viernes, 11 de febrero de 2011

Tres golpes en la madrugada

Nunca más volvimos a hablar de lo que le ocurrió a Fabián Suarez, pero estoy seguro de que el día que nos enteramos de su muerte, todos supimos el por qué de lo ocurrido antes de que el oficial nos lo comunicara.

Fue en septiembre del 2006 que lo empezamos a notar raro. Fabián siempre fue un tipo más bien retraído. Cuando hacíamos bromas con doble sentido, muchas veces lo veía ruborizándose aunque siempre sonreía demostrando que sabía a qué nos referíamos. Pero esa semana estuvo más callado que de costumbre, y no sonrió en toda la mañana. A los dos días de verle comportarse de la misma manera, me acerqué a preguntarle si le pasaba algo. Nunca fuimos íntimos amigos, pero la verdad es que yo lo apreciaba porque siempre fue buen compañero y mostraba humildad. Era de esos tipos que te caían bien antes de que hablara.

Se sorprendió ante mi preocupación y me dijo que no le pasaba nada, aunque era evidente que mentía. Decidí no insistir. Salíamos de la empresa al mediodía y los que éramos solteros nos quedábamos en la cantina a comer y tomar unas cervezas. A veces jugábamos al truco o simplemente hablábamos de la vida, hasta que teníamos que hacer el segundo turno. Ese mismo día, Fabián se me acercó, me invitó un cigarrillo y me contó lo que le estaba pasando.

Me contó que hacía dos días, cuando salió del trabajo y se dirigía a su casa, se había detenido a comprar cigarrillos y se cruzó con una mujer gitana. Él estaba distraído y ella le agarró la mano y lo apretó fuerte. Esta mujer se ofreció a leerle el futuro a cambio del billete de diez pesos que él tenía en la mano. Asustado, trató de zafarse, pero la mujer no lo soltaba. Se puso nervioso al no saber cómo actuar en aquella situación y sólo atinó a decirle que se quedara con el billete, que no le interesaba saber de su futuro y que lo soltara. Ella tomó el billete, lo miró a los ojos y le dijo que en la semana iba a tener una visita de alguien que lo estaba buscando hacía mucho tiempo. La gitana se alejó apresurada, como tratando de huir de él.

Fabián no era supersticioso. Sonrió y siguió su camino. Vivía solo en una casita, en la entrada del pueblo. En esa zona todavía había poca luz y las calles no estaban asfaltadas. Sólo habían tres casas al rededor, y las tres estaban muy separadas unas de otras, al punto que Fabián no conocía las caras de sus vecino. Cuando llegó a su casa cenó solo, como de costumbre, puso un poco de música de la radio y leyó un poco hasta que decidió irse a la cama. En el baño notó una pequeña mancha en el espejo pero no le dio importancia. Se fue a dormir.

Esa noche soñó con que lo perseguía un hombre con un sobretodo negro. Él no alcanzaba a verle el rostro a su perseguidor, pero sabía que era muy alto y de cabellos rubios. Cuando despertó se sintió aliviado. No entendía por qué ese hombre le causaba tanto miedo. Decidió restarle importancia y se dirigió al baño. Mientras se cepillaba los dientes notó que la mancha en el espejo había crecido. Al principio creyó que podía ser una mancha en los azulejos pero no era así. Fue ahí que se detuvo a mirar e intentó limpiarla pero comprobó que la mancha no estaba sobre el vidrio, sino dentro de él. Sin querer rozó con su dedo la mancha y notó que se contraía, como tratando de evitar el contacto. Le pareció raro pero se le hacía tarde para el trabajo.

Al día siguiente volvió a soñar con el mismo hombre que lo perseguía pero esta vez sintió su respiración más cerca. Se levantó transpirado y agitado. Fue al baño y la mancha estaba mucho más grande. Le pareció que iba tomando la forma de la sombra de un hombre sentado con un sombrero puesto. Parecía estar sentado detrás de él, pero a lo lejos. Decidió irse a trabajar, aunque esta vez sí le preocupaba lo que estaba ocurriendo. Comenzó a hacerse preguntas pero no llegaba a ninguna respuesta.

En toda la semana los sueños fueron constantes, pero en cada uno de ellos el hombre se hacía más visible y parecía estar en su espalda todo el tiempo. Él sentía que el hombre sonreía y que la mancha del espejo cada día crecía un poco más. La mañana del día en que Fabián me contó esto, me dijo que ya no tenía dudas de que la mancha era la sombra de un hombre sentado, esperando impaciente, y que de cierta forma sabía que también estaba sonriendo, por más que no podía verle el rostro.

Me pidió que tuviera discreción con el tema. Dijo que él no creía que fuera nada grave, solo que no estaba durmiendo bien y que ese era el motivo por el que cambió su comportamiento, y volvió a agradecerme por mostrarme preocupado. La gente se sorprende de la gentilidad de los demás para con uno mismo y después lo cuentan a los amigos como algo atípico del día, porque no estamos acostumbrados a la amabilidad de las personas. Fabián no tenía amigos y a la única persona que le contó todo esto fue a mí. Hubiese preferido no haberlo sabido nunca.

Los muchachos me hicieron preguntas sobre la charla. Al principio traté de no decir nada, pero terminé contándoles todo. Eran mis amigos y sabía que iban a tener más discreción que yo. Nos reímos e hicimos comentarios graciosos del tema, pero después la charla se puso seria y todos nos mostramos un poco preocupados. Algunos hablaron de brujería, otros de locura. Yo no sabía que pensar. Pero noté que siempre se recurre al mismo tono de voz cuando se hablan de temas que desconocemos sus porqués y no nos parecen racionales.

Una mañana Fabián llegó agitado. Estaba muy pálido y ojeroso. Le pregunté qué le había ocurrido y me dijo que a la madrugada, a eso de las dos, le golpearon la puerta. Fueron tres golpes secos que lo despertaron. En ese mismo momento él soñaba y veía cómo el hombre que lo perseguía, se paraba frente a su puerta. Tres golpes. Se levantó y espió por la ventana. A fuera de su puerta estaba un hombre rubio, de casi dos metros de altura, llevaba un sobretodo negro y, Fabián me aseguró que tenía los ojos rojos.

Sentía su respiración detrás de la puerta, oía sus pasos impacientes ante la espera de ser atendido. No se atrevía a hablar por eso se asustó de su propia voz cuando preguntó: “¿Quién es?” La voz le dijo: “Fabián, vengo a buscarte” Lo que le sorprendió fue la convicción del hombre, la naturalidad cuando dijo “vengo a buscarte”, como si esa situación se tenía que dar así, debía ocurrir. Fabián no volvió a hablar y se quedó sentado, vestido solo con unos calzoncillos negros, esperando que el amanecer lo sorprendiera para poder huir al trabajo. Durante todo ese tiempo, el hombre repetía cada una hora: “Fabián, vengo a buscarte”.

Cuando amaneció, Fabián se dirigió al trabajo sin haber pasado por el baño, y esto se reflejaba a simple vista. Desde hacía dos días que no entraba en su baño porque la sombra estaba sentada, esperándolo, decía él. Antes de salir de la casa, espió por una de las ventanas y vio que no había nadie. Cuando abrió la puerta, un olor a azufre invadió la casa y el pasto que había en la entrada estaba quemado. Fabián corrió hasta llegar a la empresa.

Esa noche, Fabián se quedó a dormir en mi casa. Tenía miedo de volver solo y que el hombre lo estuviera esperando en la puerta. Fue el sábado 9 de septiembre de 2006 que lo vi por última vez. Ese día se fue de casa temprano. Se mostraba descansado, de buen humor y conversador. Me aseguró que estaba bien y que no temía volver porque sabía que todo había sido producto de su imaginación. Se mostraba convencido de esto. Yo no entendía el cambio que había tomado de una noche para otra respecto al tema. Me contó que había soñado y que entendió que lo único que debía hacer era abrirle la puerta a aquel hombre, para comprobar que todo eso era parte de un sueño. Estaba convencido que la noche que se amaneció se debía a que era sonámbulo. Yo no supe qué más decir. Era una decisión personal y, la verdad es que a mi igual me costaba creer en todo eso, aunque en el fondo temía un poco por él.

Esa semana, Fabián no fue a trabajar. Le comenté a los compañeros que deberíamos ir a verlo a su casa, pero por una cosa o por otra no nos pusimos de acuerdo nunca. Aunque ahora creo que todos temíamos lo que pudiéramos encontrar allí. Fabián era prácticamente un desconocido para todos nosotros. Nunca formó amistad con nadie y era muy reservado cuando hablaba de él. Ni siquiera sabíamos si tenía teléfono porque nadie tenía su número. Di aviso a la policía para que fueran a verlo.

Fue un jueves cuando llegó la policía a comunicarnos que Fabián se había suicidado. Como ya dije, ninguno se mostró sorprendido. Nos citaron para un interrogatorio y yo conté todo esto. Ahí me enteré cómo fue el suicidio: Fabián golpeó su cabeza contra el vidrio del espejo hasta quedar sin vida. El oficial me contó que cuando lo encontraron, la casa olía a azufre y Fabián yacía tirado en el suelo del baño, rodeado de vidrios de lo que había sido el espejo, que cayó de tantos golpes y en su lugar quedó la pared manchada con sangre y rastros de la piel de la frente de Fabián. Murió desangrado.

Esta historia tuve que narrarla varias veces en los distintos interrogatorios a los que fui citado por ser el último que vio con vida a la víctima. Al final se determinó que había sido un suicidio. No había rastros de que una segunda persona hubiese estado en la casa. Y lo cierto es que la policía no quería investigar porque temían volver a la casa. Algo los inquietaba. Nunca más hablé del tema con nadie y en el trabajo nadie hizo comentarios al respecto. Todos queríamos y necesitábamos olvidarnos de Fabián.

Hace cuatro años de todo esto. Hoy vuelvo a contarlo. Ayer a las dos de la madrugada me despertaron los golpes en la puerta. Tres golpes secos que me sacaron del sueño. Un hombre rubio con un sobretodo negro, forzaba mi puerta. El espejo del baño muestra una mancha negra. Hace dos días que no duermo. Hace dos días que golpean mi puerta. No sé si abrirle.


10 y 11 de febrero de 2011

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