viernes, 15 de julio de 2011

Asomándome a lo que fui


Y asomándome a lo que fui antes de ser esto que vaya a saber si soy, como dice el libro aquel que resultó ser más que un libro, asomándome, decía, descubro que la radio siempre estuvo encendida, siempre presente. Eso sí, se debía escuchar lo que escuchaban los más grandes. Y veo que mis tareas eran interrumpidas cuando tarareaba alguna de Los Broncos (“Libros tontos, cómo quieren que sus letras entren en mi mente si mi mente está cansada de tanto quererte…”)  o Los Temerarios (“nunca hubiera descubierto tu infame engaño, hoy mi pobre corazón está muriendo, me voy amándote, no puedo odiarte a pesar de tanto daño”) esos mejicanos que hacían suspirar con sus letras a toda mi familia, porque en casa no se escuchaba otra cosa que canciones románticas cantadas por grupos y solistas, en su mayoría, mejicanos. O al menos eso es lo primero con lo que me encuentro en este asomo, (después, vino la cumbia y otros personajes) Nombres como”Los Bukis”, “La mafia” “Los guardianes del amor” y canciones con títulos como “Tu infame engaño”, “Mi vida eres tú”, “Con zapatos de tacón”, “La mujer que soñé” fueron la banda sonora de mi infancia. Canciones que ya olvidé pero que siempre que las vuelvo a oír me es imposible asomarme a la infancia. Pero también se escuchaba a la erótica Alejandra Guzmán que juraba que hacer el amor con otro, no no no, no es la misma cosa, o a Juan Gabriel gritando eso de querida, dime cuando tú vas a volver ah ah, o Ana Gabriel preguntando quién como tú que día a día puedes tenerle… En pleno invierno, a veces  me tocaba acompañar a mi cuñada hasta “La casa del puerto”, a tres cuadras de casa, pasando la Prefectura y la laguna, solo para mandar saludos por la radio al hermano mayor que estaba embarcado. “La noche de los navegantes”  por la AM se encargaba de hacer de mensajero de amor entre los navegantes y sus sirenas varadas en el pueblo. Y la cuñada mandaba el saludo para el hermano mayor que estaba embarcado en algún Empesur o en el Kinchu Marú, saludos de parte de su mujer y su hija, de la madre, de los hermanos, que todos estaban bien y que lo extrañaban, y siempre pedía la misma canción: “El poeta enamorado” de Ciencias Naturales, que no eran mejicanos pero gustaban igual. Y después de eso, corrían hasta la casa para escuchar el saludo por la radio,  sino no tenía gracia, porque no era solo cuestión de llamar y mandar el saludo. Había que oírlo para quedarse tranquilo. Mis pasos cortos, casi a las corridas tratando de llevar la velocidad de mi cuñada. Y cuando por fin el saludo salía al aire todos hacían silencio y escuchaban el nombre del hermano y la casa quedaba por unos breves segundos en silencio, solo la radio se dejaba oír. Después cada uno  en lo suyo escuchaba la canción y vaya a saber lo que pasaba por la cabeza de la(s) madre(s) con el hijo en el mar, cuarenta días sin verlo, de los hermanos y hermanas, de la mujer que recurría al teléfono de una cabina para hacerle saber a ese poeta embarcado que su sirena aún lo esperaba y de alguna forma la canción, el saludo o la radio, o las tres cosas a la vez, traía al barco que anclaba en el recuerdo de cada uno.
Me asomo y me veo en la zapatería de mi padre donde también estaba la radio prendida. Lo recuerdo rodeado de zapatos rotos, de suela, leznas, pegamento y millones de clavitos de todos los tamaños en distintas latitas de crema Nivea que le regalaba mi madre cuando se les terminaban. Eran unas latitas de aluminio, de distintos tamaños: una bien chiquita, las medianas y angostas, las medianas gruesas y la más grande, todas azules con el nombre en blanco. Para clavar una suela o goma, se ponía tres clavos que sostenía con los labios mientras clavaba uno, después sacaba el segundo de los labios y así hasta terminar con el trabajo. Los zapatos quedaban como nuevos. En esa zapatería escuché las primeras canciones de Sabina y de Fito sin saber quienes eran. Años más tarde lo sabría y me asomaría una vez más a aquello que fui, a este recuerdo de olor a pegamento y suela, donde mi madre le cebaba mates a mi padre y le acercaba las torta fritas que había estado friendo horas antes, mientras mi hermana mayor me vestía para acompañar a mi madre hasta la zapatería. Eso cuando la zapatería estaba fuera, porque después, de un día para el otro, la zapatería estaba en un rincón de la casa. Y eso que era chica. Y en esos años, los fines de semana la casa despertaba con “La mañana de los treintones” y todas esas canciones viejas que tarareaba mi padre en el rincón Y por las mañanas, en el desayuno antes de ir al colegio, siempre se oía “Deseado Revista” con algún tema del recuerdo y la información sobre el pueblo.
Y me asomo y veo que en Deseado, el verano no es verano si no se oye “La vuelta del perro” desde el parador del muelle, con las canciones veraniegas que te encontrás tarareando mientras tus ojos siguen una linda cola. Con los amigos en la playa, pasando la tarde, hablando, nadando, creciendo. En esa época en que a los pibes se les ocurrió ponerse nombres de chicles y las chicas no se quedaron atrás: “Los Bazooka”, “Las Beldent”, “Las Topline”… Un dolor de muela. Sin saber cómo ni cuándo, de golpe invadieron las radios con sus saludos, y por “Lazos de amor”, uno se iba enterando quién estaba con quién, quienes iban a Jacka, quienes al Ferro, quienes al Quinto… La juventud en la noche deseadense. Y la radio que no se apagaba y por las noches también se oía “No habrá más noches solitarias” y el programa cumplía con lo que prometía desde el título. Y uno creía amar a los catorce años de edad.
Asomándome a lo que fui descubro que la radio siempre estuvo presente y no lo tenía en cuenta hasta este momento, en que una canción vieja y de esas que hablan de amor con tono mejicano me llevó a esto, a recordar algunos momentos con la radio deseadense. Ya un poco más grande me enganché con el humor y la locura de “Música Maestro”. Sin darme cuenta, la radio deseadense marcó (para bien o para mal, ¿qué importa?) esto que  vaya a saber si soy, ¿no?

7 de julio, 15 de julio de 2011

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