viernes, 27 de enero de 2012

El llanto

(Este relato tiene los mismos personajes que "La carta", aunque no es una continuación. http://www.porpensarsolo.blogspot.com/2011/06/la-carta.html )



Mercedes, La Chola, se cebó el tercer mate y su mirada seguí fija en la ventana. Cualquiera que la viera pensaría que estaba mirando al Pata Floja que jugaba con una muñeca de trapo vieja y sucia, pero lo cierto es que La Chola miraba a la nada porque su mente estaba en la noche anterior. La noche que volvió El Gringo.

-Tres veces le dije a la Julia que limpiara la mierda de los perros, ¿vo te crees que me hizo caso?... Y ahora, ¿ande está?- preguntó Doña Teresa mientras secaba sus manos arrugadas en el delantal. La Chola no oyó nada de lo dicho por la madre.

Estaba imaginando escenas de cómo podría reaccionar Doña Teresa cuando le contara la aparición del padre del Gringuito. “Porque al fin y al cabo era el padre. Le guste a quien le guste”, pensaba La Chola. Y ya se imaginaba a Doña Teresa, exagerando un llanto y haciendo una escena, con ataque al corazón y todo. Era exagerada la viejita cuando se lo proponía. O la imaginaba sería, estoica, diciéndole: “Usté sabrá lo que debe hacer, m´ija. Ya es grande pa´esas cosas”, y después lloraría en su cama, abrazada al nieto. Como cada vez que se hablaba de Don Ubaldo Suazo, Dios lo siga teniendo en la gloria.
La Chola se reacomodaba en el sillón de pata caída. El mate quedó en el piso enfriándose de a poco. Como la noche. Cuando se decidió a hablar, a enfrentar a la madre, a decirle lo que tenía para decir, Doña Teresa se le adelantó y le dijo:

-Y ande está la Julia, te pregunté, Chola.

-¡Y qué sé yo!- dijo La Chola, molesta porque le ganaron de mano, levantando los hombros para reafirmar su desconocimiento del paradero de la hermana. Pero bien que lo sabía, La Chola.

-¡Y vaya a buscarla, carajo! ¡Qué sé yo, te voy a dar a vos!- gritó la dueña de casa, que para algo se es dueña.

Y salió La Chola, con el llanto en la garganta, pero en silencio. Sabía de los límites con su madre. El viento helado se metió por debajo del pulóver de lana marrón, estirado de tantos lavados, de tanto darle con el jabón blanco y alguna que otra pasada por la tabla de madera,“Y si la mugre no se va así porque sí”, respondía La Chola cuando Daniela le recordaba que se le iba a estirar por ser de lana. La Chola se abrazó sola y metió las manos dentro de la manga, agarrando la lana y formando un puño. “¿¡Dónde mierda está esta pendeja!?”, dijo entre dientes. Pata Floja lo la miró, ya recostado en su cucha. “¡Daniela, te busca la mamá!”, gritó, con ese vozarrón ronco, la hermana mayor. Y se metió en la casa de nuevo.

-Ahora viene.

-¿Y ande anda?- preguntó intrigada la madre mientras revolvía el guiso.

-No sé. En lo de su amiga, supongo yo- pero La Chola muy bien sabía que Daniela estaba con el pibito de los Sotos, en los troncos tirados por las máquinas de la municipalidad para la canchita que nunca terminaron. Los troncos quedaron apilados y las parejitas del barrio lo tomaron como lugar de encuentro. Pero La Chola sabía que con el grito que había dado, Daniela aparecería en unos minutos.

Largos minutos que dejaron a madre e hija casi en penumbras porque ninguna de las dos se había percatado de cómo, poco a poco, la oscuridad fue invadiendo la casa. Ninguna de las dos quiso prender la luz. Y la charla se dio en penumbras.

-Mercedes, si tené algo pa´ contar, contalo de una vez- dijo terminante Doña Teresa sin dejar de revolver la olla y de espalda a La Chola

“Mercedes”. Sonaba tan raro el nombre en labios de su madre. Siempre le dijo “m´ija” o “Chola”, nomas. Pero sabía que esa noche hablaba con Mercedes, la mujer. La mujer que quedó embarazada de El Gringo. La mujer que El Gringo abandonó para irse a trabajar. La mujer que después de seis años criando al hijo, sola, quería volver a darle una oportunidad a El Gringo. La mujer que se volvía a enamorar.

-Volvió El Gringo, mamá- y su voz sonó esperanzadora sin que se lo propusiese.

El nieto. ¿Qué iba a pasar con el nieto? Fue lo primero que pensó Doña Teresa, y le temblaron las piernas. Pero esta vez no iba a realizar una escena. Esta vez se trataba del nieto, y ella iba a estar firme.

-¿Y eso? … ¿Desde cuándo importó lo que ese tipo haga, en esta casa? Que venga, si el pueblo es grande.

-Pero volvió para que nos juntemos.

-¿Pa ´que se junten pa ´qué?

-Para formar una familia.

-¿No te alcanza con esta?

-Mamá…

El guiso se pegaba y Doña Teresa agregó un chorro de agua a la olla.

-M´ija, si usted se quiere juntá, se junta. Pero al Gringuito me lo deja acá.

-El Gringuito se va conmigo y con su padre- determinó Mercedes

Daniela entró y prendió la luz dejando al descubierto el rostro de Doña Teresa, dolido y sorprendida ante la desfachatez de la hija. El rostro de La Chola era tosco pero con los ojos vidriosos del llanto.

-¿Dónde andabas? ¡Ya está la comida, señorita!

-Estaba en la casa de Mónica. ¿Despierto al Gringuito?

-Preguntale a la madre- dijo Doña Teresa. Y Daniela miró a la hermana. Después pudo tres platos sobre la mesa, tres vasos, y los cubiertos. La Chola puso el pan, la sal y la jarra con agua. Doña Teresa puso la olla en el centro y sirvió los platos. A Daniela más que a La Chola. Comieron sin omitir palabras. La Chola encendió la radio para que el ambiente se hiciera más tolerable.

Pata Floja tiritaba en su cucha cuando oyó unos pasos acercándose a la tranquera. Se quedó un momento con la oreja atenta y enseguida levantó la mitad de su cuerpo para observar mejor. Nada. Volvió a recostarse pero sin descuidar el oído.

La radio pasaba una zamba que era un lamento y ya nadie tocaba sus platos. El reposo que tan bien hace al cuerpo, o eso afirmaba Doña Teresa. A fuera, Pata Floja dio dos ladridos y se calló. Daniela se hizo cargo del lavado de platos. La Chola de secarlos y guardarlos. Doña Teresa se fue a dormir sin despedirse. La zamba concluyó y de fondo se oyó un sollozo que hirió a Daniela pero que fulminó a La Chola, quién dejó caer el plato que secaba. Y las tres mujeres lloraron, cada una en su lugar, cada una en lo suyo. El Gringuito dormía apaciguado, como la criatura más feliz del mundo.

Pata Floja volvió a levantarse por tercera vez. Ya había ladrado marcando territorio, avisando que él estaba ahí. Pero esta vez se puso de pié y arrastró la cadena que lo sujetaba al cuello. Vio una sombra y ladró. La sombra no se perturbó. Volvió a ladrar, y nada. Volvió a su cucha y ladró dos veces más. Después se durmió. Ya no estaba para esos trotes de la vida.

La Chola terminó de recoger los pedazos de vidrios con la pala de plástico verde y salió a tirarlos a fuera. Daniela terminó de guardar las cosas que faltaban y se asomó a la ventana. Vio que su hermana charlaba con un hombre, pero no se atrevió a salir. Cuando La Chola entró, Daniela ya se había acostado. La Chola armó su bolso, guardó un par de fotos y adornos inservibles pero con tantos recuerdos encima que hacían más pesada la carga. Lloraba en silencio, pero estaba decidida a irse.

Doña Teresa hacía como que dormía cuando Daniela entró a la habitación.

-Pensé que eras La Chola

-La Chola salió a tirar los vidrios- dijo Daniela dándole la espalda a la madre y haciendo como que buscaba un libro.

-¡Tan lejos que si va ir a tirar los vidrios, ahora! ¿Y por qué ladraba El Pata?

-Porque es perro.

-¡Hacete la viva, nomas! ¿Con quién está tu hermana?

-Con un hombre. No lo conozco.

-¡Y qué lo vaia conocer vos si entoavía eras cabra chica! Es el papá del Gringuito. Se vino pa ´juntar y la otra tonta se va con él. Si para eso una cría a los hijos, pa´que así te paguen- casi gritó la madre y escondió la cara en la almohada para ahogar el llanto.

-¿Y cuándo se va?

-No sé. No me dijo.

Y se miraron las dos, como midiéndose, sabiendo que se quedaban solas. Daniela vio a su madre más vieja que nunca y sintió pena por ella. Eligió una novela de José Rexach y se fue a su cama. Lloró hasta quedarse dormida y se despertó con el beso y el abrazo de La Chola. Todavía estaba oscuro a fuera.

La chola terminó de cerrar el bolso y salió para dejárselo a El Gringo que esperaba en la tranquera, fumando un cigarrillo. Volvió a entrar y se despidió de Daniela. Después entró a la pieza donde estaba la madre junto a su hijo. Doña Teresa, que fingía dormir, tuvo miedo y abrazó un poco más fuerte al Gringuito. La Chola casi tuvo que forzar al crío para sacarla debajo del brazo de la madre. ¿Qué madre? ¿Cuál de las dos fue madre del gringuito? Las dos fueron madres. La Chola le dio un beso en la frente a Doña Teresa y levantó al crio de la cama. Le puso una campera y lo envolvió en una frazada. El Gringuito comenzó a llorar de fastidio.

-Dejalo acá. Mañana lo venís a buscar- atinó a decir Doña Teresa, como último recurso para dormir por última vez con el nieto que crió.

La Chola salió de la habitación de la madre casi como huyendo, sin querer mirar atrás. El Gringuito lloraba más fuerte. Doña Teresa se removía en su cama como si le hubieran arrancado una tripa, un brazo, una pierna, el corazón. Y el llanto se prolongó hasta cuando La Chola ya había salido del barrio. Y el llanto se prolongo hasta que a Doña Teresa le ganó el cansancio. El llanto se prolongó hasta que volvió a ver al nieto, años después.

21 de septiembre de 2011- 27 de enero de 2012

viernes, 20 de enero de 2012

Las sombras quietas


Y cuando leas esto, seguro vas a pensar que es para vos. Pero no. Esto es para mí, para recordarme cuánto te quise. Para recordarme que no voy a volver a sentir así. De nuevo en lo mismo. Es un laberinto. Y volví al principio. Pero fue la música la que lo quiso así. Porque fue ella la que me advirtió, la que me lo susurró al oído. Porque hay soledades que duelen y daña. Hay soledades que nacen dentro de uno, en la cabeza, en el pensamiento. Y esas soledades piden salir y quedan atragantadas en la garganta. Y esas soledades se vuelven llanto que pide salir. Puta si pesa la soledad en una casa vacía, sucia y olorosa. Y las sombras tiesas de las cosas. Y la cabeza que da vueltas de ebrio, de locura y de soledad.  Estoy peleado con la vida. Pero ella empezó. Y así de infantil es mi pelea, pero ya sé el porqué. ¿Vos lo sabés? Y trato de que nos llevemos bien. Trato de hacerme amigo. Pero en cuanto me distraigo me pone el pie y vuelvo a caer. Y vuelvo a esto, lo que soy ahora: nada. Un mísero ser compadeciéndose de sí mismo por todas las que le hizo la vida. Como un nene pelotudo y caprichoso. De quererlo todo y saber que no tiene nada. De creer que llega, sabiendo que no se llega a nada. Y de seguir. Y a veces siento que lo hace a propósito, para verme caer y comprobar que voy a seguir. Pero esto ya fue escrito. Y ya estoy cansado de mí. De mí más que de nadie. Con este andar bobino en el laberinto. Con esta mirada hacia la nada. Con la algarabía a flor de piel.  Pero ¿que hago con esta gente en mi cabeza? ¿Qué hago con estas voces? ¿Qué hago con mis fantasmas, con mi pasado y mi presente? ¿Y el futuro? Y nos cruzamos, tantas veces nos cruzamos en el laberinto. Pero me distraigo y ya no estás. Me distraigo y te vas. Te reís. Te burlás. Y las risas en mi espalda. Y el lamento diario. Y la soledad. Y la puta madre que lo pario. Este sentir de mierda. Y ¿qué sabés vos de sufrir? ¿Qué sabés vos de la soledad? Y si lo sabés ¿porqué te perdés así? ¿Por qué me hacés esto? Y un cigarrillo tras otro, para dejar rastro en el laberinto, para marcar mis pasos, para acelerar el momento de partir. Pero esto ya lo viví ¿cuántas veces? ¿No debería estar acostumbrado? Pero no es para vos. No te preocupes. Es para mí. Para saber que todo esto no tiene que volver a ocurrir. Y cuando leas esto, seguro pensarás que es para vos. Pero no. Esto es para mí, para recordarme cuánto te quise. Para recordarme que no voy a volver a sentir así. De nuevo en lo mismo. Es un laberinto. Y ya estoy de nuevo en el principio. Y ya no quiero seguir. Porque nunca estuvo ese abrazo a tiempo. Nunca llegó ese beso. Nunca llegó el “te quiero”. Y la culpa. Yo reconozco mi culpa. Soy consiente de mi culpa. Y que se detenga la música. Que deje de escribir mi destino. Que deje de hablar por mí. Que se calle el mundo entero. Quiero dejar de sentir. Quiero dejar de pensar. Quiero dejar de pensarte. Me hacés mal. Cuando estás y cuando no. Me hacés mal. Cuando hablás y cuando callás. Y voy a enloquecer. Ya casi no distingo entre lo real y lo que sucede en mi cabeza. Y hasta el ruido del teclado me aturde. Y hasta la braza del cigarrillo quemándose me molesta. Y las sombras quietas. Las sombras tiesas. Porque no hay vida. No hay nada. Solo el lamento y la soledad. Y la casa vacía. La casa sucia. Y el llanto que por fin sale. El llanto que es un grito. Y de nuevo el comienzo del laberinto. Pero no sé si seguir o quedarme quieto. No sé si seguir o quedarme quieto como las sombras. Y seguro no entendiste nada, porque no es para vos. Esto es para mí, que estoy dudando en seguir. Esto es para mí, que estoy dudando de todo. Hasta de mí. De mí sobre todo. Y mi sombra quieta, reflejada en la pared. Y no sé si seguir o dejarlo todo así. En la nada. En todo lo que sentí. En todo lo que viví. En todo lo que me inventé. ¿Lo real? Lo único real son las sombras quietas que son cómplices de mi soledad.

9-17  de enero de 2012

viernes, 13 de enero de 2012

La una y diez (allá arriba)


Nos fuimos a fumar al Chenque. Allá arriba.

Comodoro iluminaba el cielo como creyéndose más inmenso. Incluso que el mar. Por eso intentaba dominarlo con sus construcciones, por eso intentaban ganarle al mar. Y el mar lo dejaba, como riéndose por lo bajo. Como sabiendo cuál era el fin. El Chenque fue testigo de todo. El Chenque y el cielo.

Éramos tres: Jairo, Matías y yo. Allá arriba.

El viento, milagroso, esa noche decidió ausentarse, pero Comodoro seguía allá abajo. Y el mar también. Nos acomodamos en el suelo, cerca del auto. Jairo armó, yo lo prendí. Matías tarareaba una de Serú que sonaba en su mente, pero la entonaba más triste de lo que ya era la canción. Seguro que pensaba en Maira. Le pasé el faso para que me mirara y le sonreí. Él también sonrió. Fumó y siguió con la letra “…y el olor de los jazmines viejos es la dulce sensación de que el tiempo se echó a perder. Soy un solitario transmitiendo mensajes, escribiendo frases para poder creer. Esperando nacer”. Silencio.

Las doce y cuarto, y nosotros allá arriba.

A Jairo le molestó que se lo pasara primero a Matías y no a él. Siempre pendiente de esas pequeñas cosas. El cielo estaba estrellado y yo les señalé el Cinturón de Orión, como una vez me lo enseñó Alba. Las Tres Marías las conocían. Y a La Cruz del Sur, Jairo la conocía pero Matías no. El faso pego una segunda vuelta y Jairo dijo que quería alas para volar y tirarse del Chenque. Y era una buena idea. Allá arriba lo era.

La una, y nos reíamos allá arriba.

Comodoro parecía dormir, pero nunca dormía. El mar parecía apaciguado, pero solo hasta la una y diez. Porque Matías anunció la una y diez, sin que nadie se lo pidiera. Y a esa hora apareció aquel hombre. Salió de las sombras, atrás del auto. Nos asustamos los tres y nos pusimos de pie de un sobresalto. Los tres juntos, preparando el ataque. Asustados. El hombre levantó las manos queriendo demostrar que estaba desarmado. “Quería fuego ¿Tienen fuego?”, preguntó. Su voz era tranquila. Pero seguíamos a la defensiva. Jairo le tiró el encendedor que el hombre cazó en el aire. Era alto. El pelo rubio, como teñido pero a la vez natural. La piel blanca y los ojos oscuros, negros. “Tranquilo, chicos. No voy a hacer nada malo. Vine a fumarme un cigarrillo. Como ustedes, supongo” dijo, y sonrió. Los dientes blancos. Muy blancos.

Dijo que se llamaba Lucio. Allá arriba todavía seguía siendo la una y diez.

Comodoro pareció apagarse y ahora era el cielo el que iluminaba. El mar avanzaba y amenazaba con llegar a la ruta. Yo estaba seguro que eso iba a ocurrir. Pero de golpe todo se calmó. Fue cuando Lucio se tiró del Chenque. Cuando Lucio voló y desapareció.

Todavía en guardia, Matías le preguntó el nombre y la edad. El nombre lo supimos. La edad no. “¿Y tú auto?”, pregunté, y me sentí estúpido apenas terminé de pronunciar la pregunta. Se rió. Y de su garganta parecieron escaparse varias risas a la vez, risas de otras voces que juntas formaban una carcajada diabólica. Y supimos que no era humano. Ninguno de los tres pudo hablar. Entonces fue Lucio el que habló. “No hay de qué temer, muchachos. Hoy no. Tienen suerte. No vino quien yo esperaba.” Yo miraba el mar poseído. El hombre comenzó a acercarse de a poco, mientras seguía hablando. “La humanidad es tan estúpida creyéndose superior a otros seres, creyéndose capaz de controlar la naturaleza. ¿Quieren alas para volar? ¡JA! No pueden caminar, no pueden moverse si no tienen esas máquinas, y quieren volar. Para volar hay que ganarse las alas. Y ninguno de ustedes las merece. Acá arriba, un pájaro es superior a cualquiera de ustedes. Acá arriba…”, dijo, de espalda a la ruta, de espalda al mar. Y Comodoro a un costado, como dormido. Pero Comodoro nunca duerme. “… ustedes no son nada. Y pronto, abajo, no va a existir. No va a quedar nada. Solo se podrá volar. Pero solo aquellos que tengan alas, solo aquellos que se ganan las alas”, y volvieron a reír todos aquellos que estaban dentro de él. Y nosotros igual reímos. Allá arriba reímos casi hasta enloquecer.

Lució saltó. Se tiró Chenque abajo, pero nunca tocó la tierra, el asfalto ni el Chenque. Porque voló y se perdió en la oscuridad del cielo. Allá, cerca del Cinturón de Orión. Y vimos sus alas, gigantes, del tamaño de los brazos extendidos. En el suelo quedó una pluma que una suave brisa voló hasta llegar al mar. Y el mar se apaciguó. La marejada nunca existió. Miré la hora: la una y diez. El tiempo no había pasado, allá arriba.

Cuando regresábamos a casa, en el auto de Jairo, ninguno dijo nada en todo el camino. Yo venía atrás y lo último que recuerdo es a  Serú gritando desde el estéreo que nunca pensó encontrarse con el diablo. Y nosotros tampoco lo habíamos pensado. Pero ocurrió.

11-13 de enero de 2012

viernes, 6 de enero de 2012

Las Ratas


Las ratas viven en el cuarto piso
A veces bajan  a comer
Dejan todo sucio
No hay nada que hacer

Las ratas viven en el cuarto piso
A veces bajan a comer
Y en cada paso que dan
La casa comienza a temblar

Tiembla y no es de miedo
Tiembla y no es de frío
Tiembla porque los años
Pesan hasta en los edificios

Las ratas viven en el cuarto piso
Ya no bajan a comer
El edificio tiembla
Los gatos tomaron el poder

Maullando y ronroneando
Van pidiendo una reforma:
Cuando los gatos maúllan
Las ratas acatan las normas

Maullando y ronroneando
Van pidiendo una reforma:
Cuando las ratas bajan
Los gatos las arrinconan

Y si el maullido se vuelve rugido
No hay rata que lo tolere
Tiemblan como edificios
Cuando tiemblan las paredes

Y si el maullido se vuelve rugido
No hay rata que lo tolere
Se esconden en el cuarto piso
Hasta que ellos vienen

Toda rata tiene un gato detrás
Todo gato un perro policial
Las ratas siguen en el cuarto piso
Hay gatos que ya son rehenes

Las ratas viven en el cuarto piso
A veces bajan a comer
Dejan todo sucio
¿No hay nada que hacer?

24 de septiembre de 2011