domingo, 17 de octubre de 2010

Pececitos en la garganta

  “¡¡¡Gran baile infantil!!! ¡¡¡Con juegos, música y sorpresas!!! ¡¡¡No te lo pierdas!!! “: decían los carteles de todo el pueblo. Y ahí los llevaría la hermana mayor, que tenía catorce años, por ese entonces. Los otros tres hermanitos tenían, diez, ocho y seis años. El de ocho años es el protagonista de esta historia.
  No era el primer año que no recibirían regalos por el día del niño, de hecho ya estaban acostumbrados a ver cómo todos los demás se paseaban con sus juguetes nuevos y ellos nada. Pero los niños se acostumbran a todo, aunque después, de grande, no lo puedan olvidar.
  El hecho es que la hermana mayor los llevó a los tres, caminando, así se ahorraban algunos australes para comprar golosinas. Sí, era época de australes. Los bañó, peinó y les puso sus mejores ropas. Salieron rumbo al Gran baile, que prometía ser inolvidable. Y de hecho lo fue, sobre todo para uno de ellos. O a lo mejor para los cuatro.
  La fiesta se realizaba en un salón gigante, con un escenario de madera en donde estaban todos los premios que se sortearían casi al final de lo programado. Y todo el pueblo estaba presente.
  Comenzaron bien porque, por equivocación, la señora les cobró tres en vez de cuatro entradas, así que tenían más plata para gastar. Esto los alegró  y entraron sonrientes. Se sentaron en una mesa, cerca de la barra y pidieron dos vasos de gaseosas grande y cuatro panchos, que devoraron entre risas cómplices por su buena suerte y porque les seguía sobrando plata.
  Pero, en un momento se acercó una amiga de la hermana mayor, y ésta le contó, como algo anecdótico y demostrándole confianza, lo que había pasado respecto a las entradas.  La borrega, haciéndose la estúpida y diciendo que iba al baño, se dirigió a la puerta principal y le comunicó a la señora de su error. Resulta que la borrega era la hija de la que cobraba la entrada, y no iba a permitir que cuatro mocosos mal vestidos (si bien se habían puesto lo mejor que tenían) se aprovecharan de su madre. Regresó con su fea y gorda madre a cuesta y con un dedo acusador dijo: “Ellos fueron”. La hermana mayor trató de hacerse la desentendida todo lo que pudo, pero al final tuvo que pagar la cuarta entrada. Y ya no hubo para comprar ni panchos ni gaseosas ni nada. Y así de rápido se terminó la amistad con la hija de su madre.
  ¡Pero aquí no ha pasado nada, a seguir con el Gran baile, que prometía muchos regalos para todos los niños, nadie iba a salir con las manos vacías así que, a seguir disfrutando!
  Los cuatro hermanitos quedaron parados en un rincón, mirando cómo los demás jugaban y corrían. Los payasos trataban de ser divertidos aunque daban ganas de patearlos porque eran insoportables. El salón estaba adornado con guirnaldas y globos de todos los colores, y en el centro, colgado del techo, había una piñata gigante, la más grande que habían visto en su vida. Y el nene se imaginaba que de ahí iban a caer todas las golosinas: caramelos, chocolates, chicles…todos los juguetes del mundo. Si hasta veía bicicletas y patinetas cayendo, sin que dañaran a nadie, y cajas de rompecabezas, y muñecas para su hermanita más chica, y pelotas y robots para su hermanito… Y para él, el juego ese de los pececitos que tenía un imán en la boca y había que atraparlos con una cañita de pescar, que también tenía un imán en la punta. Ese que veía en la tele todos los días y que siempre soñó tener… Todo eso cabía ahí, en su imaginación.
   Las madres obesas y mal pintadas, que habían acompañado a sus hijos, también miraban la gran piñata y no se alejaban del centro del salón. Ellas causarían todo el revuelo.
  El niño, pongamos que se llamaba Sergio, aunque el nombre no importa, era el más tímido de los hermanitos, por ende era el más observador. A lo mejor esto fue lo que hizo que, a pesar de que los años pasaron, no pudiera olvidar esa fiesta y, capaz que todo lo que vivió no tenía gran relevancia para los demás, pero lo cierto es que a él lo marcó de por vida.
  A pesar de su timidez, bailó por primera vez con una chica. No recuerda quién sacó a bailar a quién, (lo más probable es que haya sido ella quien lo buscó. Él no se hubiese animado) pero sí recuerda que bailaron La lambada, que era furor ese año. Él trataba de imitar los pasos del videoclip  que había visto por televisión, y hasta por un momento se sintió el heredero de Michael Jackson. Cuando terminó la canción, la nena fue a la barra a comprar una gaseosa y él la esperó a un costado, tímidamente. Sentía que ella le pertenecía. Y ella volvió, con gaseosa en mano y se quedó a su lado, aunque no hablaron nada y ni siquiera le convidó un sorbo al bailarín. Nunca supo su nombre, pero sí recuerda su cara regordeta y su pelo lacio y negro.
  La bailarina terminó su gaseosa y le tomó la mano. Lo llevó a la pista y comenzó a moverse. Él no sabía cómo debía mover los pies porque, si bien conocía la canción, nunca había visto el videoclip, sólo la había escuchado en la radio y, por lo mismo, no sabía cómo se bailaba. Trató de imitar a los demás niños, pero sus pies no le respondían. Así que la bailarina se impacientó y lo dejó plantado en la mitad de la pista. Nunca más la volvió a ver.
  Regresó con sus hermanitos y éstos se le reían y se burlaban de él. Pero, aunque se puso colorado, no le importó demasiado. Estaba feliz por su primer baile con una linda niña, aunque, como siempre, todo había terminado mal.
  “¡Momento de la piñata, niños y niñas!” – anunció el animador, que era más insoportable que los payasos. “Hacemos un circulo en el medio. No se golpeen que hay sorpresas para todos”- decía en vano, el imbécil, porque las madres obesas junto a sus hijas, también obesas, empujaban a cada niño que trataba de acercarse al centro en busca de golosinas y juguetes.
  Sergio se acercó lo más que pudo junto a su hermano, mientras las dos hermanas, la mayor y la chiquita, se quedaron esperando a un costado. No recuerda  cómo reventaron la piñata, pero lo cierto es que dejó un revuelo total. Todos se abalanzaron al centro del piso, se aplastaban entre sí, se empujaban y golpeaban en busca del contenido tan prometedor de semejante piñata. Pero para decepción de todos, no era más que harina y más harina, y sólo un puñado de caramelos y juguetes de plástico barato, de esos que te ponen en las bolsitas- sorpresas de los cumpleaños.
  Sergio había logrado meterse en el medio, pero huyó horrorizado cuando casi muere asfixiado por dos culos del tamaño de la misma piñata, que lo estaban aplastando. “Madre e hija obesas matan por asfixiar con sus culos enormes a un niño en fiesta infantil”, diría la crónica, si hubiese ocurrido la tragedia. Y se imaginaba una fotografía grotesca de su cara entre esas nalgotas. Pero Sergio salió, tomó aire y miró sus manos: tres caramelos y un autito de plástico verde. Volvió con sus hermanas.
  El hermanito seguía en el tumulto de gente buscando tesoros para los demás. Él era mucho más ágil que Sergio y salió casi airoso de esa situación. Volvió con muchos caramelos y más juguetitos de plástico, pero su cara era más blanca que la que, años después, tendría Michael Jackson. Y le faltaba uno de sus zapatos.
  Por todos lados se veían secuelas de lo ocurrido con la maldita piñata: acá, un niño llorando porque no encontraba a la mamá, allá, otro con la nariz sangrando, más allá, uno que no podía abrir los ojos porque se le metió harina… Y es que ¿¡a quién corno se le ocurre semejante disparate!? ¡Una piñata repleta de harina que revienta en la cabeza y en las caras de los niños!
  El animador trataba de poner un poco de orden: “Se encontró esta zapatilla”- y ahí iba un padre a buscar la zapatilla del hijo. “Se encontró este nene”, y faltaba que lo levantara de un brazo, no vaya a ser cosa que el padre o la madre no lo reconozca, y el nene a los gritos pelados. Pero no llegaba nadie a reclamar a la pobre criatura. “¿Cómo te llamás?”- preguntaba el muy infeliz, que recibió por respuesta un grito de llanto que no cesó hasta que apareció la madre a retirarlo, sonriente pero avergonzada. “Se encontró este zapato marrón”, y ahí fue el hermanito de Sergio, el heroico que los llenó de caramelos y juguetes, los cuales perderían en menos de dos días. Subió al escenario a retirar su zapato, riendo de los mismos nervios y la vergüenza. Cuando volvió junto a sus hermanos, los cuatros se rieron de la situación, mientras masticaban sus caramelos.
  A lo mejor fue el revuelo que causó la gran piñata o la fiesta estaba programada así, pero lo cierto es que enseguida se pasó al sorteo de los regalos. Y Sergio, nuevamente, estaba esperanzado. Quería el juego de los pececitos.
  El premio mayor era la bicicleta y la patineta, pero a él no le importaba. Esperaba que eso se los ganara alguno de sus hermanitos. Él sólo quería los pececitos. Y ya se veía jugando con la más chica de sus hermanas, y seguro le ganaba, pero también se iba a dejar ganar así ella quedaba contenta. Y capaz que su hermano también quisiera jugar en algún momento con él. Y la más grande seguro que lo haría, porque siempre le hizo todas las mañas.
  Tenía el número 84, y sus hermanos tenían los números siguientes o anteriores, eso no importa, lo que importa es que tenían cuatro números en total, así que seguro algo ganaban. No les podía salir todas mal. Estaba con la mirada perdida en el escenario. Veía la bicicleta y la patineta y alrededor de estas, había muchas cajas envueltas en papel de regalos. Cajas de todos los tamaños.
  Comenzó el sorteo y veía como cada niño subía con una sonrisa en busca de su premio. Y en una de esas subió uno de los Fernández. ¿¡Qué mierda hacían los Fernández ahí!? Ellos ya tenían regalos, siempre los tenían: para el día del niño, para los cumpleaños, para el día del animal, para el día de los boludos… ¡ellos siempre tenían regalos!
  Y  ahí va el más odioso de ellos, en busca de su premio, con su cara sonriendo como un imbécil, con su forma de caminar, que Sergio tanto detestaba y toma su regalo, y no se le borra la sonrisa de la cara. Sergio imagina que corre y se le tira encima y lo golpea, y aun así el otro sonríe, con la cara ensangrentada pero sonríe. Porque Sergio sabe que los Fernández realmente eran felices.
  Y en eso estaba, disfrutando una vez más de su imaginación y de los golpes que recibía, dentro de ella, el mayor de los Fernández, cuando el animador, con su mejor voz de pelotudo, anunció el siguiente número: “¡84!”
  ¡Sí, era él! ¡Él era el ganador! Y miraba atontado el escenario, y veía el tamaño del premio: una caja rectangular y bastante grande, envuelta en un papel de regalo plateado con un moño azul. Una caja en la que fácilmente entraba el juego de los pececitos. Las luces del escenario hacían que el papel brillara, y a Sergio le temblaron sus dos piernitas flacas. ¡Él había ganado, señoras y señores! ¡Él y sólo él! Pero de la emoción no podía caminar, y el animador preguntaba si estaba presente el ganador o sino sacarían otro número. Y miró a sus hermanitos, emocionado, buscando ayuda porque no podía avanzar hasta el escenario, necesita que ellos le confirmaran que realmente había ganado.
  Sus hermanitos lo empujaron, y lo alentaron para que subiera a retirar su premio. Y ahí fue él, obediente y feliz, en busca de esa caja que seguro contenía una gran sorpresa. ¿Estarían los pececitos ahí, esperándolo?
  Sergio tomo la caja, con sus manitos temblorosas, y se retiró sonriendo. Sentía que todo sucedía como en cámara lenta, sentía todas las miradas sobre él: algunas transmitían alegría y otras envidia. Pero le importaba muy poco. Quería llegar hasta donde estaban sus hermanos así abrían juntos el premio.
  Y llegó, sonriente, y ellos lo esperaban sonrientes también, y orgullosos. Se apartaron a un costado para abrir el regalo tranquilos, lejos de las miradas envidiosas de los demás. Cuidaron de no romper el papel, porque era muy lindo y lo guardarían para darle algún otro uso. Y de a poco se fue revelando el regalo. Sí, fue una sorpresa para todos: un par de patas de ranas de goma negras.
  La decepción fue total, pero sobretodo para Sergio. Sus hermanos sólo atinaron a reírse, a lo mejor de los nervios o porque la situación realmente era cómica. Sintió muchas ganas de llorar, de romper todo, mucha bronca e impotencia. Le dolía su garganta, porque estaba reprimiendo el llanto.
   ¿¡A quién mierda se le ocurre regalarle semejante estupidez a un niño!? ¿¡Qué uso se le podía dar a eso, que ni siquiera era lindo a la vista!? A los ocho años apenas si lo dejaban chapotear en la playa, y casi nunca iban. ¿¡Quién era el subnormal que organizaba este tipo de eventos sin siquiera detenerse a pensar en las consecuencias!?
  Decidieron irse, abandonar esa fiesta de mierda. No les importó que los sorteos continuaran. Los cuatro sabían que no iban a ganar nada más. Sergio sentía que le habían tomado el pelo. Y para colmo de males, el pendejo de los Fernández se paseaba con el robot con luces que había ganado, delante de sus narices.
  Metió su premio en la caja pero no hizo dos pasos cuando la caja se abrió toda y las patas de ranas cayeron al suelo. La caja no sirvió más y tuvo que llevar una pata en cada mano. La humillación fue completa.
  La hermana mayor trató de levantarle el ánimo y los llevó a la casa de la tía, en donde los esperaba la mamá. El día era soleado y los primos tenían una piletita en la que siempre se metían para refrescarse. Cuando llegaron, la mamá y la tía lo vieron con las patas de rana en las manos y sólo atinaron a reírse. Él se unió a las risas, ¿qué más podía hacer? Pero le seguía doliendo su garganta. Sentía que los pececitos se le habían quedado ahí, trabados, y le hacían doler, y le humedecían los ojitos.
  Junto a sus hermanitos y sus primos decidieron meterse al agua, y él, decidió ponerse las patas de ranas, para hacerles creer que realmente le gustaba su premio. Se sentó en el sillón, se sacó sus zapatillas e intentó ponerse una de las patas de rana. Nadie le había preguntado cuánto calzaba, y su pie largo y flaco no entraba en esa goma negra. Forzó y la pata de rana se rajó en un costado. No sirvió más.
  Terminó rompiendo la otra, con toda la furia que su pequeño cuerpo le permitía. La mamá lo miraba, sonriendo, pero era una sonrisa triste. “No importa, hijo” le dijo. Y él hubiese preferido que no dijera nada porque eso reavivó a los pececitos en su garganta. Y dolía más que nunca.
  Al final hizo como que estaba todo bien. Jugó con sus hermanitos y sus primos. Y después tomaron el té y comieron pan con mermelada de ciruela.
  A la noche, en su cama, repasó el día, como siempre le hacía, y una vez más volvieron los pececitos a su garganta, y le hicieron daño. Y lloró. Lloró toda la noche, hasta quedarse dormido. No sabía que la mamá escuchaba el llanto y desde su cama ella también lloraba.
  Sergio creció y nunca, jamás jugo al juego de los pececitos. Pero nunca, jamás los pudo olvidar.

13 de octubre de 2010

5 comentarios:

  1. La verdad es q el cuento me llego al alma hermanito..... vos sabes porque..... los recuerdos de la infancia suelen ser los mejores pero tambien son crueles..... sabes porque lo digo.... Me encantó el cuento!!! Esta muy bueno, y en este presiso momento tengo varios pececitos en mi garganta.... y no dejan de doler....

    Anddy Igor

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  2. muy bueno el cuento Victor...me llevaste a pensar sobre aquella epoca..creo q todos tenemos algo en nuestra niñez sobre pececitos de colores..aparte me gusta como detallas cada situacion, como te metes en la mente de un niño, eso esta muy bien logrado, me quedo un nudo en la garganta..besitos...

    Ruth

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  3. hdp! siento peces en la garganta chaval!
    no hay nada más verdadero que la infancia te marca la vida, uno nunca puede olvidar, ni lo bueno ni lo malo.
    Sufri por estos chicos, aunque sé que son tu creación, hay muchos en estas condiciones.
    Me gusta tu estilo, incluís de todo. Ese humor tuyo es especial, me cagué de risa imaginando al pobre pibe aplastado entre dos culos!
    Encima ese juego de los pececitos (tuve la suerte de tenerlo) me encantaba! me llevaste a mi niñez. Tengo el recuerdo de jugar con mi papá.
    Segui asi campeon! jaja. Beso!
    Kari A.

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  4. Bueno chicas, (Anddy, señora Ruth y Kary), gracias por los comentarios, siempre es lindo leer que lo que uno escribe les transmite emociones, y que lo compartan conmigo, es decir, que me cuenten lo que les paso mientras leian el cuento, me alegra y me estimula a seguir escribiendo. Un beso enorme a las tres, y gracias, nuevamente, por los comentarios.

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  5. Con pececitos en la garganta, te felicito!! hermoso. Yo amaba ese juego de los pececitos!! siempre lo quise y nunca lo tuve.... muy lindo!

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