viernes, 13 de enero de 2012

La una y diez (allá arriba)


Nos fuimos a fumar al Chenque. Allá arriba.

Comodoro iluminaba el cielo como creyéndose más inmenso. Incluso que el mar. Por eso intentaba dominarlo con sus construcciones, por eso intentaban ganarle al mar. Y el mar lo dejaba, como riéndose por lo bajo. Como sabiendo cuál era el fin. El Chenque fue testigo de todo. El Chenque y el cielo.

Éramos tres: Jairo, Matías y yo. Allá arriba.

El viento, milagroso, esa noche decidió ausentarse, pero Comodoro seguía allá abajo. Y el mar también. Nos acomodamos en el suelo, cerca del auto. Jairo armó, yo lo prendí. Matías tarareaba una de Serú que sonaba en su mente, pero la entonaba más triste de lo que ya era la canción. Seguro que pensaba en Maira. Le pasé el faso para que me mirara y le sonreí. Él también sonrió. Fumó y siguió con la letra “…y el olor de los jazmines viejos es la dulce sensación de que el tiempo se echó a perder. Soy un solitario transmitiendo mensajes, escribiendo frases para poder creer. Esperando nacer”. Silencio.

Las doce y cuarto, y nosotros allá arriba.

A Jairo le molestó que se lo pasara primero a Matías y no a él. Siempre pendiente de esas pequeñas cosas. El cielo estaba estrellado y yo les señalé el Cinturón de Orión, como una vez me lo enseñó Alba. Las Tres Marías las conocían. Y a La Cruz del Sur, Jairo la conocía pero Matías no. El faso pego una segunda vuelta y Jairo dijo que quería alas para volar y tirarse del Chenque. Y era una buena idea. Allá arriba lo era.

La una, y nos reíamos allá arriba.

Comodoro parecía dormir, pero nunca dormía. El mar parecía apaciguado, pero solo hasta la una y diez. Porque Matías anunció la una y diez, sin que nadie se lo pidiera. Y a esa hora apareció aquel hombre. Salió de las sombras, atrás del auto. Nos asustamos los tres y nos pusimos de pie de un sobresalto. Los tres juntos, preparando el ataque. Asustados. El hombre levantó las manos queriendo demostrar que estaba desarmado. “Quería fuego ¿Tienen fuego?”, preguntó. Su voz era tranquila. Pero seguíamos a la defensiva. Jairo le tiró el encendedor que el hombre cazó en el aire. Era alto. El pelo rubio, como teñido pero a la vez natural. La piel blanca y los ojos oscuros, negros. “Tranquilo, chicos. No voy a hacer nada malo. Vine a fumarme un cigarrillo. Como ustedes, supongo” dijo, y sonrió. Los dientes blancos. Muy blancos.

Dijo que se llamaba Lucio. Allá arriba todavía seguía siendo la una y diez.

Comodoro pareció apagarse y ahora era el cielo el que iluminaba. El mar avanzaba y amenazaba con llegar a la ruta. Yo estaba seguro que eso iba a ocurrir. Pero de golpe todo se calmó. Fue cuando Lucio se tiró del Chenque. Cuando Lucio voló y desapareció.

Todavía en guardia, Matías le preguntó el nombre y la edad. El nombre lo supimos. La edad no. “¿Y tú auto?”, pregunté, y me sentí estúpido apenas terminé de pronunciar la pregunta. Se rió. Y de su garganta parecieron escaparse varias risas a la vez, risas de otras voces que juntas formaban una carcajada diabólica. Y supimos que no era humano. Ninguno de los tres pudo hablar. Entonces fue Lucio el que habló. “No hay de qué temer, muchachos. Hoy no. Tienen suerte. No vino quien yo esperaba.” Yo miraba el mar poseído. El hombre comenzó a acercarse de a poco, mientras seguía hablando. “La humanidad es tan estúpida creyéndose superior a otros seres, creyéndose capaz de controlar la naturaleza. ¿Quieren alas para volar? ¡JA! No pueden caminar, no pueden moverse si no tienen esas máquinas, y quieren volar. Para volar hay que ganarse las alas. Y ninguno de ustedes las merece. Acá arriba, un pájaro es superior a cualquiera de ustedes. Acá arriba…”, dijo, de espalda a la ruta, de espalda al mar. Y Comodoro a un costado, como dormido. Pero Comodoro nunca duerme. “… ustedes no son nada. Y pronto, abajo, no va a existir. No va a quedar nada. Solo se podrá volar. Pero solo aquellos que tengan alas, solo aquellos que se ganan las alas”, y volvieron a reír todos aquellos que estaban dentro de él. Y nosotros igual reímos. Allá arriba reímos casi hasta enloquecer.

Lució saltó. Se tiró Chenque abajo, pero nunca tocó la tierra, el asfalto ni el Chenque. Porque voló y se perdió en la oscuridad del cielo. Allá, cerca del Cinturón de Orión. Y vimos sus alas, gigantes, del tamaño de los brazos extendidos. En el suelo quedó una pluma que una suave brisa voló hasta llegar al mar. Y el mar se apaciguó. La marejada nunca existió. Miré la hora: la una y diez. El tiempo no había pasado, allá arriba.

Cuando regresábamos a casa, en el auto de Jairo, ninguno dijo nada en todo el camino. Yo venía atrás y lo último que recuerdo es a  Serú gritando desde el estéreo que nunca pensó encontrarse con el diablo. Y nosotros tampoco lo habíamos pensado. Pero ocurrió.

11-13 de enero de 2012

4 comentarios:

  1. Seria el diablo??????? o tal vez un angel para aclararles la conciencia? Exelente Victor, sique adelante,me gusta mucho leerte

    ResponderEliminar
  2. Gracias Nancy por los comentarios. Me alegra que disfrutes de lo que escribo. Yo lo hago cuando escribo. Un beso.

    ResponderEliminar
  3. Muy bueno tio, me llamó mucho la atención estee!! GASTON.S

    ResponderEliminar
  4. Gracias, Gastón por pasar por el blog, leer y comentar. Me alegro que te haya gustado :)

    ResponderEliminar