Carlos Herrera
murió. Lo encontraron tirado en la ducha de su casa. El cuerpo mostraba mordeduras en los brazos y las piernas, pero sobretodo en el glande y
los testículos. Murió mientras se preparaba para bañarse. Su cuerpo sin vida
fue retirado por el padre y uno de los hermanos que cubrieron sus partes
púdicas. Nunca le contaron a la madre que a Carlos le faltaban los ojos.
La casa era
antigua, de tejas descoloridas con signos de que alguna vez fueron verdes. Una
escalera caracol conectaba los dos pisos. A Carlos lo encontraron en el baño de
arriba. La cortina de baño había sido arrancada por el propio Carlos cuando
trató de evitar la caída. Pero fue en vano. Cayó con todo el peso y la nuca dio
contra la canilla haciendo que se desprendiera un azulejo que dejó descubierto
un agujero en la pared. De ahí salieron las ratas.
La sangre comenzó a
esparcirse por la ducha y no paró hasta llegar hasta al sumidero. El olor de la sangre se mezcló con el del
shampoo, y eso fue lo que olieron las ratas. Las primeras en bajar eran ratas
medianas, de colas largas que omitían un pequeño ruido al rozar con la bañera
seca. Se acercaron discretamente, con el oído atento. Carlos yacía boca arriba atravesado
en la ducha. Los pies colgaban de la bañera. La sangre le chorreaba de la nuca
y ya había manchado la espalda y se escurría por los brazos. La primera gota
que saboreó una rata, la lamió del dedo pequeño de la mano izquierda. La sangre
pintaba la uña pequeña cuando la rata pasó su lengua diminuta, dejándola
repentinamente limpia. Después se sumaron otras ratas. Y ya no pudieron parar.
La casa había sido
de la abuela. Quedó abandonada por muchos años cuando murieron los abuelos. Hacía
casi veinte años que esas ratas anidaban ahí, en la casa. Casi veinte años que
la casa les pertenecía. Hasta que Carlos Herreras decidió independizarse y
pedirle la casa a los padres. Él se encargaría de la reparación de a poco. Pero
no tuvo tiempo. Carlos a penas había hecho la mitad de la mudanza, solo había
llevado su ropa, libros, cds, revistas y algunos cigarrillos de marihuana. Su
cama, que nunca llegó a armar quedó de pie contra la puerta. Después de haber
dejado la última caja de la mudanza en el tercer escalón de la escalera, Carlos
se sentó en otro peldaño y le envió un mensaje de texto a su novia, Marcela.
“Te tengo una sorpresa”, decía el mensaje. Fue la peor sorpresa que Marcela
recibiría en su vida.
En el sótano de la
casa las ratas comenzaron a agitarse al tercer paso que oyeron. El primero y el
segundo paso las había paralizado. Era el fin. Algo gigante caminaba sobre
ellas. Al tercer paso reaccionaron y algunas huyeron a esconderse entre los
nidos que habían formado con los años en todas las paredes de la casa. Desde
ahí, los pasos no retumbaban tanto, pero seguían inquietas, temerosas,
inseguras. Nerviosas. Algunas comenzaron a morderse entre ellas. El gigante
caminó durante horas por toda la casa. Hasta que se detuvo. Las ratas que
estaban en las paredes del baño quedaron paralizadas cuando cayó el azulejo.
Cuando entró la luz, varias soltaron un chillido. Como un pequeño grito de
auxilio. Pero Carlos no lo oyó. Carlos ya no oyó nada más.
Nunca se determinó
cómo fue que Carlos Herrera cayó en la bañera. No resbaló con agua porque la
ducha estaba seca. Se había desnudado antes de abrir la canilla. Incluso entró
a la bañera sin que el agua corriera. Pudo haber sido un calambre. O fue
simplemente la muerte que debía ocurrir. Pasaron horas y horas hasta que lo
encontraron los familiares.
Las ratas fueron
lamiendo la sangre de la bañera, primero. La sangre les chorreaba por los
bigotes y ellas volvían a lamer las pequeñas y deliciosas gotas que pretendían
escapar. Y de a poco fueron apareciendo más y más ratas. Negras. Grises.
Chicas. Grandes. Gordas y peludas. A algunas les faltaba parte del pelaje y
tenían marcas de mordeduras. Otras tenían la mitad de la cola. La mayoría tenia
rabia. El susto había sido grande como la rabia que las poseía en ese momento.
Y el gigante había caído. Una rata gorda subió por los brazos de Carlos hasta
llegar al cuello. Trepó por su cara y se escabulló por detrás de su nuca. La
fuente del manjar. Comenzó a morder de a poco el pelo. Se les sumaron dos ratas
más y la pequeña herida que había causado el golpe, se fue abriendo más y más.
Mordiscón tras mordiscón. Como les hacen a los elefantes que les trepan el
cuerpo hasta entrar por la oreja para comerles el cerebro por dentro. Una de
las ratas encontró un ojo, un delicioso ojo derecho. El iris celeste de los
ojos de Carlos fue lo que llamó la atención de la rata. Un diamante sabroso que
parecía llamarla. Primero lo palpó con su pequeña pata peluda. Húmedo. Olfateó.
Olfateó otra vez. Y mordió. Nada. Volvió a morder y una ínfima gota brotó del
ojo. La rata lamió el ojo. Mordió con desesperación y el ojo se desinfló. Hasta
produjo un leve fuuú. Pareció derretirse en su cuenca. La rata saboreó cada
parte de aquel ojo. El otro ojo no se desinfló, reventó soltando un líquido
blanco, con algo amarillo y un líquido transparente. Como la clara de un huevo
a medio fritar. Algunas gotas cayeron y las ratas que aún lamían la sangre de
la bañera, saborearon algo nuevo. Los testículos y el grande del pene también
fueron mordidos. Le arrancaron parte del glande y los testículos mostraban
varios cortes. Las ratas se peleaban por el cuerpo del gigante. No alcanzaba
para todas.
“Carlos” gritaron
desde abajo y las ratas huyeron por todos lados. Algunas bajaron las escaleras
huyendo desorientadas. El padre de Carlos pegó un pequeño grito de sorpresa y
espanto cuando una rata cruzó entre sus piernas. “Carlos, ¿estás en casa?”,
preguntó el padre, sintiéndose estúpido de estar un poco asustado. Gabriel, el
hermano menor de Carlos alcanzó al padre en la escalera. Subieron en silencio.
Cuando corrieron la puerta del baño, Carlos los observaba desde la ducha. Pero
no había ojos. No había nada. Parecía sonreír. El rostro de Carlos mostraba
pequeñas huellas de sangre, y de las cuencas colgaban trocitos de nervios que
no alcanzaron a ser devorados. Los familiares gritaron y se abrazaron, como dos
niños aterrados. Cuando el padre se acercó al cuerpo, una rata salió huyendo de
dentro de una de las cuencas del ojo y se perdió en el agujero de la pared. La
cola se agitó antes de perderse, como despidiéndose del manjar gigante. Una
lágrima cayó por la mejilla del muerto. Una lágrima roja.
El entierro fue a
cajón cerrado. Muchos ojos lloraron la muerte de Carlos, pero ninguno lloró una
lágrima de sangre como la última lágrima que su padre vio. La lágrima roja de
su hijo sin vida y sin ojos. La casa fue destruida al poco tiempo, pero no se
encontró ninguna rata.
23 de septiembre de
2011- 17 de febrero de 2012
Siniestro. gustó. cuando va a escribir algo malo?? mala literatura?? no lo he encontrado aun. Deberias ser definitivamente: ESCRITOR.
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