Ramón se desperezó
en el sillón. Husmeó para estar seguro de que Malena no estaba cerca, y saltó
al suelo. La odiaba. Odiaba a la niña desde que la vio en brazos de Ama. Olfateó
hasta dar con el aroma con el que la distinguía. Malena dormía apacible en su
cuna. Avanzó unos pasos hasta llegar a la puerta del baño que se encontraba
entreabierta. Ama estaba desnuda, enjabonando su cuerpo bajo la ducha. Ramón la
observó unos segundos, disfrutando del aroma a jabón. Disfrutando de Ama, como
antes, cuando no existía Malena. Luego corrió apresurado, directo a la cuna. De
un salto estaba sobre el cuerpo de la beba, que por algún motivo no lloró. En
ningún momento lloró hasta que oyó el grito de Ama.
Ramón sabía que Ama
le hablaba a él, era la voz “para él”. Corrió
a su encuentro y se detuvo a sus pies. Ama sostenía algo apestoso en sus
brazos, algo horrible: una criatura pelada, sin dientes, sin garras, de manos
diminutas y arrugadas, de piernas cortitas y flacas, que gritaba como una rata
hambrienta. Una rata bebé hambrienta. Ama hablaba con la voz “para él”, pero le hablaba a la rata
bebé. Ramón observó con desconfianza, olfateándolo todo dos veces. Saltó a la
mesa, donde Ama había acostado al monstruo y sintió un aroma nuevo, excitante,
que salía de la boca de la niña. El olor era familiar, pero distinto: más puro,
más carnoso, más caliente. Irresistible. Ramón se acercó hasta Malena y lamió
su boca diminuta. Fue la primera vez que Ama lo golpeó, tirándolo de la mesa y
gritando con voz diabólica. Una voz que aterró a Ramón como nunca antes. Una
voz que le aceleró el corazón. Ramón se refugió debajo del sillón, confundido,
incluso atontado y desde ahí observó por horas el ir y venir de Ama. Desde ese
rincón oscuro, Ramón oyó llorar varias veces a Malena. Desde ese agujero, el
gato movía su cola inquieta mientras se saboreaba.
Hacía dos años que
se paseaba por la casa a su antojo. Ama lo trajo desde muy pequeño, cuando su
llanto también era un chillido molesto, cuando sus pasos eran inseguros. Ama lo
cuidó, lo mimó, lo hizo feliz. Ramón lo tenía todo. Conocía cada recoveco de su
casa, cada ruido, cada aroma. Ama le permitía todo. Los sábados por la noche,
recostados en el sillón, ama acariciaba su lomo y le hablaba. Siempre le
hablaba. Dos años atrás, Ramón era el bebé de la casa. El bebé de Ama. Pero
llegó Malena y el grito diabólico de Ama.
El gritó había roto
la relación para siempre. Ramón veía a Ama, pero siempre con el monstruo en
brazos. Ya no se le despegaría. Ya le había robado la voz de Ama. Ahora la voz
era “para ella” Ramón las oía reír y
llorar, escondido debajo del sillón. Cuando Ama no andaba cerca, Ramón salía de
su refugio y la encontraba en la habitación, mirando la cuna. Ramón las
observaba desde la puerta. Lo veía todo. Lo olía todo. Ama solo lo acariciaba
cuando la criatura dormía en la cuna. Ramón disfrutaba de ese pequeño momento
del día, que antes le pertenecía por completo y que ahora dependía del sueño de
la niña. Y él quería que ella durmiera para siempre.
Hacía tres semanas
que Malena había llegado a su hogar. Su madre había acomodado la cuna a los
pies de la cama. Mientras Malena dormía entre mantas y peluches, Ramón dormía
recostado en el sillón. El ruido del agua cayendo fue lo que lo despertó. Se
desperezó y luego se dirigió a baño. Ama comenzaba a darse un ducha tranquila. Ramón entró a la cuna y por algún motivo, Malena
no lloró. Ramón mordió y mordió, los bigotes se tiñeron de rojo, gotearon rojo.
Las garras se hundieron en el pequeño rostro. Pero Malena no lloró.
Ama terminó de
ducharse y el silencio invadió la casa. Ramón se percató de la mudez y huyó.
Conocía cada recoveco de la casa. Sabía que la ventana del lavadero permanecía
abierta. Ramón huyó, pero antes, desde la vereda escuchó el grito diabólico de
Ama. Desde la vereda también pudo oír el llanto de Malena. Y lloraba como una
rata bebé hambrienta. Pero no lloró más. Ya durmió para siempre.
25 de agosto- 18 de
noviembre de 2011
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