viernes, 15 de abril de 2011

Desvelo

Los perros ladraban a fuera de la casa. Uno, dos, tres ladridos. Silencio. Más ladridos. A fuera, solo la oscuridad estaba presente. Al no ver a nadie cerró la cortina por donde espiaba. Volvió a su cama. Prendió un cigarrillo que fumó acostado. Había leído por ahí que fumar en esa pose le hacía más daño al cuerpo y al organismo. Pero había leído tantas cosas en su vida que algo así no lo intimidaba. ¿Qué peor que catorce años de nicotina dentro? Un cáncer, pero no quería pensar en eso. Peor la muerte a la que quería lejos por un par de largos años más. Aplastó el cigarrillo sobre el cenicero de vidrio (cenicero que le regaló la madre después de una fuerte discusión cuando se enteró de que su hijo fumaba y sólo tenía trece años. Como reconciliación, la madre optó por regalarle ese cenicero de vidrio en muestra de cuán contradictoria y extremista era. Cenicero que le gustaba no sólo por el vidrio transparente sino que también porque en él murieron la mayoría de sus cigarrillos en sus noches de desvelos) Afuera los perros continuaban con los ladridos. “Algún espíritu, algún alma en pena”- diría la abuela. Pero él no creía en eso aunque en la casa ya había habido más de una muerte. La del abuelo fue la tercera, después de la del hermano y la sobrina. ¿Cuántas veces se sintió morir él mismo? La última vez fue la peor: el mar parecía la boca de un gigante, una boca húmeda, llena de saliva, una boca gigante que esperaba que él, que su cuerpo, cayera de aquel risco. Había pensado en la madre antes que en nadie. La madre, esa mujer que le dio la vida, pero también le dio todos los caprichos y todos los retos que tuvo que dar. La madre. La vieja. Esa mujer que sólo un hijo sabe cuánto significa, cuánto valen todos esos momentos, esos mates, esas risas y mentiras cómplices, esos silencios para no dañar. Y llegar a la conclusión de que jamás le va a poder pagar todo lo que ella hizo por él. Su mente volvió a aquel día en el que el mar se presentó como la boca de un gigante y la piel se le erizó. Prendió otro cigarrillo. Escuchó los pasos del padre que se levantaba para ir al trabajo. “Deben ser las seis y media o siete”- pensó, mientras le daba otra chupada al cigarrillo. Su padre, que siempre hizo la misma rutina: levantarse a las seis y media o siete, tomar dos pavas de mates solo y después desayunar un café con pan con manteca o facturas, depende de la plata que hubiera en la casa. “Todo siempre dependió de la plata”- dijo a la habitación vacía y silenciosa. De fondo escuchaba el ruido que hacía la bombilla con cada mate que terminaba el padre. “¿La gente de otros países no conocen ese ruido?” Él creció con ese ruido. Él hacía ese ruido cada vez que terminaba un mate con los amigos o con sus viejos. Otra calada al cigarrillo que aún no iba por la mitad y no sabía si lo iba a poder terminar. La panza le reclamaba comida. Pensó en levantarse y tomar mates con su viejo pero a la vez disfrutaba oyéndolo desde su cama. Los perros volvieron a ladrar pero se callaron enseguida y al unísono, como si se hubiesen puesto de acuerdo en que se debía hacer silencio. Que absurdo. Apagó el cigarrillo. El humo le dañó un ojo que dejó caer una lágrima. Cayó de esa montaña. Cayó directo al mar. Las olas iban y venían cada vez con más velocidad. Se lo querían llevar. Las lágrimas caían. Él lloraba de miedo, de bronca, de tristeza, de soledad, de desesperación. De humano. No quería volver a pensar en ese momento. Decidió levantarse para despejar su mente. “¿No te podés dormir?”- le preguntó el padre. “Tengo hambre”- le respondió. El padre le pasó el primer mate y él se concentró en las noticias de la tele. Las mateadas con el padre por lo general eran silenciosas. Al tercer mate el padre dijo: “¿Viste lo que pasó en Japón?” El mar había arrasado con Japón. (No entendía cómo él había podido salir de ahí aquella vez) Miró la noticia en silencio mientras el padre decía “¡mirá! ¡mirá es una locura”- y reía como si las imágenes fueran trucadas, como si se tratara de una película de ciencia ficción, que fue como presentaron la noticia los del noticiero. Las imágenes lo atemorizaron. Se sintió pequeño…allá arriba, me caigo, me resbalo, mis dedos no pueden sujetarse, mis pies no encuentran apoyo, voy a morir, perdón viejita, perdón… Y después la oscuridad. Despertó en la casa de los padres. No preguntó qué había pasado. Nadie habló del tema. Silencio. Siempre se hizo silencio en esa casa. Del abuelo no se habla, menos del hermano ni del sobrino. No se habla de nada. “Me voy a dormir”- dijo, sin mirar al padre. No quería que lo viera llorando. El almohadón se fue humedeciendo de a poco. Se durmió y soñó con su caída y con Japón. Soñó con el mar. Con el abrazo que nunca llegó. Con el silencio. Con los padres. Con los perros. Con cigarrillos y ceniceros…. Con el desvelo.

22 de marzo- 15 de abril de 2011

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