La cita era a las
once, pero llegué media hora antes para poder tomar algunas cervezas solo. El
viaje en colectivo hasta el centro fue un infierno. El colectivero andaba mal
cojido y se llevaba por delante todos los baches de Comodoro. Casi no hay calle
sin pozos en esta ciudad. Me había retirado temprano de la universidad, resigné
una cursada para tener tiempo para bañarme, afeitarme y cambiarme. Prendí un
porro pero solo le di dos o tres pitadas para disfrutar el viaje hasta el
centro. Y armé otro para la vuelta. Me puse un jeans, una camisa y zapatos
negros. No quería mostrarme demasiado entusiasmado. Que fluya, me dije. Pero ya
estaba nervioso. Y cuando estoy nervioso me da por mear. Siento que voy a mear
como cuando tomo cerveza, voy al baño, la saco y solo largo unos chorritos
insignificantes. Pero a los diez minutos ya tengo ganas de mear de nuevo.
Llegué al restaurante donde había quedado en encontrarme con Silvia, que por
fin me había aceptado una invitación después de tanto insistir. Estaba buena.
Me calentaba. Morocha, con sus pechos medianos pero firmes, su cintura pequeña
y su hermoso culo. Un paso y se le movía el cachete. Otro y volvía a rebotar. A
veces, cuando pasaba delante mío parecía que lo movía más, a propósito,
sabiendo que la miraba. Y se me ponía dura, siempre. El restaurante era una
cagada pretenciosa, grande al pedo, con una decoración horrible. Cuadros con
líneas rojas, círculos negros y unos dibujos de sombras. Pretendía ser pop pero
resultaba ser una mierda. Y estaba por todas las paredes del lugar. Me senté en
una mesa, alejada de los ventanales. Parecía una pecera gigante y no quería ver
la gente en la calle. La moza no tardó en llegar. Un par de piernas largas y
flacas salían debajo de un delantal negro con rayas rojas. Me preguntó si
quería la carta. Le dije que más tarde, que esperaba a alguien. Y pedí una
cerveza. Mientras esperaba, miré a mí alrededor. En la barra había un grupo de
hombres bebiendo y riendo como si hubiesen escuchado el mejor chiste de sus
vidas. Dos mesas a la derecha había una pareja que discutía. Ella le reprochaba
algo. Él ni la miraba. “mirame cuando te hablo”, alcancé a oír, y me aburrió el
tono con el que lo dijo. Una escena más en la noche. La moza trajo la cerveza y
le pregunté dónde quedaba el baño. Al pedo, no meé casi nada. Me miré al
espejo. Los ojos rojos. Me acomodé el pelo y la camisa y volví a salir. La
primera cerveza la vacié enseguida. Pedí otra señalándole la botella a la moza.
Me dejó la segunda en la mesa y se llevó la botella vacía. Miro la hora: menos
cuarto. No conozco la música que suena pero mis dedos tamborilean contra la
mesa igual. Prendo un cigarrillo. Le doy dos pitadas y se acerca la moza. “No
se puede fumar acá”, me dice. Le digo que ya lo apago y le doy dos pitadas
seguidas. Se queda esperando a que lo apague. Le pregunto el nombre: “¿Cómo te
llamás?”, le digo, mientras apago el cigarrillo en el piso. “¿Va a querer otra
cerveza o te traigo la carta ahora?”, me responde. Me sonrío. No me tutea y
debemos tener la misma edad. Si es que ella no es mayor. Al final pido otra
cerveza. ¿Para qué quiero saber el nombre? Antes de que vuelva con la cerveza
me levanto y voy de nuevo al baño. Me acomodo en el tercer mingitorio, la saco
y largo unos chorros. Llega uno de los flacos de la barra y se instala en el
mingitorio continuo. Me corta el chorro. Siento que me mira. Me pongo nervioso.
No lo miro. Guardo y me lavo las manos mientras me miro al espejo. Los ojos
rojos. Veo que viene el flaco. Alto, morocho, pelo corto, de unos veinticinco
años. Me mira disimulado. Me hago el desentendido y salgo. Cuando llego a la
mesa me esperaba la cerveza, y dos mesas más allá, Silvia. La veo y me dan
ganas de mear. Agarro la cerveza y me cambio de mesa. Se sorprende cuando me
ve. Que dónde estaba, que si había llegado hace mucho, que cómo estaba. No la
noto nerviosa. Yo estoy que me meo. Se acerca otra moza, pero no llama mi
atención. Miro para atrás y descubro que la moza a la que le pregunté el nombre
me mira desde el costado de la barra, y tres pasos más a atrás, el flaco del
baño me mira y sonríe. Vuelvo a mirar a Silvia, que se quita la campera y
descubría sus pechos escondidos detrás de una remera que ya le había visto
puesta en la uni. Y yo de camisa, como un boludo. Ganas de mear. Pide un trago
mientras estudia la carta para decidir qué va a comer. Apuro la cerveza y le
hago señas a la otra moza. La primera. La que me interesa. Me trae otra, pero
ni me mira. Al final Silvia se pidió un plato con un nombre extraño y yo pedí
un bife con papas, pensando en la plata que tenía para gastar. Había invitado
yo. Había insistido yo. Y yo iba a pagar. La conversación fue fluida hasta que Silvia
se colgó contándome un sueño que tuvo la noche anterior. Tuve que hacer
esfuerzos sobrehumanos para mostrarme interesado y para tratar de seguirle el
hilo, tratar de saber cuándo asentir o sonreír, y de vez en cuando le tira una
pregunta, “¿y vos que hiciste?”, “ah, claro”, “no, qué bueno”. Me salvó la moza
que trajo la comida. Me disculpé y fui al baño. No miré para ningún lado.
Directo al baño. Meé relajado y cuando me estaba lavando las manos, entra el
flaco de la barra. Me mira y pasa para los mingitorios. Una pared nos separaba
y desde ahí me dice: “Flaco, ¿no tenés un cigarrillo?” Tenía, pero los había
dejado en el bolsillo de la campera. “Acá no, los dejé en mi campera” le dije,
y salí. Comimos. Silvia llevó la conversación casi sin problema lo que duró la
cena. Durante toda la noche descubrí que la moza me miraba desde la barra. Y el
flaco también. Silvia me pregunta dónde está baño. Le indico y la veo ir. El
jean le marca el culo como a mí me gusta que le marque. La miro y tengo una
erección. Entra al baño y le hago seña a la moza. Se acerca directamente, sin
traerme la cerveza. “¿Me llamabas?” ¿Qué onda? ¿Qué hago? “Sí. ¿Me traes otra
cerveza?”, digo, mirándola. Disimulando mi erección y mis ganas de mear. Se va
y vuelve con la otra cerveza. “Carla me llamo”, me dice y se va. Me meo, pero
me aguanto. Se acerca el flaco. “¿Me convidás un cigarrillo?” ¿Qué onda? ¿Qué
hago? “No se puede fumar acá”, digo, mirándolo. “Ya sé. Es para la salida” Le
convido el cigarrillo. “Gracias. Luciano, un gusto”, dice, estirando la mano.
Le estrecho la mano y la veo a Silvia que vuelve del baño. El flaco se va.
Silvia mira la hora. Una menos cuarto. Le pregunto si va a querer postre. Me
dice que no, que en un rato la pasaban a buscar para ir a un cumpleaños. A
partir de ahí me aburre casi todo lo que me dice. Y me siento más ridículo que
nunca con la camisa y los zapatos. Le llega un mensaje de texto. Me dice que la
están esperando y me pregunta si quiero que me alcancen a algún lado. Le dije
que no. Nos despedimos ahí después de que hizo un amague para pagar la mitad de
la cuenta. No se lo permití. “La próxima pago yo”, dijo sonriente. Pero creo
que ella ya sabía que no iba a haber una próxima. Nos saludamos con un beso en
la mejilla y la vi irse. Me encantaba verla ir. Cuando no la perdí de vista
miré a la barra. No estaba la moza. No estaba el flaco. Pedí la cuenta. Mejor
ni les cuento. Antes de irme pasé al baño y meé largos chorros. Y salí a la
calle ebrio. Llovía. Haciendo reparo con la campera prendí el de la vuelta. Y
volví. Volví a casa, caminando bajo la lluvia de Comodoro. Mejor ni les cuento
todo lo que pensé camino a casa.
27 de febrero – 02
de marzo de 2012
Personajes ciegos, encaprichados consigo mismos, entregados a su destino. Tu cuadro parece tener marco de novela. Muy buena narración. Llegué por twitter, ahora te sigo por el blog; nos leemos.
ResponderEliminarjajajaaja MUY bueno !!! muy gracioso!!! basado en hechos reales???!!! Cuanto restoran con decoracion de mierda en Comodoro!!!??? muy bueno.
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