. Esa mañana los cubitos no estaban listo, las veinte cubiteras y las tres botellas de agua que ponía a congelar, estaban líquidas. Marcianito quería su desayuno y no paró de decir “Glodg” en todo el día, a todas horas, a cada minuto. Y lo maté. A patadas y con mis muñones, hasta que logré tirarle la heladera encima. “GLODG” gritó Marcianito. Y se calló. La casa quedó en silencio. Lloré, como cualquier criatura indefensa. Lloré porque sabía que ya no iba a estar nunca más. Y lloré porque siempre termino matando lo que quiero.

28 y 29 de marzo de 2012

viernes, 23 de marzo de 2012

Mañana


Antes,                                                                      Ahora,
  Cuando no cuestionaba al hombre                            Que ya no creo en el hombre
   Cuando solo pensaba en jugar                                   Que dejé de jugar   
    Cuando la melancolía no tenía significado                    Que la melancolía me dice Buen día
Antes, también te buscaba                                         Ahora, te busco igual



Antes y ahora
Los libros, las biromes y el papel
La música, la poesía, el cine
La mujer. El hombre
La vida y los porqués
Antes y ahora
Te busco, te encuentro
Y te vuelvo a perder



Antes,                                                                          Ahora,
   Cuando escondía lo escrito                                          Que lo escrito está expuesto
     Esperando a que las palabras maduraran                      Que las palabras se pudrieron
       Esperando a tener algo que decir                                  Que tengo algo que decir
         Pero escribiendo desesperado                                       Que escribo desesperado
Antes, también te buscaba                                            Ahora, te busco más




Antes y ahora
Te busco, te encuentro
Y te vuelvo a perder
Mañana...

22 de marzo de 2012

viernes, 16 de marzo de 2012

El beso frío del cañón


Rosa salió de Caleta Olivia a las dos y cuarenta y cinco minutos de la madrugada. El cielo todavía estaba oscuro. Se había levantado a las doce y media. Se bañó, preparó café y desayunó, siempre atenta a la hora. Volvió a preparar café y lo volcó en un termo. Preparó todo y lo acomodó en el asiento trasero se su Gol gris. Volvió a meterse a la casa solo para mirarse al espejo: una mujer de 37 años, con el pelo teñido de rubio pero que ya asomaban las raíces negras. “Cuando vuelva tengo que volverme a teñir”, pensó Rosa y salió de casa. Arrancó el coche y salió rumbo a Comodoro Rivadavia, por la Ruta 3. Chocó a las tres y veinte. Faltaba poco para llegar a la ciudad.

Roberto salió de Comodoro Rivadavia a las tres menos diez de la madrugada.  Se había levantado a las doce para prepara todo. Tomó una pava de mates acompañado de cuatro medialunas. Tenía que tomar un remís hasta el galpón de la cooperativa en la que trabajaba. Hacía una semana que había conseguido el trabajo. Manejaba un camión de carga, con un tráiler atrás en el que iba la mercadería. Roberto no tenía autorización a preguntar qué es lo que transportaba, aunque ya le habían dicho qué era aquello que lo acompañaba todo el viaje.  Nunca se animó a comprobarlo con sus propios ojos. Pero necesitaba el trabajo, la paga era más que buena.  Su trabajo consistía en llevar la carga hasta otro galpón, en Puerto Deseado. Dejaba el camión ahí y debía volver después de tres horas a retirarlo. Otros hombres se encargaban de descargar el tráiler. Aunque él nunca vio el rostro de ninguno. Después de eso, volvía tranquilo por la Ruta 3. Y ese era otro día laboral. El último de su vida. Pero esto, Roberto todavía  no lo sabía ¿cómo podría saberlo? Antes de salir, besó la frente de Hugo, su hijo de ocho años y de Martita, la nena de seis. Ellos ni se enteraron. Después besó la boca de su mujer, Clara, que entre sueños le dijo: “Cuidate, mi amor”.  Cuando el remís lo dejó en la puerta del galpón de la Cooperativa, Roberto bajó nervioso. La noche estaba oscura y fría. Parecía invierno pero no lo era. Subió al camión y tocó debajo del asiento para comprobar si estaba el seguro. “Mi seguro”, le decía Roberto al arma que llevaba debajo del culo. Roberto se encontró en una curva con Rosa, a las tres y veinte.

A lo lejos se oía el mar. Después todo era pampa. Y yuyos. La noche era oscura y fría. En una curva se encontraron Rosa y Roberto. El choque dañó el auto, aunque no fue tanto si se tiene en cuenta la diferencia entre los vehículos. Rosa salió ilesa del auto, pero asustada. Había visto el camión a último momento y en su mente se vio mutilada dentro del auto abollado. Pero el choque solo había dañado la chapa y uno de los focos delanteros. Miró el camión, inmenso, titánico y sin un rasguño. Rosa corrió hasta la cabina del camión y se encontró con Roberto, que bajaba de él. “¿Esta bien?”, le preguntó Roberto antes de que Rosa pudiera hablar. “SÍ. ¿Usted?” respondió Rosa. Los dos estaban bien. Rosa habló del seguro, de llamar a la policía. Roberto se negó enseguida. “La policía. No puede venir la policía”- repetía una y otra vez, una voz dentro de su cabeza. “Señora, si es por el arreglo, yo se lo pago”- dijo, Roberto, sin pensar casi en lo que decía. Sabía que debía evitar que llamara a la policía. La policía siempre significa más problemas. “Señora, yo tengo plata en el camión. ¿Cuánto cree que va a necesitar?” Rosa lo miró y vio la cara de un hombre asustado, aterrado. Sin embargo la voz era natural. “Señor, es necesario llamar a la policía. Yo tengo seguro, no se preocupe”, dijo Rosa, sin quitarle los ojos de encima. Y caminó hasta su auto, apresurada, a buscar el celular en su cartera. Se alegró cuando vio que tenía señal.

Roberto se dio cuenta que la mujer lo observaba. Se dio cuenta que la mujer sospechaba algo. “Se dio cuenta de todo. ¿Qué hago? No puede venir la policía. No puede venir la policía, Roberto. Hacen llorar a los niños, los policías hacen llorar a los niños. No puede venir la policía, Roberto. Van a descubrir tu trabajo. Van a mirar la carga. La muy puta va a joderlo  todo. La muy puta los va a llamar y ni siquiera está golpeada. Por su auto de mierda, va a joderlo todo, Roberto. Tu seguro, Roberto. Vos también tenés seguro… Mi seguro”, pensó Roberto, mientras caminaba a la cabina del camión. Su seguro lo esperaba bajo el asiento. Y cuando sus dedos tocaron el cañón, Roberto sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. El beso frío del cañón que besó sus dedos.

Sobre la Ruta 3 no pasaba ningún vehículo, como si el tiempo se hubiese detenido. Rosa observó a Roberto desde su auto. Lo vio caminar tambaleándose hasta su camión. Por un momento pensó que se iba a dar a la fuga, pero el hombre se había encerrado en la cabina. ¿Hacías cuánto? Ya habían pasado unos cuantos minutos, pensó Rosa. Bajó del auto y caminó hasta la cabina. Llevaba el celular en la mano y estaba atenta a no perder la señal. “Señor, tengo señal. Voy a llamar a la policía. No se preocupe que todo se va a solucionar”, dijo Rosa, hablando a la puerta de la cabina, porque no lograba ver al hombre. “Señor, ¿está bien?”, preguntó. No hubo respuesta. “Voy a llamar”, dijo Rosa y comenzó a marcar. Rosa habló con un policía, le explicó todo a las apuradas y le indicó el lugar donde se encontraban. “Señor, mi nombre es Rosa. La policía viene en camino, no se preocupe”. Y escuchó un gemido. Como de un niño llorando.

Roberto escuchó pasos y se tiró sobre los asientos, luego escuchó la voz de la mujer. Le decía que los iba a llamar. Lo amenazaba, creía él. Le decía que no se preocupara, pero Roberto temblaba entre los asientos, tenía miedo, tenía ganas de llorar. Y lloró. Lloró como un niño con el arma en las manos. Como un niño armado. Lloró cuando la escuchó hablando con el policía. Lloró y se le escapó un gemido cuando ella le confirmó que estaban en camino. “La muy puta lo jodió todo. Pero todavía estás a tiempo, Roberto. Tenés tu seguro. Usalo. Usalo y huyamos de acá. Vamos a seguir con el trabajo y después volvemos a casa. Antes de que venga la policía. Usa tu seguro… Pero ella no tiene la culpa”, pensó Roberto, y siguió llorando, tratando de no pensar. Roberto miró el agujero del cañón y lo llevó hasta sus labios “No, Roberto, todavía tenés tiempo. Huyamos” Afuera se oían las sirenas y las olas del mar. Las sirenas y el mar. “Ya están acá”, dijo la mujer a fuera. Y Roberto sintió el beso frío del cañón en su boca. La cabina se impregnó de olor a pólvora y los sesos de Roberto decoraron el techo de la cabina. Rosa dijo que después del disparo oyó a un niño llorar.

Rosa miraba hacia la ruta, oía las sirenas pero también las veía a lo lejos. “Ya están acá”, dijo Rosa. Y en la cabina explotó una bomba. Rosa gritó y se tiró al suelo, convencida de que había sido una bomba. Pero a los pocos segundos se atrevió a mirar, y la cabina parecía intacta. “Fue un disparo. Se mató”, pensó. Dos policías bajaron del patrullero. Se dirigieron a la cabina y abrieron las puertas. El hombre yacía en un charco de sangre. Le faltaba una parte de la cabeza. Rosa gritó: “Hay un niño ahí a dentro”, convencida de lo que decía. Los policías buscaron y le pidieron que se calmara. Rosa lloraba, no lograba entender lo ocurrido. Los policías volvieron y le dijeron que en la cabina no había nadie más. “Vamos a abrir la puerta de atrás, señora. Le pedimos que nos espere acá” pero Rosa los siguió. Rosa vio cómo desenfundaban sus armas. Y vio que tenían miedo, al igual que ella. Uno de los hombres abrió las puertas de la caja. Y era una caja del infierno. Rosa se desmayó al ver los pequeños pies y manos sucias y desnudas de aquellos niños. Eran cientos de cuerpitos amontonados en aquella caja. Y ninguno lloraba. Ninguno tenía vida.

Rosa despertó en la cama del hospital de Caleta Olivia. Le dijeron que se había quedado dormida en la ruta y que sufrió un golpe en la cabeza. Su auto estaba estacionado en la puerta de su casa. Allí lo encontró Rosa, dos días después que le dieron el alta. Pero hay un llanto que por las noches no la dejan dormir. Y hay piecitos y manos que le golpean la frazada cuando ella llora debajo de ellas, escondida y aterrada.

08 de febrero – 16 de marzo de 2012

viernes, 9 de marzo de 2012

¿Y qué es lo que vale la pena?


¿Por qué memorizamos tantas cosas que no valen la pena? Una vez un amigo me preguntó por qué se dice “no vale la pena” Es algo que yo nunca me pregunté. No recuerdo qué le respondí en aquel momento. El último tango en París vale la pena. Tiene diálogos únicos, escenas inolvidables como cuando él le reclama a su mujer, la suicida, que es una perra, y la insulta y le reprocha todo para luego terminar llorando y confesando que la ama, que realmente la amó, y llora sin consuelo, y le quita el maquillaje y las flores que la rodean porque ella no se pintaba, todo eso era una creación de la madre, le dice, un fracaso que creó la madre, que ideó ella a su imagen y semejanza… porque a lo mejor los padres, con la mejor intención y sin darse cuenta, intentan criarnos (crearnos) y nos llevan al fracaso. ¿Cuántas personas estarán solas en este momento, en esta ciudad? ¿Cuántos fracasados? ¿Cuánto ebrios estarán disfrutando de su borrachera?... ¿Y ella?, ¿Qué estará haciendo ella? ¿Estará acompañada? Seguramente lo esté, pero eso ya no importa… ¿Y qué es lo que importa en este momento?... ¿Y qué es lo que vale la pena? “La vida sigue” dijo un amigo, pero no me dijo cómo se sigue… porque a veces no se sabe cómo seguir, para dónde agarrar cuando todo se ve nublado, a lo mejor por los ojos empañados… a lo mejor porque todos los caminos se cerraron y no conducen a nada… o conducen todos a un mismo lugar… ¿Cuántos cigarrillos fumé hoy?... Eso no importa, tampoco… El gato comió tres veces… ¿Todos los suicidas tienen un gato? No, los suicidas fracasados tienen un gato. Los suicidas exitosos tienen un perro... Ella no tenía gato, tenía un perrito chiquitito… Le había gustado el arroz con leche de mi mamá… Y siempre estaba sonriente… creo que es lo que más recuerdo de ella: su sonrisa… Y al igual que Marlon Brandon en la película, yo la insulté y me enojé porque no entendía el por qué, como no entiendo el por qué de todo esto… de la vida… Pero ahora la entiendo un poco más, a ella, la suicida, no a la vida… Al final no éramos tan diferentes como pensaba…  ¿todos sonríen para no mostrar lo que realmente les pasa?... Porque veo a los demás y los veo felices, como la veía a ella… hasta que lo hizo… ¿Qué fue lo último que pensaste?... ¿Por qué las canciones exageran respecto al amor? ¿Realmente se siente así cuando se ama? ¿O todos se pusieron de acuerdo y se impuso que para hablar de amor se debe exagerar?... ¿Se murió alguien de amor alguna vez?... Porque en realidad hay gente que se matan por amor, pero no es el amor el que los mata… porque el amor no mata, no tiene ese poder… ¿o sí?... ¿Y por qué todo está ligado al amor?... Pero es mentira, el tiempo no borra nada… los recuerdo siempre vuelven y siguen doliendo como antes… o más. ¿Cuántas cosas llegan y se van?... amigos, conocidos, ¿amores?... No, nunca amé y a lo mejor ese es el problema… no saber lo que realmente es el amor… Otro cigarrillo… no quiero fumar tanto pero la situación lo amerita, o me convenzo de eso… ¡qué más da!... ¿Cuánto de lo que siento es verdad?... A veces pienso que muchas de las cosas que me pasan me las invento aunque no sé con qué fin. Pero igual duelen… Un día hablando con un amigo le planteaba que mi mente no puede recordar más allá de mis cinco años, a lo mejor por lo sucedido en esa edad, a lo mejor porque desde ese momento estoy mal… me hicieron mal… Veo una foto en la que tengo no más de dos años y no me reconozco, yo no soy ese bebé y por más que mi madre me cuente de mis comportamiento a esa edad, mi mente no logra imaginarme así, porque siento que eso no lo viví… ¿uno vive lo que su mente recuerda?... La mayoría de mis recuerdos son momentos tristes en los que sufrí… ¿Por qué sólo tengo esos recuerdos?... La pobreza extrema, la discriminación, los rechazos, las palabras que ya desde chico dolían y dañaban… los gestos y miradas que me marcaron la vida…. Creo en el poder de las palabras… Todos me dañaron de alguna forma, y muchos sin la intención de hacerlo… La fragilidad… eso es lo que más lamento de mi personalidad… lo frágil que soy, aunque nadie lo sepa… Mis padres, mis hermanos, mis amigos… todos, en cierta forma me marcaron la vida pero también me dañaron y me siguen dañando… ¿y yo? ¿A cuántas personas dañé sin querer? ¿Cuántas personas han llorado a escondidas por mis palabras, por mis gestos?... El perdón no sirve… el perdón no cura porque el daño ya está hecho, porque ya está el recuerdo almacenado en la mente… eso lo sé…  ¿Los sueños son la excusa que nos inventamos para mantenernos vivos?... ¿Por qué pienso en todo esto?... ¿Por qué pienso así? ¿Por qué escribo esto si no vale la pena? ¿Y qué es lo que vale la pena? El arte. El arte vale la pena.

19 de abril de 2011

viernes, 2 de marzo de 2012

Lo que pensé camino a casa

La cita era a las once, pero llegué media hora antes para poder tomar algunas cervezas solo. El viaje en colectivo hasta el centro fue un infierno. El colectivero andaba mal cojido y se llevaba por delante todos los baches de Comodoro. Casi no hay calle sin pozos en esta ciudad. Me había retirado temprano de la universidad, resigné una cursada para tener tiempo para bañarme, afeitarme y cambiarme. Prendí un porro pero solo le di dos o tres pitadas para disfrutar el viaje hasta el centro. Y armé otro para la vuelta. Me puse un jeans, una camisa y zapatos negros. No quería mostrarme demasiado entusiasmado. Que fluya, me dije. Pero ya estaba nervioso. Y cuando estoy nervioso me da por mear. Siento que voy a mear como cuando tomo cerveza, voy al baño, la saco y solo largo unos chorritos insignificantes. Pero a los diez minutos ya tengo ganas de mear de nuevo. Llegué al restaurante donde había quedado en encontrarme con Silvia, que por fin me había aceptado una invitación después de tanto insistir. Estaba buena. Me calentaba. Morocha, con sus pechos medianos pero firmes, su cintura pequeña y su hermoso culo. Un paso y se le movía el cachete. Otro y volvía a rebotar. A veces, cuando pasaba delante mío parecía que lo movía más, a propósito, sabiendo que la miraba. Y se me ponía dura, siempre. El restaurante era una cagada pretenciosa, grande al pedo, con una decoración horrible. Cuadros con líneas rojas, círculos negros y unos dibujos de sombras. Pretendía ser pop pero resultaba ser una mierda. Y estaba por todas las paredes del lugar. Me senté en una mesa, alejada de los ventanales. Parecía una pecera gigante y no quería ver la gente en la calle. La moza no tardó en llegar. Un par de piernas largas y flacas salían debajo de un delantal negro con rayas rojas. Me preguntó si quería la carta. Le dije que más tarde, que esperaba a alguien. Y pedí una cerveza. Mientras esperaba, miré a mí alrededor. En la barra había un grupo de hombres bebiendo y riendo como si hubiesen escuchado el mejor chiste de sus vidas. Dos mesas a la derecha había una pareja que discutía. Ella le reprochaba algo. Él ni la miraba. “mirame cuando te hablo”, alcancé a oír, y me aburrió el tono con el que lo dijo. Una escena más en la noche. La moza trajo la cerveza y le pregunté dónde quedaba el baño. Al pedo, no meé casi nada. Me miré al espejo. Los ojos rojos. Me acomodé el pelo y la camisa y volví a salir. La primera cerveza la vacié enseguida. Pedí otra señalándole la botella a la moza. Me dejó la segunda en la mesa y se llevó la botella vacía. Miro la hora: menos cuarto. No conozco la música que suena pero mis dedos tamborilean contra la mesa igual. Prendo un cigarrillo. Le doy dos pitadas y se acerca la moza. “No se puede fumar acá”, me dice. Le digo que ya lo apago y le doy dos pitadas seguidas. Se queda esperando a que lo apague. Le pregunto el nombre: “¿Cómo te llamás?”, le digo, mientras apago el cigarrillo en el piso. “¿Va a querer otra cerveza o te traigo la carta ahora?”, me responde. Me sonrío. No me tutea y debemos tener la misma edad. Si es que ella no es mayor. Al final pido otra cerveza. ¿Para qué quiero saber el nombre? Antes de que vuelva con la cerveza me levanto y voy de nuevo al baño. Me acomodo en el tercer mingitorio, la saco y largo unos chorros. Llega uno de los flacos de la barra y se instala en el mingitorio continuo. Me corta el chorro. Siento que me mira. Me pongo nervioso. No lo miro. Guardo y me lavo las manos mientras me miro al espejo. Los ojos rojos. Veo que viene el flaco. Alto, morocho, pelo corto, de unos veinticinco años. Me mira disimulado. Me hago el desentendido y salgo. Cuando llego a la mesa me esperaba la cerveza, y dos mesas más allá, Silvia. La veo y me dan ganas de mear. Agarro la cerveza y me cambio de mesa. Se sorprende cuando me ve. Que dónde estaba, que si había llegado hace mucho, que cómo estaba. No la noto nerviosa. Yo estoy que me meo. Se acerca otra moza, pero no llama mi atención. Miro para atrás y descubro que la moza a la que le pregunté el nombre me mira desde el costado de la barra, y tres pasos más a atrás, el flaco del baño me mira y sonríe. Vuelvo a mirar a Silvia, que se quita la campera y descubría sus pechos escondidos detrás de una remera que ya le había visto puesta en la uni. Y yo de camisa, como un boludo. Ganas de mear. Pide un trago mientras estudia la carta para decidir qué va a comer. Apuro la cerveza y le hago señas a la otra moza. La primera. La que me interesa. Me trae otra, pero ni me mira. Al final Silvia se pidió un plato con un nombre extraño y yo pedí un bife con papas, pensando en la plata que tenía para gastar. Había invitado yo. Había insistido yo. Y yo iba a pagar. La conversación fue fluida hasta que Silvia se colgó contándome un sueño que tuvo la noche anterior. Tuve que hacer esfuerzos sobrehumanos para mostrarme interesado y para tratar de seguirle el hilo, tratar de saber cuándo asentir o sonreír, y de vez en cuando le tira una pregunta, “¿y vos que hiciste?”, “ah, claro”, “no, qué bueno”. Me salvó la moza que trajo la comida. Me disculpé y fui al baño. No miré para ningún lado. Directo al baño. Meé relajado y cuando me estaba lavando las manos, entra el flaco de la barra. Me mira y pasa para los mingitorios. Una pared nos separaba y desde ahí me dice: “Flaco, ¿no tenés un cigarrillo?” Tenía, pero los había dejado en el bolsillo de la campera. “Acá no, los dejé en mi campera” le dije, y salí. Comimos. Silvia llevó la conversación casi sin problema lo que duró la cena. Durante toda la noche descubrí que la moza me miraba desde la barra. Y el flaco también. Silvia me pregunta dónde está baño. Le indico y la veo ir. El jean le marca el culo como a mí me gusta que le marque. La miro y tengo una erección. Entra al baño y le hago seña a la moza. Se acerca directamente, sin traerme la cerveza. “¿Me llamabas?” ¿Qué onda? ¿Qué hago? “Sí. ¿Me traes otra cerveza?”, digo, mirándola. Disimulando mi erección y mis ganas de mear. Se va y vuelve con la otra cerveza. “Carla me llamo”, me dice y se va. Me meo, pero me aguanto. Se acerca el flaco. “¿Me convidás un cigarrillo?” ¿Qué onda? ¿Qué hago? “No se puede fumar acá”, digo, mirándolo. “Ya sé. Es para la salida” Le convido el cigarrillo. “Gracias. Luciano, un gusto”, dice, estirando la mano. Le estrecho la mano y la veo a Silvia que vuelve del baño. El flaco se va. Silvia mira la hora. Una menos cuarto. Le pregunto si va a querer postre. Me dice que no, que en un rato la pasaban a buscar para ir a un cumpleaños. A partir de ahí me aburre casi todo lo que me dice. Y me siento más ridículo que nunca con la camisa y los zapatos. Le llega un mensaje de texto. Me dice que la están esperando y me pregunta si quiero que me alcancen a algún lado. Le dije que no. Nos despedimos ahí después de que hizo un amague para pagar la mitad de la cuenta. No se lo permití. “La próxima pago yo”, dijo sonriente. Pero creo que ella ya sabía que no iba a haber una próxima. Nos saludamos con un beso en la mejilla y la vi irse. Me encantaba verla ir. Cuando no la perdí de vista miré a la barra. No estaba la moza. No estaba el flaco. Pedí la cuenta. Mejor ni les cuento. Antes de irme pasé al baño y meé largos chorros. Y salí a la calle ebrio. Llovía. Haciendo reparo con la campera prendí el de la vuelta. Y volví. Volví a casa, caminando bajo la lluvia de Comodoro. Mejor ni les cuento todo lo que pensé camino a casa.

27 de febrero – 02 de marzo de 2012