viernes, 2 de marzo de 2012

Lo que pensé camino a casa

La cita era a las once, pero llegué media hora antes para poder tomar algunas cervezas solo. El viaje en colectivo hasta el centro fue un infierno. El colectivero andaba mal cojido y se llevaba por delante todos los baches de Comodoro. Casi no hay calle sin pozos en esta ciudad. Me había retirado temprano de la universidad, resigné una cursada para tener tiempo para bañarme, afeitarme y cambiarme. Prendí un porro pero solo le di dos o tres pitadas para disfrutar el viaje hasta el centro. Y armé otro para la vuelta. Me puse un jeans, una camisa y zapatos negros. No quería mostrarme demasiado entusiasmado. Que fluya, me dije. Pero ya estaba nervioso. Y cuando estoy nervioso me da por mear. Siento que voy a mear como cuando tomo cerveza, voy al baño, la saco y solo largo unos chorritos insignificantes. Pero a los diez minutos ya tengo ganas de mear de nuevo. Llegué al restaurante donde había quedado en encontrarme con Silvia, que por fin me había aceptado una invitación después de tanto insistir. Estaba buena. Me calentaba. Morocha, con sus pechos medianos pero firmes, su cintura pequeña y su hermoso culo. Un paso y se le movía el cachete. Otro y volvía a rebotar. A veces, cuando pasaba delante mío parecía que lo movía más, a propósito, sabiendo que la miraba. Y se me ponía dura, siempre. El restaurante era una cagada pretenciosa, grande al pedo, con una decoración horrible. Cuadros con líneas rojas, círculos negros y unos dibujos de sombras. Pretendía ser pop pero resultaba ser una mierda. Y estaba por todas las paredes del lugar. Me senté en una mesa, alejada de los ventanales. Parecía una pecera gigante y no quería ver la gente en la calle. La moza no tardó en llegar. Un par de piernas largas y flacas salían debajo de un delantal negro con rayas rojas. Me preguntó si quería la carta. Le dije que más tarde, que esperaba a alguien. Y pedí una cerveza. Mientras esperaba, miré a mí alrededor. En la barra había un grupo de hombres bebiendo y riendo como si hubiesen escuchado el mejor chiste de sus vidas. Dos mesas a la derecha había una pareja que discutía. Ella le reprochaba algo. Él ni la miraba. “mirame cuando te hablo”, alcancé a oír, y me aburrió el tono con el que lo dijo. Una escena más en la noche. La moza trajo la cerveza y le pregunté dónde quedaba el baño. Al pedo, no meé casi nada. Me miré al espejo. Los ojos rojos. Me acomodé el pelo y la camisa y volví a salir. La primera cerveza la vacié enseguida. Pedí otra señalándole la botella a la moza. Me dejó la segunda en la mesa y se llevó la botella vacía. Miro la hora: menos cuarto. No conozco la música que suena pero mis dedos tamborilean contra la mesa igual. Prendo un cigarrillo. Le doy dos pitadas y se acerca la moza. “No se puede fumar acá”, me dice. Le digo que ya lo apago y le doy dos pitadas seguidas. Se queda esperando a que lo apague. Le pregunto el nombre: “¿Cómo te llamás?”, le digo, mientras apago el cigarrillo en el piso. “¿Va a querer otra cerveza o te traigo la carta ahora?”, me responde. Me sonrío. No me tutea y debemos tener la misma edad. Si es que ella no es mayor. Al final pido otra cerveza. ¿Para qué quiero saber el nombre? Antes de que vuelva con la cerveza me levanto y voy de nuevo al baño. Me acomodo en el tercer mingitorio, la saco y largo unos chorros. Llega uno de los flacos de la barra y se instala en el mingitorio continuo. Me corta el chorro. Siento que me mira. Me pongo nervioso. No lo miro. Guardo y me lavo las manos mientras me miro al espejo. Los ojos rojos. Veo que viene el flaco. Alto, morocho, pelo corto, de unos veinticinco años. Me mira disimulado. Me hago el desentendido y salgo. Cuando llego a la mesa me esperaba la cerveza, y dos mesas más allá, Silvia. La veo y me dan ganas de mear. Agarro la cerveza y me cambio de mesa. Se sorprende cuando me ve. Que dónde estaba, que si había llegado hace mucho, que cómo estaba. No la noto nerviosa. Yo estoy que me meo. Se acerca otra moza, pero no llama mi atención. Miro para atrás y descubro que la moza a la que le pregunté el nombre me mira desde el costado de la barra, y tres pasos más a atrás, el flaco del baño me mira y sonríe. Vuelvo a mirar a Silvia, que se quita la campera y descubría sus pechos escondidos detrás de una remera que ya le había visto puesta en la uni. Y yo de camisa, como un boludo. Ganas de mear. Pide un trago mientras estudia la carta para decidir qué va a comer. Apuro la cerveza y le hago señas a la otra moza. La primera. La que me interesa. Me trae otra, pero ni me mira. Al final Silvia se pidió un plato con un nombre extraño y yo pedí un bife con papas, pensando en la plata que tenía para gastar. Había invitado yo. Había insistido yo. Y yo iba a pagar. La conversación fue fluida hasta que Silvia se colgó contándome un sueño que tuvo la noche anterior. Tuve que hacer esfuerzos sobrehumanos para mostrarme interesado y para tratar de seguirle el hilo, tratar de saber cuándo asentir o sonreír, y de vez en cuando le tira una pregunta, “¿y vos que hiciste?”, “ah, claro”, “no, qué bueno”. Me salvó la moza que trajo la comida. Me disculpé y fui al baño. No miré para ningún lado. Directo al baño. Meé relajado y cuando me estaba lavando las manos, entra el flaco de la barra. Me mira y pasa para los mingitorios. Una pared nos separaba y desde ahí me dice: “Flaco, ¿no tenés un cigarrillo?” Tenía, pero los había dejado en el bolsillo de la campera. “Acá no, los dejé en mi campera” le dije, y salí. Comimos. Silvia llevó la conversación casi sin problema lo que duró la cena. Durante toda la noche descubrí que la moza me miraba desde la barra. Y el flaco también. Silvia me pregunta dónde está baño. Le indico y la veo ir. El jean le marca el culo como a mí me gusta que le marque. La miro y tengo una erección. Entra al baño y le hago seña a la moza. Se acerca directamente, sin traerme la cerveza. “¿Me llamabas?” ¿Qué onda? ¿Qué hago? “Sí. ¿Me traes otra cerveza?”, digo, mirándola. Disimulando mi erección y mis ganas de mear. Se va y vuelve con la otra cerveza. “Carla me llamo”, me dice y se va. Me meo, pero me aguanto. Se acerca el flaco. “¿Me convidás un cigarrillo?” ¿Qué onda? ¿Qué hago? “No se puede fumar acá”, digo, mirándolo. “Ya sé. Es para la salida” Le convido el cigarrillo. “Gracias. Luciano, un gusto”, dice, estirando la mano. Le estrecho la mano y la veo a Silvia que vuelve del baño. El flaco se va. Silvia mira la hora. Una menos cuarto. Le pregunto si va a querer postre. Me dice que no, que en un rato la pasaban a buscar para ir a un cumpleaños. A partir de ahí me aburre casi todo lo que me dice. Y me siento más ridículo que nunca con la camisa y los zapatos. Le llega un mensaje de texto. Me dice que la están esperando y me pregunta si quiero que me alcancen a algún lado. Le dije que no. Nos despedimos ahí después de que hizo un amague para pagar la mitad de la cuenta. No se lo permití. “La próxima pago yo”, dijo sonriente. Pero creo que ella ya sabía que no iba a haber una próxima. Nos saludamos con un beso en la mejilla y la vi irse. Me encantaba verla ir. Cuando no la perdí de vista miré a la barra. No estaba la moza. No estaba el flaco. Pedí la cuenta. Mejor ni les cuento. Antes de irme pasé al baño y meé largos chorros. Y salí a la calle ebrio. Llovía. Haciendo reparo con la campera prendí el de la vuelta. Y volví. Volví a casa, caminando bajo la lluvia de Comodoro. Mejor ni les cuento todo lo que pensé camino a casa.

27 de febrero – 02 de marzo de 2012

2 comentarios:

  1. Personajes ciegos, encaprichados consigo mismos, entregados a su destino. Tu cuadro parece tener marco de novela. Muy buena narración. Llegué por twitter, ahora te sigo por el blog; nos leemos.

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  2. jajajaaja MUY bueno !!! muy gracioso!!! basado en hechos reales???!!! Cuanto restoran con decoracion de mierda en Comodoro!!!??? muy bueno.

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