Los pinchamos con
clavos oxidados hasta lograr mirar a dentro. Me acuerdo de cómo la
sangre se mezclaba en ese líquido pegajoso. A Mario le dio asco y
un poco de miedo. Yo lo obligué a mirar. Me divertía. Teníamos 11
años. Comenzamos a hacerlo porque estábamos aburridos. Muchas malas
ideas nacen del aburrimiento. Y esta había nacido del más profundo
aburrimiento que pesaba, esa tarde de verano, en Puerto Deseado.
La abuela de Mario
tenía una huerta con cerezos, manzanos y perales. También criaba
conejos, chanchos, gallinas y patos. Mario me había pedido que lo
acompañara como ya veníamos haciendo hacía tres domingos seguidos.
Me gustaba acompañarlo. La abuela siempre lo esperaba con postres y
golosinas. Pero de dos a cinco teníamos que estar en silencio porque
la abuela dormía siesta. Me acuerdo porque a esa hora siempre nos
aburríamos.
Ese domingo, cuando la
abuela de Marcos decidió dormir su siesta, yo propuse ir a
aburrirnos afuera, comiendo cerezas. Una brisa movió los árboles y
se oyó el roce de las hojas.
-Mi abuela dice que
falta poco para que nazcan los pollitos.
Y ahí surgió la
idea. Me gustaría poder describir lo que sentí en ese momento, en
el mismo momento en que nació la idea. A lo mejor fue la brisa, pero
sentí un escalofrío que me puso la piel de gallina, y a la vez,
sentí una leve correntada que recorrió todo mi cuerpo.
-¿Vamos a ver las
gallinas?- dije, mirando a Mario. Él levantó los hombros, y sin
mirarme dijo: “Vamos”. Y fuimos. Los árboles frutales dividían
el gallinero del huerto. La ventana de la habitación de la abuela
tenía vista al huerto. Me fijé en todo esto como sabiendo que iba a
ocurrir algo que no debería olvidar. Cerca del gallinero había unas
maderas viejas que habían pertenecido al galpón de las herramientas
del abuelo. Y habían tres clavos oxidados como esperándonos. Yo
agarré dos. Mario uno.
El gallinero apestaba
a mierda de gallina, plumas mojadas y barro. Plumas y granos de maíz
casi tapaban el suelo. Las gallinas miraban entre la curiosidad y el
espanto. Algunas agitaron las alas, pero siempre estuvieron en
silencio. Mario levantó a una de las gallinas y yo retiré cuatro
huevos. Queríamos ver qué había dentro. La idea estaba en el aire,
en el gallinero. Ninguno de los dos había propuesto hacer lo que
hicimos. Simplemente lo hicimos. Tomamos uno y los otros tres los
dejé en el suelo. Mario comenzó a golpearlo suavemente con la punta
del clavo, hasta lograr trizar el cascarón. Pero era un huevo común,
“las señoritas Clara y Yema”, susurró mi madre en mi oído.
Tomamos otro huevo y
ocurrió lo mismo. Cuando Mario me alcanzó el tercer huevo, lo noté
diferente. No solo en su peso sino que también en su textura:
pequeños bultos sobresalían del cascarón. Como verrugas en la
piel. Tomé uno de los clavos y golpeé suavemente. El huevo se movió
en mi mano. Mario me miró, y casi sin respirar dijo: “Hay algo
adentro” Y sonreímos. Con miedo. Con excitación y curiosidad.
Golpeé dos veces más y el clavo abrió una pequeña grieta sobre el
cascarón. Había sangre y se mezclaba con un líquido verde y
pegajoso. Y había algo a dentro. Algo que se movía.
-Hay algo a dentro.
Mirá.
-No, no quiero.
-Mirá, boludo. ¿Tenés
miedo?- pregunté, asustado. Y Mario miró, palideció y retrocedió
dos pasos.
-Matalo- dijo. El
huevo se movió en mis manos. Miré a dentro, y un ojo me observaba.
Me asusté y lo dejé caer. La criatura lloró como un niño y Mario
se tapó los oídos y se tiró al suelo. Intentaba encogerse,
volverse lo más pequeño posible, lo más fetal posible. Como si
quisiera meter la cabeza dentro del ombligo y perderse dentro de sí.
Yo igual quería taparme los oídos, pero más quería callar a
aquello que había salido del huevo.
Chillaba como un
animal herido. Las gallinas comenzaron a revolotear y a picotear sus
huevos. Muchas terminaron con los picos chorreando sangre, y clara y
yema. “Las gallinas mataron a las señoritas Clara y Yema”,
pensé. Y la criatura se movió. Trató de escapar. Tomé el tercer
clavo oxidado, y lo clavé sobre aquello que había salido del huevo.
Tenía ojos. Tenía orejas y colmillos. Pero no vi nariz. Y su
pequeño cuerpo mostraba vellos ásperos y negros. No recuerdo
cuantas veces pinché con el clavo a aquella cosa, pero mi mano
terminó manchada de sangre y amoratada porque algunos golpes dieron
con el suelo, pero no podía parar. Temía que reviviera, como en las
películas.
Mario nunca más me
invitó a lo de su abuela, porque nunca más se me volvió a acercar.
Me miraba como si todavía llevara los clavos oxidados en la mano.
jajaja. el final tiene mucho humor pero el cuento es de misterio. siniestro. y a su vez tiene esa cosa tierna de la infancia, de la curiosidad de los niños. hay algo de real en la historia no? atrapante. muy bueno Victor. Espero los viernes para ver que relato nuevo te surge. Que bueno que los compartas. Laura.
ResponderEliminarHola Laura. Qué bueno que te guste lo que escribo, y que esperes los viernes, mucho mejor :) Gracias por comentar. Este relato nació así, de un tirón... debe de estar maldito (?) Saludos!
EliminarEl éxito del mago es ese instante en que lo real parece ficticio y lo ficticio, real. Mago, muy buen relato. Nos leemos.
ResponderEliminarMe preguntaba cómo fue que llegué hasta aquí, y realmente no me importa, pero por suerte, llegué hasta aquí.
ResponderEliminarEl relato es inquietante, pero además, vívido, real.
Mis sinceras felicitaciones (empiezo a seguirte!)
Gracias por pasar por el blog y dejar sus comentarios. Gracias por los elogios. Nos leemos!
ResponderEliminar"Me gustaría poder describir lo que sentí en ese momento, en el mismo momento en que nació la idea." muy bueno!!
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