viernes, 12 de noviembre de 2010

El de las moneditas

-No tiene una monedita, abuelita.

Las señoronas del pueblo sabían que cuando él las llamaba abuelitas era porque ya peinaban canas. Más de una se ofendió, porque allá también las tenemos en coquetas. A otras, les decía tía y a las más chicas, directamente les decía nena. Pero a todas siempre les pidió lo mismo: moneditas. Con el género masculino nunca fue muy amable, vaya uno a saber porqué.

A Fidel lo vemos todas las tardes, en las esquinas de las calles 12 de Octubre y Don Bosco, de Puerto Deseado, una ciudad en la que se vive como en un pueblo, a lo mejor porque nadie quiere enterarse que ya dejó de serlo. Pero es que del cambio de pueblo a ciudad, nadie nos avisó.

Todos conocemos a Fidel: un hombre-niño grande, gordo, de ojos hundidos que se pierden en unas ojeras de toda la vida y detrás de un par de cachetes regordetes, de andar rengo, por algún problema en la cadera o en la pierna, vaya uno a saber, siempre con los pelos desordenados, y con la dentadura a la miseria, de tantos caramelos, debe ser. Fidel era el nene gigante que pedía monedas a todos los deseadenses que nos cruzábamos en su camino. A veces entendía que no se le podía dar moneditas todos los días y bueno, pero mañana sí, eh. Pero cuando andaba con los mil demonios encima, andá a la mierda, puto, se hace la linda, la fea, esta… Forro, sos malo, eh… No le importaba meterse con nadie: él quería sus moneditas.

Un día vi cuando se cayó en una esquina y no se podía levantar. Fue un tropezón que se convirtió en caída al instante. Allá fue a parar todo ese cuerpo rechoncho, las monedas decorando su caída, y ahí nomás largó el llanto, el nene regordete, el gigante aniñado. Y entre risas lo fueron a levantar los remiseros de enfrente, sus cómplices y amigos. Pero no, el nene quería a la hermana, pedía que venga mi hermanita, quiero a mi hermanita. Y su llanto hizo que los remiseros sintieran un nudo en la garganta, que disimularon entre risas, que somos macho, carajo, y a esta edad, no se llora por cosas como estas. Por más que veamos a un gordo grandote que era un niño más, un hijo más, que ya era un hombre, pero qué mierda importa la edad. Y volvieron y esta vez, sí, lo levantaron y ves que sos boludo, Fidel, por qué no te fijás por dónde andás. Y yo qué sabia, qué. Y se limpiaba los mocos con sus bracitos regordetes. Bueno, tomá dos pesos y andá a comprarte algo, boludo. Y se iba, entre hipos y levantadas de hombros, ante las risas de los muchachos. Todos sabían que a pesar de sus enojos, Fidel volvía siempre a charlar con sus amigos remiseros. No había enojo que los separara. Hasta que la remisería se cambió de lugar y volvió a quedarse solo por las tardes.

Daba ternura verlo moverse, en ese caminar destartalado con su brazo izquierdo levantado hacia un costado para lograr el equilibrio a cada paso, con su ropa de todos los días, cuando se dirigía al Drugtore de la esquina de la Don Bosco y la Brown, a comprarse sus golosinas que tanto le gustaban, con todas las moneditas recaudadas del día en el bolsillo, más el billete de los enojos diarios. Si hasta parecía un sonajero gigante.

Después de la compra, Fidel volvía, con toda su paciencia al lugar de siempre, y se sentaba a comer cada caramelo, cada pochoclo, chocolate, alfajor… todo lo adquirido con sus moneditas. Pero ni con la boca llena dejaba de pedir sus tesoros: las moneditas.

Por las noches era otra cosa, pero sólo los viernes. Los pibes salían del Quinto elemento, el boliche chico del pueblo-ciudad y se lo encontraban en la esquina, a eso de las seis de la madrugada. La juventud perdida salía como querían del boliche, con ganas de pelear, de golpear a alguien o con las ganas de seguirla en casa de alguien o vamos al cabarulo, loco. Pero nadie se metía con Fidel, siempre hubo un gesto amable con el gordito simpaticón, que por más que te puteara, lo aprendías a querer. Dale, tomá un poco de birra, boludo, dale. No, salí de acá que te meto una piña, eh. Dale, Fidel, no seas maricón. ¡Raja de acá, te cago a piñas, eh! Y se iban, cagándose de risa, y Fidel, desde allá los seguía puteando. Pero al otro día se olvidaba de quién había sido el borracho que le ofreció cerveza. Y puteaba por eso, también.

Porque Fidel se dio a querer así, puteando o agradeciendo por cada monedita que le dieran o negaran. Es el personaje que nos quedó del pueblo, el loquito al que todos queremos, aunque nadie sepa nada de su vida. Y si sonríe, con esos pocos dientes negros que le quedan, nos alegra el día. Pero para que esto ocurriera le tenías que dar una monedita, pero de las grandes, ¿eh?, no de las chiquitas. Y la guardaba en su bolsillo.

12 de noviembre de 2010

2 comentarios:

  1. Buenisimo!! Que grande Fidel, se merece un monumento!! XD Muy lindo el cuento!!

    Anddy

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  2. Si che, un monumento al loquito Fidel!! Gracias, me alegra que te gustara.

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