Era un marcianito.
¿Cómo que no existen? Sí que existen, yo lo vi. Yo viví con él unas semanas.
Era un marcianito chiquito. No, no era verde. Era marrón con manchas azules,
como lunares pero eran manchas. De ojos grandes y boca ancha. Su piel era fría,
pero no como la de los anfibios. Fría, fresca y rara. Y dientes filosos. Lo sé
porque el día que lo encontré me arrancó un dedo, el primero de muchos. Casi
veinte. No hablaba pero se hacía entender. Cuando decía “Driiiz” era porque
estaba contento, afirmativo. Y cuando decía “Glodg”, estaba enojado, negativo.
Por las vocales de cada palabra no era muy difícil saberlo. Cualquiera lo
hubiese notado. Él me entendía, ¿Qué cómo sé que era masculino? Por sus olores
y sonidos. Un ser femenino, sea de la raza que sea, nunca va a comportarse así
ni despedir esos sonidos y olores. Eso lo hacen los hombres. Lo encontré a
fuera de casa, tirado en el césped. Lloraba como cualquier criatura indefensa.
Por eso supe que era un marcianito y no me refiero a los cuarenta centímetros
de estatura, sino que era un niño, una criaturita. Me miró, con los ojos
mojados y su boca ancha haciendo un pucherito, como los niños. Y ahí me arrancó
el índice derecho. Me asusté, pero no me dolió. De hecho no sangré. Simplemente
el dedo desapareció. Y me reí. Marcianito también rió. “Driiiz, Driiiz, Driiiz”
se puso de pié y entró a casa. No, no le puse nombre. O sí, Marcianito. Lo
llamé así y él respondió a ese nombre sin cuestionarlo, desde el primer
momento. Es feo pero simpático. Y me encariñé enseguida. La primera semana nos
llevamos bien. Un día, el tercero, se me ocurrió enseñarle escuchar música y se enamoró. Bailó toda la
noche, nueve horas seguidas, hasta que se durmió. No pude hacer nada, cuando
intenté apagarla, a eso de las tres de la madrugada, me arrancó el segundo
dedo. Pero no pasó a mayores, esa semana.
La segunda semana
ya no lo toleraba más. Todo el día contento, con sus “Driiiz” por acá y
“Driiiz” por allá. Y hielo, mucho hielo. Un día, una tarde calurosa, se me
acabaron los cubitos así que opté con hacerle un “raspado de escarcha” del
freezer. Le encantó así que cada tanto le preparo uno. Sobre todo cuando nos
peleamos y quiero reconciliarme solo para que deje de llorar como un niño, y
dejé de decir “Glodg, Glodg, Glodg” cada tres segundos. “Marcianito pelotudo”
le dije una vez, y me corrió por toda la casa. Al principio me reía mientras
corría, pero después tuve miedo y me reía del mismo miedo. Me alcanzó y me
arrancó dos dedos más de la mano izquierda. Solo me quedaba el dedo gordo y el
pequeño en esa mano. Y grité “¡Raspado de escarcha!” “Driiiz, Driiiz, Driiz”
dijo, y se sentó, con las patitas colgando esperando su raspado. Me costó prepararlo
sin mis dedos recién arrancados. ¿Cómo le voy a pegar? Si te digo que parecía
una criaturita. Solo lo reté, y se largó a llorar de nuevo, mientras comíamos
nuestros raspados. “Bueno, ya está, no llores más Marcianito”, le dije y le
agregué unos cubitos a su raspado. Y puse música. Al otro día tuve que ponerme
guantes. A los dedos faltantes los rellené con algodón. En la oficina nadie lo
notó. No hablo con nadie. Una noche discutimos y me comió dos dedos de la mano
derecha, lo reté y se largó a llorar. Se atragantó con su mismo llanto y
terminó vomitando mis dedos que flotaron en un líquido entre naranja y verde.
Tuve que barrer mis propios dedos y los arrojé en el tacho de basura. Cuando me
fui a dormir, Marcianito se paseaba con uno de mis dedos, al que se comía como
quien come una oblea y la saborea de a poco. Me dormí al tercer “Driiz”
No sé qué imagen
mental tendrán de Marcianito pero les advierto que no se parece a ningún
marciano interpretado en la televisión. Creo que por eso la aborrecía. Siempre
le tiraba el control remoto. No se parecía a Alf, aunque los dos eran marrones,
pero Marcianito era más clarito. No se parecía a Mercano, ni a Kang o Codos. Ni
siquiera a los marcianitos de los videos de Moby. Ni a un Gremlins o un Critter.
Aunque cuando se enojaba mostraba los dientes como un Critter. Pero ningún
extraterrestre o marciano, como quieran llamarlo, se le parece. Marcianito fue
único, pero lo tuve que matar. Sobre el brazo izquierdo ya solo tenía un muñón.
Y de la derecha solo me quedaron dos dedos. Los dedos de los pies los perdí
todos en distintas discusiones con Marcianito. Me despidieron del trabajo,
Marcianito no quería que lo dejara solo. La computadora se rompió. De un día
para el otro no pudimos escuchar más música. La casa se volvió silenciosa.
Salvo por los “Glodg” continuos y los “Driiz”, cada vez más esporádicos. El
televisor tenía la pantalla trizada de tantos golpes con el control remoto que
le fue arrojando Marcianito, cada vez que yo la prendía. La heladera se quemó el mismo día que lo
maté. Esa mañana los cubitos no estaban listo, las veinte cubiteras y las tres
botellas de agua que ponía a congelar, estaban líquidas. Marcianito quería su
desayuno y no paró de decir “Glodg” en todo el día, a todas horas, a cada
minuto. Y lo maté. A patadas y con mis muñones, hasta que logré tirarle la
heladera encima. “GLODG” gritó Marcianito. Y se calló. La casa quedó en
silencio. Lloré, como cualquier criatura indefensa. Lloré porque sabía que ya
no iba a estar nunca más. Y lloré porque siempre termino matando lo que quiero.
28 y 29 de marzo de
2012
Excelente!!! =) y sin lugar a dudas, me quedo conla frase final..."siempre termino matando lo que quiero".
ResponderEliminarGracis Vir! Por pasar por el blog, comentar y por la buena onda de siempre. Un beso.
ResponderEliminarentretenido. y el desenlace: genial. Muy bueno. Siga asi! voy a leer todo su blog.
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