domingo, 31 de octubre de 2010

Alivia

Nuestro amigo Agustín, se había levantado temprano ese día, si bien la noche anterior apenas había dormido planeándolo todo para que saliera perfecto.

Hacía dos semanas que le había pedido noviazgo a Camila y ella, por supuesto, había aceptado. (Digo “por supuesto” porque si ella no hubiese aceptado, para qué nombrarla en este relato, ¿no?) Ambos eran jóvenes y lindos, se entendían muy bien y tenían varias cosas en común (No voy a dar detalles de la belleza de cada uno porque, si me detengo en el pelo rizado y la cara perfecta de ella, o en los ojos azules y el cuerpo atlético de él, el relato no va a ser muy creíble. Conformémosno con saber que eran jóvenes y lindos. Ah, y que creían amarse)

Sigo. Ese día, Agustín se bañó (pensó en masturbarse en la ducha, pero lo postergó por las dudas), se perfumó y se vistió con sus mejores ropas: un bóxer blanco y nuevo, un jeans y una remera celeste o verde (no distinguía los colores, era daltónico), y una campera, también de jeans, pero negra. Se miró al espejo y se sonrió. Estaba lindo, se sentía lindo. Tomó su morral azul y salió (En el morral llevaba una botella de esos jugos saborizados espantosos, uno de limón en este caso, un par de carpetas de la universidad y su cámara digital. Los dos últimos no importan pero, atento con el jugo, eh?)

El día también estaba lindo: soleado y caluroso, junto a una brisa que lo hacía más agradable. En la parada del colectivo, esperó unos veinte minutos, cosa que no le importó porque disfrutaba de la música que salía de sus auriculares. Una chica que pasaba por en frente, lo miró y le sonrió. Él se hizo el desentendido (dos semanas atrás, hubiese ido detrás de ella y ambos terminarían en la cama de él), y miró para otro lado. Sólo le importaba Camila.

La joven pareja aun no habían tenido sexo, y Agustín tenía todas las expectativas de que, en ese encuentro, por fin sucediera. Lo había pensado toda la noche (como ya dije antes) Pero no. El encuentro en casa de ella ni merece la pena contarlo (“Qué antipático”, pensará usted, pero es la verdad: sólo un par de besos, ni siquiera caricias, una mano de más… ¡algo! Vamos, son jóvenes, ¡carajo!, ¡tóquense! Pero no. Camila estaba rara esa tarde así que ni vale la pena contar las dos horas y media que estuvo Agustín ahí. Ni siquiera el diálogo que mantuvieron fue interesante. Ya dije: conformemosnó con que son jóvenes y lindos, no les pidamos que, además, sean inteligentes e interesantes. Sería un exceso.)

Lo único rescatable de ese encuentro fue el momento en que Camila se dirigió a la cocina, se sirvió un vaso de yogurt, regresó, le dio un beso y le dijo: “Ahora vuelvo”, dejando el vaso sobre la mesita que estaba junto a los sillones en los que estaban sentados. Agustín, pensando en que la novia se estaba preparando para el primer encuentro sexual, se puso nervioso, tomó el vaso de yogurt, bebió un sorbo bastante largo, y se acomodó en el sillón, mientras, a su vez, acomodaba su entrepierna.

Cuando ella regresó, le dijo que tenía cosas que hacer o que los padres ya estaban por llegar, o cualquier otra cosa. Lo importante es que lo echó muy sutilmente y Agustín no entendía nada (Como usted no debe entender en este momento, porque este relato no va ni para atrás ni para adelante. Pero no desespere) Agustín hizo como que no le importa pero en realidad estaba re caliente (en ambos sentidos) y se despidió muy cordialmente. (Ahí mismo se arrepintió de no haberse masturbado en la ducha antes de salir)

El colectivo de regreso pasó enseguida, para alivio de nuestro protagonista, que aun no conocía bien la ciudad y ese barrio lo atemorizaba un poco. La temperatura había aumentado notoriamente, a pesar de que ya estaba oscureciendo, y Agustín comenzó a transpirar. Tenía media hora de viaje hasta su casa.

Una vez dentro del colectivo, consiguió un asiento individual. Delante de él iba durmiendo un hombre barbudo, mal vestido y con mucho olor a alcohol. (Parecía un linyera pero no lo era) Detrás, una mujer embarazada, con una panza en la que parecía llevar trillizos y hasta cuatrillizos. Apenas se sentó, recibió un mensaje de texto de su amada:

De Cami: Amor, no habrás tomado de mi yogurt, no?,
porque es “Alivia”. Pasa que ando mal de la panza
y no sabía cómo decírtelo. Besos.

“Alivia”, ese yogurt de la tele, que en la publicidad mostraba a las mujeres con la cara arrugada porque no pueden cagar, pero prefieren decir que andan con “tránsito lento”, como si se tratara de una carretera. “Alivia, el yogurt que facilita el tránsito lento. Vos me entendés, gorda”, decía la dientuda en la pantalla. Y Agustín lo recordó una y otra vez, durante el viaje, como una condena.

Su panza hizo un ruido espantoso, pero prefirió ignorarla. Respondió al mensaje, diciendo que no se preocupara, que tomó un poquito pero que estaba bien. Pero no lo estaba. Y comenzó el problema para nuestro amigo.

(Ahora necesitaré de su ayuda, compañero, porque a partir de este momento me gustaría que usted tratara de sentir lo que sintió nuestro amigo Agustín, así entiende por qué hizo lo que hizo y no piense, erróneamente, que fue un hijo de puta. Trate de ponerse en su lugar, pobre, y a medida que vaya leyendo el relato, imagine que es usted mismo el que va en ese colectivo, haciendo los esfuerzos que Agustín hizo. Y después sí, si quiere, juzgue)

Al principio, Agustín, no hallaba cómo sentarse porque su cuerpo comenzó a exigirle expulsar todo. Empezó a contraer las nalgas porque se le querían escapar ventosidades por todos los orificios (Agustín era más bien de “tránsito acelerado” y hacía lo segundo casi diariamente. Había comido fideos con huevos frito, y, supongo que todos sabemos los olores que esto produce; y no había ido al baño en todo el día, desde la noche anterior, así que, imagine usted)

El colectivo tomó su ruta por una calle de tierra, llena de baches, y en cada salto que daba, Agustín apretaba más y más el culo, al punto tal, que comenzaron a dolerle las piernas. Seguía incómodo por no saber como sentarse, y la transpiración salía a chorros por sus poros. (“Alivia, el yogurt que facilita el tránsito lento. Vos me entendés, gorda”) Los minutos se habían detenido y sentía que el colectivo no avanzaba. Se sentía observado, aunque en realidad nadie lo miraba. Sentía ganas de llorar de la impotencia. Temía lo que llegara a suceder si le aflojaba un poco al apriete.

(“¿Por qué no se bajaba del colectivo?”, pensará usted. A lo que debería responder que no se animaba a bajarse porque: primero, sabía que si se movía se le salía todo, y segundo, porque no conocía el barrio y aun faltaba mucho para llegar a su casa.)

Fue un bache, (uno de esos bien grandes que hacen que los colectivos se muevan, que cualquiera se cagaría del mismo susto, pero no fue el caso de mi amigo Agustín, porque todos ya sabemos cuál fue el motivo que lo llevó a hacer eso que, desde chico nos enseñan a que se hace en el baño y no encima de uno mismo… Imagine usted, el trauma que esto puede causarle a un joven de veinticuatro años de edad. Todo por un yogurt, un maldito yogurt “Alivia”) lo que hizo que, nuestro amigo se despidiera casi hasta de su mismo vientre.

El colectivero no había visto el bache y se mandó con todo, a tal punto, que algunos pasajeros gritaron porque se habían asustado, y otros lo putearon. Entre esos sonidos (gritos y puteadas, “Alivia, el yogurt que facilita el tránsito lento. Vos me entendés, gorda”,), fue que Agustín, en un descuidó, aflojó el apriete de las nalgas y salió de dentro de él lo que ya todos sabemos. Pedos y mierdas se encontraron con su bóxer blanco, dejándolo de un color marrón clarito que, fácilmente, podría imponerse como moda. “Si total, las “chicas Alivia” lo usarían con toda seguridad”- pensó, enojado, Agustín.

No pudo evitar decirse que fue un alivio para su cuerpo, pero sólo fueron dos segundos de satisfacción, porque rápidamente lo invadió la culpa, el asco y el miedo a ser descubierto por los demás. Nadie había notado (aun) el accidente de nuestro amigo.

Comenzó a sentir cómo la mierda le iba cayendo por sus piernas y, el roce con los vellos de éstas, le hacía picar y a la vez le daban arcadas. (“Alivia, el yogurt que facilita el tránsito lento. Vos me entendés, gorda”) El olor no se hizo esperar y junto a él llegaron las caras arrugadas de los señores pasajeros, que estiraban el cogote buscando al puerco sucio que había osado largar sus pestilencias ahí, cerca de ellos. Agustín, ni lerdo ni perezoso, también arrugó la nariz, y comenzó a buscar al culpable. (Le salía muy bien hacerse el desentendido, no se lo vamos a negar)

En un momento creyó que todos lo miraban a él, y estuvo a punto de largar el llanto de la vergüenza y la humillación. Pero lo detuvo la voz de un hombre que gritó: “¡Viejo de mierda, encima de borracho, sucio!” y los demás pasajeros asintieron.

A lo mejor por el calor o porque era mucho lo evacuado, o vaya a saber uno por qué, pero lo cierto es que del olor se pasó enseguida a un hedor insoportable, al punto tal que las mujeres comenzaron a hacer arcadas, los niños a llorar y los hombres a putear (lo de siempre) Y las puteadas iban dirigidas al pobre viejo, que ni se enteraba de lo que ocurría, por lo dormido que estaba (y, convengamos que también, un poquito, de la misma borrachera que llevaba encima)

Como ya dije, nuestro protagonista no era ni lerdo ni perezoso, y se le ocurrió la brillante idea que involucra al jugo saborizado espantoso, (el que antes le había dicho, estuviera atento, ¿se acuerda?). En fin, que Agustín vio una oportunidad de salir del paso de tener que pedir disculpa por su cagada, y la aprovechó sin siquiera pensar en lo que podría llegar a ocurrir con el pobre viejo borracho.

No le importó porque él sabía que no iban a sospechar nunca que un chico lindo, como él, bien vestido, perfumado (aunque a esta altura los olores se habían mezclado en su cuerpo) y con cara de buen tipo, se pudiera llegar a cagar encima, a los veinticuatro años. Y haciéndose el disimulado, (merecía aplausos por esta actuación), sacó de su morral el jugo amarillo chillón y espantoso, y poco a poco, muy lentamente y evitando que lo vieran, fue desenroscando la tapa. Luego, aprovechando el siguiente bache, que también hizo que la gente puteara, arrojó el contenido liquido de la botella sobre la entrepierna del viejo que iba durmiendo delante de él. Nadie se había percatado de esta maniobra, (y eso que el colectivo iba bastante lleno).

Los niños, ante un nuevo susto por el bache, comenzaron a llorar más fuerte (una nena, de unos cuatro años, más o menos, rubiecita y trenzuda lloraba y decía- “Mamá, caca, mamá, caca”, y Agustín no sabía si se refería al olor o si realmente la nena se estaba por cagar. Pero por primera vez en el viaje se sintió acompañado), las mujeres aumentaron sus ganas de vomitar y sus arcadas comenzaron a oírse en cada rincón del colectivo, y los hombres, al ver al pobre borracho con el pantalón mojado, empezaron a putera más enérgicamente. Entre tanto alboroto, Agustín se relajó y permitió que saliera un poco más de ese caldo jugoso y oloroso, pero enseguida volvió a contraer las posaderas. La panza largó un rugido de queja.

La señora embarazada que venía detrás de Agustín, soltó un chillido y vomitó, (había comido alguna legumbre, por lo visto) salpicando a los pasajeros más cercanos a ella. Algunos pasajeros tenían la nariz dentro de sus remeras y pulóveres, para evitar respirar el aire fétido. Agustín los imitó, pero dentro de se remera olía mucho peor, y volvió a tener arcadas.

Uno de los pasajeros le gritó al chofer: “-Eh, loco, ¿por qué no frenás y bajás a este viejo de mierda? ¿No olés, no sentís el olor a mierda, vos? ¿No ves que las mujeres están vomitando y los nenes lloran, boludo?”
-¡Sí, bajalo!- gritaron, otros, de más allá.

Y empezaron a empujar al viejo, insultándolo y golpeándolo. El viejo se despertó asustado, y no entendiendo nada (¡Cómo hacerlo!, pobre), entró a tirar manotazos para todos lados, tratando de defenderse de los insultos y los primeros golpes recibidos. Uno de los manotazos fue a dar de lleno en la cabeza de la nena rubiecita y trenzuda, excusa para seguir a los gritos, pero esta vez, sí, desaforados. Todo esto no hizo más que enfurecer al género masculino, que sentían tener un motivo más que justo para hacer lo que le hicieron al pobre tipo.

Entre cuatro, le agarraron los brazos y piernas, mientras otros más le golpeaban el rostro y la panza, escupiéndole los peores insultos que se les ocurrían. El viejo cayó al piso y, como acto reflejo, encogió todo el cuerpo, que los demás patearon sin consideración. Agustín observaba todo esto con ojos llorosos. El colectivo era un caos y sabía que lo había provocado él, pero era al viejo borracho a quien golpeaban, y eso era lo que más le preocupaba y lamentaba.

Tenía ganas de gritar que pararan, que él era el que se había cagado, que la novia era una imbécil más que, por no cagar un día, iba y se compraba yogurt “Alivia” como hacían las mujeres que él consideraba huecas, superficiales y consumistas, ganas de gritar que él había sido el imbécil que tomó del yogurt de ella, y se había cagado sentado, porque no lo pudo evitar, porque por un momento su cuerpo, su mente y todo él, habían olvidado que se caga en el inodoro, en un tacho, detrás de un arbusto, o en cualquier otra parte, pero nunca, jamás de los jamases, uno se debía cagar encima. Y menos en un colectivo.

Y envuelto en estos pensamientos, Agustín trató de levantarse y tocar el timbre para bajar. Ya no le importaba si el barrio era peligroso o no, quería bajar, ¡necesitaba bajar! Pero antes de lograr estar en pie, sintió como un líquido pastoso le entraba desde la nuca y se deslizaba por su espalda: la mujer embarazada le había vomitado encima. Entre llantos, la mujer le pidió disculpas, pero Agustín no se animó a decir nada. La mujer lo miró, puso los ojos en blanco y cayó desmayada a un costado, encima de su propio vómito.

Agustín se sentía miserable, se tuvo lástima, y no aguantando más, largó el llanto ahogado y reprimido que venía conteniendo hacía quince minutos. (La nena rubiecita y trenzuda, era un poroto al lado de este, ¡imagine! Y vea usted, entonces, sino era un buen pibe, que no le importó llorar en público a los veinticuatro años… Claro, ya se había cagado en público, pero es distinto, porque nadie sabía que había sido él, en cambio el llanto, las lágrimas, eran visibles y delataban su tristeza, que eso también es algo íntimo, si se quiere, algo que uno trata de no mostrar ante los demás. Aunque nunca, nadie le había dicho que llorar estuviera mal, pero Agustín así lo creía, eso lo había incorporado de la vida misma y por eso evitaba llorar, porque también lo avergonzaba.)

Por fin el colectivo se detuvo. Los hombres empujaron al señor borracho hasta la puerta trasera del colectivo y de ahí lo arrojaron a la calle, sin dejar de insultarlo. El colectivo siguió su recorrido, como si nada. Los pasajeros intentaban abrir las ventanas, pero estaban selladas. Una muchacha levantó a la mujer embarazada y le daba aire con un cuaderno que tenía en la mano. Los padres calmaron a las criaturas, (incluso a la rubiecita, pero fue la última en aflojarle al llanto. Apasionada, la borreguita) Agustín seguía llorando en su asiento, pero silenciosamente.

De a poco la gente fue abandonando el colectivo, de a grupos o individualmente iban bajando en cada parada. Agustín no se animó a bajar en su parada porque en la misma bajó un grupo de seis personas, entre ellos la mujer embarazada.

El colectivo terminó su recorrido, en un lugar descampado, sin luces. El chofer le avisó a Agustín que debía bajarse. Estaba lejos de su casa. Ni siquiera sabía a cuántos kilómetros estaba, pero decidió bajarse igual. No se animó a pedirle ayuda al chofer. Se dirigió a la puerta trasera, que ya estaba abierta, y caminó a paso lento, con las piernas abiertas. En el interior de su ropa, la mierda se había secado y se le había pegado al cuerpo. Por fuera, y a la vista de todos, se notaba el jeans y parte de la campera con una mancha y pegadas al cuerpo. En fin, era evidente que se había cagado.

El chofer lo vio por el espejo retrovisor y solo atinó a gritar: “-¡¡Pendejo hijo de puta!!”

Agustín corrió. Corrió lo más rápido que pudo y no paró hasta llegar a su casa. Entró, y se tiró al piso a llorar de bronca, de impotencia, de asco, de vergüenza… Lloró por media hora, más o menos, y luego se metió a la ducha, con ropa y todo (esta vez, ni se le cruzó por la mente la idea de masturbarse)

Cuando salió del baño, tiró toda la ropa que había llevado a la cita con Camila y después prendió el televisor: “Alivia, el yogurt que facilita el tránsito lento. Vos me entendés, gorda”- decía la dientona en la pantalla, y el la puteó, le gritó al televisor, le arrojó el control remoto y comenzó a llorar nuevamente (Bueno, sí, era medio llorón el pobre Agustín). En medio del llanto recibió un mensaje de la novia:

“De Cami: Amor, ya estoy bien de la pancita =)
Ya llegaste a tu casita?
Si querés nos vemos mañana de nuevo, en casa.
Avisame cuando estés en tu casa así no me preocupo.
Te amo”

Agustín sonrió y, impulsivamente le contestó:

“De Tín: ¡¡Andá a la mierda, puta!!”

(Ahora sí, si quiere, juzgue a nuestro amigo, Agustín)


31 de octubre de 2010

1 comentario:

  1. No te puedo creer! Pobre chabon!!
    me reí al principio, después me dió lástima...
    ojalá nunca me pase..
    ahora, me traume y no voy a volver a tomar un Activia! mira lo que lograste! jaja

    Karina A.

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