viernes, 3 de diciembre de 2010

La ladrona de musas (el cuento inconcluso)

No podía escribir. Y es que con ella se habían ido todas las musas enredadas en sus pelos. Y era el principio de los quinientos días sin ella, el principio del cansancio y de la muerte. La muerte no era tal pero era muerte igual.

Y es que quería y necesitaba la esponja mágica, la que borraba todo de las paredes (¡incluso la pintura!), la que alguna vez la borró a ella de su mente… Pero era tramposa la esponja, porque la borraba a ella pero no su esencia que perduraba en los recuerdos a los que siempre volvía.

Y ahí estaba ella, borrosa, con su pelo a medio borrar, con una cara distinta, con un cuerpo distinto, pero él sabía que era ella, la de todos los días, la de siempre. Y ahí estaba, una vez más, bailando con su gin-tonic en la mano, (gin-tonic porque lo nombraba el cantante en la canción), ebria, hermosa, dolorosa, cruel y contradictoria, pero por sobretodo, mujer. Y se acercaba y lo envenenaba con el trago y lo hipnotizaba con el baile y lo apuñalaba con las palabras. Y se iba, tambaleándose como si bailara (¿o bailaba?)

O aparecía en otro escenario completamente diferente, con una piedra en la mano y decime qué te imaginás cuando mirás la piedra, y algo de un chicle aplastado, respondía él, y ella iba más lejos, como siempre, y hablaba de extraterrestres y de otras vidas, y de casualidades y causalidades, y sus historias se plagaron de ellas, sus destinos se dieron de casualidades y causalidades. Y de interpretaciones erróneas de Girondo. Y de interpretaciones certeras de Girondo. Y de Girondo.

Cansancio. Cansancio de esperar, de soñarla, de no tenerla pero sabiendo que la podía tener. Cansancio de su cobardía. De la cobardía de ella. Y ahí estaba, con la foto del cantante en el salvapantallas, porque la vida era más compleja de lo que parecía, decía él. Y él ponía cara de conejo o de ratón, ya no lo sabía. Y ella sonreía y él pensaba que ella le mentía. Que se mentía. (Y él, ¿se mentía?) Él no se mentía. Aunque a veces sí, se mentía.

Y cada paso que daban crujía como crujen los pasos en la nieve, como si pisaran pequeños cristales, frágiles, como lo era ella que se mostraba dura y segura ante la vida, pero lo cierto es que era frágil como una niña insegura, como una niña perdida. Y los pasos también eran cansados porque el cansancio estaba en todas partes, porque quinientos días equivalen a un año, cuatro meses y quince días. Y el solo hecho de pensar en lo que aún le faltaba para cumplir los quinientos días sin ella, para que así volvieran las musas a él, lo cansaba. Pensar lo cansaba.

El cansancio invadía su vida (¿y la de ella, no?) Y ya no podía levantar siquiera la lapicera para escribir, para refugiarse en sus cuentos, en sus mundos imaginarios. Y es que en cada uno de ellos, ella volvía a aparecer, porque no había esponja mágica que la borrara, y ella lo tomaba de la mano y lo llevaba, lo envolvía y lo hacía perderse en un mandala esquizofrénico dibujado a lápiz, un mandala que fácilmente podría haber representado su mente esquizofrénica.

Y él buscaba la salida pero sólo se encontraba con puertas que lo conducían a distintos lados, a distintos mundos. Una lo llevaba a una casa abandonada, cerca del mar, en una noche de estrellas fugaces, como ella que aparecía y desaparecía fugazmente de su vida, de sus recuerdos… pero al final siempre estaba.

Otra puerta lo condujo al fondo del mar donde nadaba rodeado de monstruos marinos gigantes y temibles, y él trataba de huir, de salir a la orilla. Y en la mitad del océano, cuando pudo asomar la cabeza, observó en la orilla, a lo lejos, una casa abandonada y oscura, y desde a dentro lo observaba un hombre sonriendo. Y él le pedía ayuda a los gritos, se pedía ayuda pero no se escuchaba, porque de su garganta no salía ningún sonido. Y nadaba hasta el fondo del mar, donde hallaba otra puerta y salía del mar para pasar a otra habitación, pero no podía ver porque le habían vendado los ojos (¿ella le vendó los ojos?)

Y comenzaba a caminar tanteando, con las manos extendidas para no toparse con nada, para no caer. No intentaba quitarse la venda de los ojos porque de alguna forma sabía que era imposible quitarla. Sus manos se encontraban con algo áspero, con una piel sin vellos, una piel agrietada, pero le era imposible reconocer lo que tocaba. Esto no lo atemorizaba. Seguía palpando, luchando con su mente para descifrar el enigma, para lograr formar algo en su mente y poder decir qué es lo que tocaba. Era algo grande, gigante, (¿¡pero qué!?) Necesitaba las manos de ella para que lo ayudaran a reconocer aquello que estaba frente a él. Pero sus manos nunca se hacían presentes en este recuerdo, en este sueño.Y él se iba, resignado, triste, en busca de otra puerta, y el elefante que estaba tocando siempre lo miraba irse, sintiéndose como un enigma sin descifrar. Por fin daba con otra puerta que lo devolvía al centro del mandala que ya comenzaba a borrarse porque la esponja mágica también borraba mandalas.

Y ahí estaba de nuevo él, cansado de haber cruzado los mismos mundos que cruzaría durante el resto de los cuatrocientos noventa y nueve días restantes.

Y el cuento inconcluso, el que nunca se leería porque no encontraba fin y sin el fin, el cuento nunca sería cuento. Y las palabras pedían salir, pedían ser escritas, exigían unirse para formar versos, oraciones, párrafos completos. Las vocales y las consonantes habían logrado mantenerse unidas, pero las palabras que formaron se revolvían en la tinta de aquella lapicera sin que ésta lograra ser recogida por una mano. Y es que la mano también sufría de cansancio. Pero cuando él hacía un esfuerzo por liberar las palabras, por escribir y terminar el cuento, ella volvía a su mente y volvía a susurrarle al oído la locura de aquellas relaciones en las que nadie deja a nadie, sin saber si eran las mejores o las peores relaciones, pero aseguraba que el tiempo siempre estaba presente con todo lo que conllevara.

Pero el tiempo estaba a destiempo, aunque de cierta forma seguían conectados y él podía adivinar cuando a ella la invadía el cansancio, y ella le reprochaba que él tuviera poderes mágicos (¡como la esponja!), y que a ella le encantaba Girondo… Pero que también era su culpa, decía ella. Y él sabía que no, que la culpa siempre fue de él y ahora ella pretendía robársela, como le robó las musas. Y en esto se quedaban pensando, en las culpas y en el porqué de las acciones, pero jamás hablaban de la cobardía, del temor a perderlo todo si se entregaban como se debían entregar, como se entregaría cualquier ser humano que se creyera normal (en el mundo diario de anormales).

El temor a entregar más de la cuenta y no recibir lo mismo de la otra parte y, por lo mismo, salir herido. Jamás hablaban de esto porque esto también los atemorizaba. Y para evitarlo hablaban de cine y de literatura, de música y de arte, pero jamás de amor, porque ella no se dejaba querer y él no supo quererla como ella necesitaba, porque nadie le enseñó a amar, aprendió solo y lo que no supo lo inventó para tratar de hacerla feliz, para mantenerla a su lado. La amó como a él se le ocurrió que se amaba, pero no bastó para mantenerla a su lado.

Nunca sabría el porqué pero, con el tiempo lo dejaría de cuestionar, se resignaría y se consolaría con saber que así se habían dado las cosas y estaba bien. (¿O no lo estaba?)

Y así, distraído como estaba, fue que ella le robó las musas, las enredó en sus cabellos y se las llevó. Y así fue como comenzaron los quinientos días sin la ladrona de las musas. Y vino el cansancio porque la vida siempre fue y siempre sería más compleja de lo que parecía. Y ya no pudo escribir más. Las palabras agonizaron primero, y murieron después, ahogadas en tinta, cansadas de tanto gritar por salir, por recostarse sobre una hoja en blanco para terminar de una vez por todas, el cuento. Y la lapicera también murió de cansancio, de tanto esperar ser recogida por una mano que no estuviese cansada.

Y, finalmente, el cuento murió porque no tuvo fin para vivir.

2 y 3 de diciembre de 2010

1 comentario:

  1. La ladrona de musas manda a decir que sigue sosteniendo que la vida es mas compleja de lo que parece, que se siente muy alagada por su cuento y, a su vez, un tanto culpable (aunque no estoy segura de que esa sea la palabra que expresa lo que siente). Lo que si sabe, es que la realidad se construye de fragmentos y el de ella, su trozo de esta historia, es un poco bastante (valga la contradiccion!) mucho mas feliz. Es un recuerdo surrealista, con detalles todo importantes, de gran valor, y si escuchamos al maestro con atencion, el nos dirá que es mas importante "amar la trama mas que el desenlace"... Deberias publicar un libro. Estas cerca. Beso.

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