viernes, 22 de octubre de 2010

La muerte de Fabricio

  Fabricio tomó su campera negra de cuero que colgaba de una silla muerta, se la puso y se dirigió a la puerta.
  Miró su habitación como despidiéndose. Todo estaba desordenado: posters de Ramones y Pappo y otras bandas por el estilo, era lo único que estaba en su lugar, el resto yacía en el piso o en cualquier otra parte, pero menos en el lugar que les debería corresponder. El despelote era tal, y estaba tan acostumbrado a vivir así, que ya lo había naturalizado y creía que todo estaba donde debería estar. Él era así: despelotado. Hasta en su forma de caminar, zancada tras zancada que parecía desarticularse.
  Abrió la puerta, volvió a mirar su habitación, gris, olorosa y envuelta en un aura de soledad y triste agonía. Y salió sabiendo que ese día alguien moriría. Lo sabía bien.
  Tenía una imagen que mantener. Sus amigos le decían El Renegado por su constante mal carácter, su voz gruesa y tronante y su vestimenta. Ese día, además de su campera negra, llevaba un jeans roto y mugriento, borceguíes estropeados y gastados, sus muñequeras   con tachas y su remera preferida, la que tenía estampada a El Padrino, de la película de Francis Ford Coppola. El pelo largo lo llevaba revuelto y desalineado, como él sólo lograba tenerlo. Sí, tenía una imagen que mantener.
  En el barrio lo conocían todos y cuando él pasaba, no volaba una mosca. Había un respeto hacia él que nació naturalmente. Nunca nadie lo propuso pero era como si todo el barrio se habría puesto de acuerdo y era lo que se debía hacer: silencio y sólo silencio ante su paso. Tampoco nadie hablaba del por qué de este ritual, pero todos sentían un manto oscuro, un halo de misterio e inquietud ante él. Caminaba seguro por las calles, se sentía importante, siempre con un cigarrillo entre los dedos.
  Pero esa tarde no le importaba todo eso. Esa tarde se dirigía a la disquería del barrio, dispuesto a comprar ese cd que tanto había mirado y soñado. Podía ser lo último que comprara y lo presentía. Pero iba sin miedo, ya no le importaba nada, ni siquiera lo que Cacho, el pibe de la disquería, pudiera llegar a pensar. Ya tendría una excusa a mano para dar. Él sabía de excusas.
  En una esquina se encontró con los muchachos, sus amigos de toda la vida. Ellos también lo respetaban pero no le temían. Lo respetaban más por sus silencios y porque, las pocas veces que emitía opinión, eran respuestas inteligentes y profundas. Fabricio no era un hablador, y a lo mejor sus silencios eran los que infundían temor en los demás, los que no lo conocían. No se detuvo a charlar, sólo saludo y pasó de largo, pero a nadie le sorprendió. Él era así, siempre fue así.
  El trayecto hasta la disquería se le hacía interminable y el día no acompañaba en nada: el sol le quemaba la nuca, el calor se tornaba insoportable y la campera se le pegaba al cuerpo transpirado y, zancada tras zancada, se le hacía más pesada. Estaba incómodo con la ropa que llevaba, pero era su fachada, la que debía mantener, y no era la primera vez que estaba incómodo. Sabía disimularlo, siempre lo hizo.
  Por fin llegó a la disquería. Fue directo al cd, miró el precio sólo por costumbre porque a él no le importaba cuánto tendría que pagar. Sea lo que sea, lo valía. Se acercó a la caja y le dijo a Cacho que se llevaba ese cd. Le clavó los ojos en busca de algún gesto que demostrara sorpresa, sarcasmo o lo que fuera. No lo encontró.
  Cacho le cobró y le preguntó si debía envolverlo para regalo. Dio una respuesta afirmativa. Mientras envolvían el cd, Fabricio esperó incómodo y sorprendido por la poca atención que recibió por parte del vendedor. No estaba acostumbrado a que lo ignoren. Pero era mejor así, pensó, aunque se sintió casi un fantasma. Cuando tuvo el cd entre sus manos, salió apresurado pero sonriendo, victorioso.
  Volver a casa fue más difícil, aun. Si bien el sol se había ocultado y había dejado paso a una brisa un tanto helada, pero agradable, Fabricio deseaba estar ya, en ese mismo momento en su casa. Su cuerpo era un manojo de nervios y a la vez, estaba invadido por una emoción y una excitación que jamás había experimentado. Lo que más lo impacientaba era escuchar ese cd. No era una compra más. Su vida toda dependía de ese objeto. Él lo sentía así, y de eso nunca dudó.
  Por fin en su casa, desenvolvió el cd, lo abrió y olió el booklet: olor a nuevo que trató de retener con los ojos cerrados. Y mientras lo olía, creyó enloquecer y sentía que su cuerpo respondía a ese olor y cómo su miembro iba endureciéndose con cada aspiración que daba… Fue entonces cuando decidió hacerlo y ya no hubo vuelta atrás.
  Se arrancó esa campera que tanto odiaba y toda su vestimenta fue a parar al piso de la habitación. Toda, menos su remera de El Padrino. Una vez desnudo, se duchó, se sentía sucio, asqueado de sí mismo, se sentía débil y avergonzado de tanta falsedad. El agua se encargaría de limpiarlo. Y lo logró. La ducha le hizo bien, y mientras se secaba, pensó y supo que estaba haciendo lo correcto.
  Se dirigió al espejo de cuerpo entero que tenía junto a su cama, y así, desnudo como llegó a este mundo, se observó. Le gustó lo que el espejo reflejaba: un tipo de treinta años que aparentaba muchos menos, alto, con el pelo hasta los hombro, un cuerpo bien formado, sin muchos músculos pero sin excesos de grasas… Un tipo bien parecido, pensó. Poseía un rostro duro y masculino, pero que si se lo miraba detenidamente, tenía algo de aniñado, de un niño triste y solitario. Se sonrió así mismo.
  Así, desnudo como estaba, buscó la caja que tenía debajo de su cama. La miró unos segundos, dubitativo, suspiró y la abrió. Le llevó exactamente sesenta y ocho minutos para terminar con él mismo.
  Una vez listo, colocó el cd y puso el volumen al máximo. El reproductor marcaba el track cuatro del disco. Apretó play, y de los parlantes salieron los sonidos de unos tambores que se mezclaban con ritmos de música disco. Se hicieron oír los primeros versos de la canción:

“Primero una muñeca vestida de largo,
Que camina y habla, y hada por tus manos,
Después, al hacerme tuya,
Muñeca de trapo que soporta todo,
Hasta el amor ingrato…”

  Y nuevamente, frente al espejo, se observaba, pero esta vez se enamoró de lo que veía: una chica de treinta años, que aparentaba muchísimos menos, alta, una melena rubia y larga, un vestido turquesa que se ajustaba a su cuerpo, uñas largas y pintadas del mismo color del vestido, ojos grandes con pestañas interminables, bañadas en rímel negro, labios rojos, y unas botas negras y largas, que realzaban sus piernas.
  La mujer del espejo cantaba y abría la boca exageradamente, logrando no emitir sonido alguno, solo gesticulaciones, y así y todo, seguía la letra de la canción: “Muñeca rota” de Valeria Lynch. Y al pronunciar la frase: “Tratando de armarme paso las horas, juntando mis trozos entre las sombras…”, la mujer estalló en un llanto sin consuelo, sus mejillas se tiñeron de negro y se dejó caer al suelo, junto a todo lo que ya había en él.
  Esa mujer lloraba la muerte de Fabricio y le daba la bienvenida a Francisca Corleone… Lloraba porque moría y nacía al mismo tiempo. Y en la muerte como en el nacimiento, hay llanto. En el medio, la vida. Y más llantos.

  Hoy, Francisca Corleone presenta su show en el teatro: “La primera Dragqueen del pueblo presenta: Tributo a Valeria Lynch” dicen los carteles que la muestran sonriente y orgullosa. Desafiante. Las primeras cinco funciones ya están agotadas.
  Compró tres copias más del mismo disco porque el primero se rayó de tanto escucharlo en los ensayos para su show. Camina por las calles y sigue siendo respetada, pero la gente habla y susurra cuando pasa ella. Los muchachos, los amigos de toda la vida, desaparecieron. No sabe dónde están pero tampoco los busca. Sigue teniendo una imagen que mantener, y ahora más que nunca.
  Su habitación huele a sahumerio de canela. Los posters son de Madonna, Marilyn Monroe y, por supuesto, Valeria Lynch.
  Cada tanto, sobre todo por las mañanas, se encuentra con el fantasma de Fabricio, pero lo ignora. Sabe ignorar.
  En la caja guardó la campera de Fabricio y sus demás cosas, pero la remera de El Padrino la tiene a mano, de vez en cuando la usa. Le debe mucho más que el nombre.

8 de enero de 2008

5 comentarios:

  1. Es genial este cuento. Algo de Almodovar ciñe entre líneas....
    Me gusta la intensidad de las descripciones porque suscitan un ritmo narrativo que atrapa de principio a final. Quizá algun que otro adjetivo demás, pero eso tiene que ver con tu estilo.
    Buenísimo lo tuyo Victor. Hay que fomentar este blog para que más personas puedan disfrutarlo. Aunque de eso nos deberíamos encargar nosotros, tus lectores.

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  2. ahm!ese ya lo conocia! me avive como a la mitad igual, hace tanto q lo lei...muy bueno, es bastante inesperado el giro que toma la historia en un momento, me encanta la imagen del personaje frente al espejo..
    abrazos

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  3. me gustó mucho.. la verdad que por las descripciones que das de Fabricio dá la impresión que va a asaltar algún lugar y morir en el intento, pero no... muy bueno.
    Y Rómulo que se hace el crítico literario jaja, mentira, te salió. Y tiene razón, tenemos que hacer conocer más el blog!

    Kari A.

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  4. Bueno gente, gracias por los comentarios. Romulo, cuando escribi este cuento creo que todavia no habia visto las pelis de Almodovar, pero me alegra que encontraras "algo de el", es un halago para mi. Y si che, me gustaria que difundan el blog, jajaja. Agus... que raro vos despistada! jaja, este cuento te lo mostre cuando lo termine, practicamente, pero no se si habras notado, le cambie un par de cosas, me gusta un poquito mas ahora. Gracias por comentar. Y kary, mi fiel lectora y comentarista...seria ridiculo si iba a asaltar y lo mataban, jajaja, te la mandas! y si, Romulo es el critico literario que me faltaba jajaja. Gracias por leerme y por comentarme. Besos para todos.

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  5. V! Me gustó mucho, muchísimo. Por lo que leí en los comentarios no conocías al gran Almodóvar cuando lo escribiste, pero en la descripción de los personajes hay mucho de él. Divina Francisca, toda una mariposa... ;)

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