El Peón Negro se
las comió a todas, se los cogió a todos.
A algunos los gozó más que a otros. Y a las que no se comió fue porque
no le pasaron cerca, porque sino… No sabía cómo ni cuándo, pero de golpe se
encontró en la guerra de la que tanto le había hablado su padre, muerto en otro
combate. No sabía bien el porqué del conflicto, pero sabía lo que debía hacer. Los
peones blancos fueron los más fáciles, los primeros en entregarse. Fáciles de
atrapar. Fáciles de comer. Casi regalados. Pero eran todos iguales,
predecibles, y al tercero ya estaba
aburrido. El Peón Negro, al igual que sus compañeros, ansiaba destacarse y en ese mundo se destacaban los que lograban
acorralar al Rey, del cual abusarían y tomarían de esclavo. Pero la historia
siempre le dio la victoria a los Alfiles, o Caballos, a las Reinas y Reyes. Los
peones casi ni se mencionaban en esas luchas, como si no existieran aunque
siempre fueron mayoría. Por eso se propuso cambiar la historia, y pensando en
su padre, el Peón Negro siguió avanzando sin saber a dónde ni cómo terminaría. De
los rivales más grandes, el Alfil fue el primero en entregarse. El Peón Negro lo
vio acercarse en silencio, sinuoso en su andar, con su vestido blanco largo
hasta el suelo. Fue una clavada directa pero placentera. El Alfil cayó atontado,
sin terminar de entender lo ocurrido. El Peón no miró atrás y siguió su rumbo. “Un peón nunca retrocede”, le había
dicho su padre, y él nunca lo dudo. Siempre con la mirada al frente. Una Torre lo venía siguiendo desde que se
comió al segundo peón blanco. Le gustaban las torres. Eran altaneras a pesar
del lugar que ocupaban en la escala de ese mundo. Una Torre no era más que un
peón con suerte que consiguió un puesto a un costado, lejos del Rey. Pero ellas
eran las más agradecidas ante él, daban todo por protegerlo. Eran más
apasionadas que los peones, que en su distracción por destacarse, resultaban
presas fáciles para sus rivales. Pero el Peón Negro era distinto: él igual se
quería destacar, pero antes quería voltearlos a todos. Y la Torre, que creía
tenerlo vigilado, se descuidó dos segundos, y el Peón la invadió hasta llevarla
a recordar los días en que soñaba llegar hasta donde llegó. Se fue feliz,
sirviendo a su Rey. Los Caballos eran raros, desde el tamaño de sus cabezas
hasta su andar. Los Caballos infundían temor entre los peones, representaban lo
bestial de ese mundo y toparse con uno de ellos suponía el fin de la mayoría de
los peones. Sólo unos pocos lograban escapar frente a un Caballo. Pero el Peón
Negro no sólo se montó al Caballo Blanco, sino que terminó en y con ese rostro
sensual y horripilante a la vez. Estaba agotado, agobiado de ese mundo. No
quería saber nada más de esa pelea, sentía que toda su vida fue preparado para esa
lucha sin consultarle qué esperaba él de la vida. Y la vio… Pasó cerca de él pero
ni lo miró. Era más bella de lo qué él se imaginaba. Alta, inquieta, se movía
para todos lados e infundía tranquilidad, respeto y temor. Bella pero peligrosa
como una mujer celosa y despechada por su hombre, la Reina no se detenía en
ningún lado, iba y venía por dónde quería. El Peón Negro la vio a lo lejos y
supo que nunca la iba a alcanzar, para alivio de ella. Siguió avanzando, sin
mirar atrás. No sabía nada de sus demás compañeros. A algunos los cruzó por su
camino, pero nadie supo informarle sobre cómo iba el combate. Había llegado
lejos, más lejos que su padre. Se sintió perdido hasta que divisó a lo lejos,
la silueta de un Caballo negro y una Torre del mismo color. Se fue acercando paso
a paso, tranquilo, cansado pero excitado. El paso de la Reina lo dejó excitado.
¿Y sí él era el encargado de revertir la historia? ¿Y si él solo lograba acorralar
al Rey? ¿Le darían el reconocimiento?... Y perdido en estos pensamientos, alzó
la vista y pudo ver al Rey, a pocos pasos de él. Pero el Rey no lo miraba, no
lo veía, solo miraba al Caballo y a la Torre. Los reyes siempre ignoraron a los
peones. El Peón Negro quería que el Rey supiera que, entre todos los que
estaban ahí, había un peón que llegó junto a los grandes luchadores, a acorralarlo,
a poseerlo hasta el hartazgo, hasta que recordara uno a uno, cada peón caído…
Pero el Rey no lo miró en ningún momento, y el Caballo y la Torre se lo
llevaron arrastrando para entregarlo al Rey Negro. El Peón Negro contó su aventura a los demás peones, pero solo
recibió risas y burla de parte de sus compañeros. Algunos comenzaron a tratarlo
de loco, de chiflado. “Un peón nunca
llega hasta donde está el Rey” le decían sus compañeros; pero ¿qué sabían ellos?
El Peón Negro no volvió a contar su aventura a nadie. Siguió fantaseando con
comerse a la Reina, con comerse al Rey. Siguió soñando con cogerse a la Reina y
al Rey… Lo que todo peón sueña en silencio.
11 y 21 de octubre
de 2011
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