viernes, 18 de marzo de 2011

Casa en guerra

Recibió cada gota del veneno en su pequeño cuerpo y la vio caer dentro del lavarropas viejo. Otra noche de desvelo y en plena guerra contra ellas, José Luis disfrutaba oyendo el zumbido dentro de ese aparato. Eran las tres y cuarto de la madrugada y la oía aletear en vano dentro de ese cilindro gigante para tan pequeño ser. El ruido era agonizante. La muerte le acariciaba el cuerpo, las alas, las seis patas… Luchaba por vivir aún cuando la muerte ya estaba encima de ella. José Luis no sintió remordimiento alguno. Ellas le habían declarado la guerra.

Toda esta lucha comenzó en pleno verano. Le invadieron la casa sin aviso. Nada de esto hubiese ocurrido si ellas se hubieran mantenido al margen. Pero no. Comenzaron a molestarlo en todo momento y a toda hora. Y lo encontraron desprevenido, sin un arma para luchar. Al principio solo eran un par pero un día se sintió rodeado por esos seres molestos. Decidió comenzar a defenderse.

Primero fueron unos manotazos ciegos acompañados de algunos insultos. Nada serio. Pero al tercer día de desvelo, José Luis comenzó a entrenarse seriamente. En todo momento ellas se burlaban de él. Se le acercaban mientras comía, leía o dormía. Y se le reían en el oído. Tomó un repasador sucio y comenzó a usarlo como su arma de defensa.

Los primeros golpes fueron en vano, ellas eran mucho más rápidas y huían ante el ataque. Pero volvían, burlonamente, a posarse en su brazo, su rodilla o a pasarle cerca del oído, que era lo que más odiaba él. En menos de una semana, José Luis ya había adquirido una habilidad sorprendente para el ataque, una capacidad asombrosa para matarlas. A veces, mientras leía el diario, ellas aparecían y él ya estaba preparado. Dejaba una mano quieta, en el aire, sin que sus ojos abandonaran lo que estaba leyendo, y cuando el enemigo pasaba cerca, con un movimiento rápido detenía el vuelo del insecto. La mosca luchaba entre su puño cerrado. La sentía luchar. A veces, agitaba la mano para marearlas un poco, pero siempre terminaban en un “crunch” y la muerte entre los dedos. De a poco la casa se fue llenando de pequeños cadáveres que luego barría sonrientemente.

Ya no tenía que encerrarse una hora en el baño para dar muerte a sólo un par de ellas. Y encima salir herido, como ocurrió una noche de desvelo y ebriedad, en la que dio lucha encerrado en ese espacio de tres por dos, a los manotazos, tirando cortina y golpeando sus pies desnudos contra inodoro y bidet. Pero eso era parte de su pasado.

Ahora era un hombre habilidoso para la lucha, e incluso lo disfrutaba. Seguía insultando como dando gritos de guerra, pero cuando una de ellas caía, festejaba su triunfo. Su lucha era cosa seria para él: se subía a las sillas y, como el gran simio de la película enfrentando a esos pequeños aviones, daba manotazos certeros o las bajaba con el repasador sucio, que ya lo sentía como una extensión de sus manos. Pero al otro día la guerra seguía en pie, porque ellas parecían revivir, ser inmortales e incluso, se multiplicaban. Pero a diferencia del relato de William Golding, este señor de las moscas estaba bien vivo y dispuesto a dar guerra.

Una noche, mientras cenaba solo como de costumbre, reanudó el ataque. Cuando iba por la mitad de su plato de ravioles con salsa y queso, y cuando ya había llenado por tercera vez su copa de vino; ellas comenzaron a reírsele en el oído y a degustar de su plato, cosa que lo enfureció como nunca. A una la atrapó en pleno vuelo, a otra, la liquidó de un pisotón y una tercera encontró su muerte a causa del repasador sucio. Pero esta última cayó dentro de su copa de vino. José Luis se sintió burlado, sintió que la muy maldita, había decidido seguir jodiéndole la vida aún estando muerta.

Se acercó a observarla. Pero no estaba muerta: se retorcía mientras flotaba dentro de ese líquido rojizo. Vio como movía las patitas. Sintió su miedo. Sintió que ella lo observaba, le suplicaba ayuda desde ese lugar indefenso en el que se encontraba. Parecía que todo ese líquido era sangre que había brotado de ese pequeño cuerpo. Lo que hizo a continuación no se lo perdonó nunca y aún no sabe porqué lo hizo. A veces piensa que fue porque realmente sentía que estaba en una guerra y eso sacó lo peor de él. A veces piensa que fue porque quería saborear la muerte. Lo cierto es que tomó la copa y bebió todo el contenido de un solo sorbo. La copa quedó vacía. La mosca, viva, fue a morir dentro de su cuerpo. La muerte sabía a un cabernet sauvignon. La muerte sabía muy bien.

Sonrió ante su acto… Pero a los pocos segundos se sintió sucio. Y lloró. Lloró por un largo rato. Ellas se le acercaban a susurrarle a los oídos y él sintió que le reclamaban la muerte de sus compañeras, pero sobre todo de ésta última. No intentó hacer nada. Se terminó el vino, aunque los últimos tragos le produjeron arcadas: le recordaban a ella. Sentía que ella volaba dentro de su boca, dentro de su cuerpo. Logró contener el vómito y se quedó dormido, sentado en la silla.

Soñó que él era el personaje de Golding, y que ellas lo iban comiendo de a poco. Cientos de ellas se hacían un banquete con su rostro, y él observaba todo y no podía hacer nada. Su nariz estaba tapada por cientos de larvas depositadas en sus fosas nasales. En un momento, una mosca salió de dentro de su ojo izquierdo, y él supo que era ella: la mosca que se tragó. Despertó cuando su cuerpo fue a parar al suelo y no pudo evitar soltar un grito. Se sintió aliviado al comprobar que sólo fue un sueño. Corrió al baño y esta vez sí vomitó: entre los restos de ravioles y del líquido rojo que salía de su boca, vio a la mosca. A lo mejor se lo imaginó, pero él asegura que la vio, e incluso movió una de las alas. Tiró la cadena antes de que remontara vuelo.

Esa tarde decidió terminar con todo de una vez. Se dirigió al almacén de al lado y compró un Raid. Volvió a la casa, se bañó y cambió. Decidió ir a la casa de algún amigo, a pasar unas horas mientras el veneno hacía efectos. Antes de salir, roció toda la casa con Raid: baño, pieza y cocina.

Cuando volvió, el piso estaba plagado de pequeños cadáveres que fue barriendo y juntando en una pala. Algunos fueron pisados sin querer y se despedían con el “crunch” que él ya conocía. La guerra había terminado. Aún quedaba un leve tufo de la bomba que arrojó, pero eso era lo de menos. Se sintió satisfecho: había ganado la guerra, había recuperado su casa, su hogar. “Ellas se lo buscaron”- pensó. Esa noche, mató a la última que fue a caer dentro del lavarropas y, después de varias semanas, pudo dormir tranquilo y no hubo sueño que lo atormentase. Ni mosca que se le riera en el oído.

7 y 17 de marzo de 2011

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