viernes, 17 de febrero de 2012

La lágrima roja


Carlos Herrera murió. Lo encontraron tirado en la ducha de su casa. El cuerpo mostraba mordeduras en los brazos y las piernas, pero sobretodo en el glande y los testículos. Murió mientras se preparaba para bañarse. Su cuerpo sin vida fue retirado por el padre y uno de los hermanos que cubrieron sus partes púdicas. Nunca le contaron a la madre que a Carlos le faltaban los ojos.

La casa era antigua, de tejas descoloridas con signos de que alguna vez fueron verdes. Una escalera caracol conectaba los dos pisos. A Carlos lo encontraron en el baño de arriba. La cortina de baño había sido arrancada por el propio Carlos cuando trató de evitar la caída. Pero fue en vano. Cayó con todo el peso y la nuca dio contra la canilla haciendo que se desprendiera un azulejo que dejó descubierto un agujero en la pared. De ahí salieron las ratas.

La sangre comenzó a esparcirse por la ducha y no paró hasta llegar hasta al sumidero.  El olor de la sangre se mezcló con el del shampoo, y eso fue lo que olieron las ratas. Las primeras en bajar eran ratas medianas, de colas largas que omitían un pequeño ruido al rozar con la bañera seca. Se acercaron discretamente, con el oído atento. Carlos yacía boca arriba atravesado en la ducha. Los pies colgaban de la bañera. La sangre le chorreaba de la nuca y ya había manchado la espalda y se escurría por los brazos. La primera gota que saboreó una rata, la lamió del dedo pequeño de la mano izquierda. La sangre pintaba la uña pequeña cuando la rata pasó su lengua diminuta, dejándola repentinamente limpia. Después se sumaron otras ratas. Y ya no pudieron parar.

La casa había sido de la abuela. Quedó abandonada por muchos años cuando murieron los abuelos. Hacía casi veinte años que esas ratas anidaban ahí, en la casa. Casi veinte años que la casa les pertenecía. Hasta que Carlos Herreras decidió independizarse y pedirle la casa a los padres. Él se encargaría de la reparación de a poco. Pero no tuvo tiempo. Carlos a penas había hecho la mitad de la mudanza, solo había llevado su ropa, libros, cds, revistas y algunos cigarrillos de marihuana. Su cama, que nunca llegó a armar quedó de pie contra la puerta. Después de haber dejado la última caja de la mudanza en el tercer escalón de la escalera, Carlos se sentó en otro peldaño y le envió un mensaje de texto a su novia, Marcela. “Te tengo una sorpresa”, decía el mensaje. Fue la peor sorpresa que Marcela recibiría en su vida.

En el sótano de la casa las ratas comenzaron a agitarse al tercer paso que oyeron. El primero y el segundo paso las había paralizado. Era el fin. Algo gigante caminaba sobre ellas. Al tercer paso reaccionaron y algunas huyeron a esconderse entre los nidos que habían formado con los años en todas las paredes de la casa. Desde ahí, los pasos no retumbaban tanto, pero seguían inquietas, temerosas, inseguras. Nerviosas. Algunas comenzaron a morderse entre ellas. El gigante caminó durante horas por toda la casa. Hasta que se detuvo. Las ratas que estaban en las paredes del baño quedaron paralizadas cuando cayó el azulejo. Cuando entró la luz, varias soltaron un chillido. Como un pequeño grito de auxilio. Pero Carlos no lo oyó. Carlos ya no oyó nada más.

Nunca se determinó cómo fue que Carlos Herrera cayó en la bañera. No resbaló con agua porque la ducha estaba seca. Se había desnudado antes de abrir la canilla. Incluso entró a la bañera sin que el agua corriera. Pudo haber sido un calambre. O fue simplemente la muerte que debía ocurrir. Pasaron horas y horas hasta que lo encontraron los familiares.

Las ratas fueron lamiendo la sangre de la bañera, primero. La sangre les chorreaba por los bigotes y ellas volvían a lamer las pequeñas y deliciosas gotas que pretendían escapar. Y de a poco fueron apareciendo más y más ratas. Negras. Grises. Chicas. Grandes. Gordas y peludas. A algunas les faltaba parte del pelaje y tenían marcas de mordeduras. Otras tenían la mitad de la cola. La mayoría tenia rabia. El susto había sido grande como la rabia que las poseía en ese momento. Y el gigante había caído. Una rata gorda subió por los brazos de Carlos hasta llegar al cuello. Trepó por su cara y se escabulló por detrás de su nuca. La fuente del manjar. Comenzó a morder de a poco el pelo. Se les sumaron dos ratas más y la pequeña herida que había causado el golpe, se fue abriendo más y más. Mordiscón tras mordiscón. Como les hacen a los elefantes que les trepan el cuerpo hasta entrar por la oreja para comerles el cerebro por dentro. Una de las ratas encontró un ojo, un delicioso ojo derecho. El iris celeste de los ojos de Carlos fue lo que llamó la atención de la rata. Un diamante sabroso que parecía llamarla. Primero lo palpó con su pequeña pata peluda. Húmedo. Olfateó. Olfateó otra vez. Y mordió. Nada. Volvió a morder y una ínfima gota brotó del ojo. La rata lamió el ojo. Mordió con desesperación y el ojo se desinfló. Hasta produjo un leve fuuú. Pareció derretirse en su cuenca. La rata saboreó cada parte de aquel ojo. El otro ojo no se desinfló, reventó soltando un líquido blanco, con algo amarillo y un líquido transparente. Como la clara de un huevo a medio fritar. Algunas gotas cayeron y las ratas que aún lamían la sangre de la bañera, saborearon algo nuevo. Los testículos y el grande del pene también fueron mordidos. Le arrancaron parte del glande y los testículos mostraban varios cortes. Las ratas se peleaban por el cuerpo del gigante. No alcanzaba para todas.

“Carlos” gritaron desde abajo y las ratas huyeron por todos lados. Algunas bajaron las escaleras huyendo desorientadas. El padre de Carlos pegó un pequeño grito de sorpresa y espanto cuando una rata cruzó entre sus piernas. “Carlos, ¿estás en casa?”, preguntó el padre, sintiéndose estúpido de estar un poco asustado. Gabriel, el hermano menor de Carlos alcanzó al padre en la escalera. Subieron en silencio. Cuando corrieron la puerta del baño, Carlos los observaba desde la ducha. Pero no había ojos. No había nada. Parecía sonreír. El rostro de Carlos mostraba pequeñas huellas de sangre, y de las cuencas colgaban trocitos de nervios que no alcanzaron a ser devorados. Los familiares gritaron y se abrazaron, como dos niños aterrados. Cuando el padre se acercó al cuerpo, una rata salió huyendo de dentro de una de las cuencas del ojo y se perdió en el agujero de la pared. La cola se agitó antes de perderse, como despidiéndose del manjar gigante. Una lágrima cayó por la mejilla del muerto. Una lágrima roja.

El entierro fue a cajón cerrado. Muchos ojos lloraron la muerte de Carlos, pero ninguno lloró una lágrima de sangre como la última lágrima que su padre vio. La lágrima roja de su hijo sin vida y sin ojos. La casa fue destruida al poco tiempo, pero no se encontró ninguna rata.


23 de septiembre de 2011- 17 de febrero de 2012

1 comentario:

  1. Siniestro. gustó. cuando va a escribir algo malo?? mala literatura?? no lo he encontrado aun. Deberias ser definitivamente: ESCRITOR.

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